Charles de Gaulle consiguió que los franceses adoptaran una república hecha a su medida, que él mismo identificaba con la del país, con un presidente estadista, elevado, estratega mayor, símbolo de la nación, supremo conductor, inspirador y proveedor del contenido del espíritu republicano. Personaje olímpico que tendría un primer ministro ejecutor, cuya designación estaría condicionada por la composición de la Asamblea Nacional, reflejo de la voluntad política, desmenuzada, de la Francia profunda.

Para completar ese esquema, que algunos llamaron “monarquía republicana”, el período presidencial de siete años, con reelección, permitía la presencia de un mismo jefe del estado por casi tres lustros. Pero el inventor de la fórmula no llegó a disfrutarla. Francia no llegó a tenerlo como presidente por tantos años como él hubiera querido. El fermento que produjo “Mayo 68”, y un referéndum sobre las regiones, que perdió, y a cuya aprobación había condicionado su permanencia en el cargo, precipitaron su salida.

François Mitterrand, contrincante del gaullismo en la elección presidencial del 65, y opositor de ese modelo de república, vino paradójicamente a resultar beneficiado, en cuanto a su permanencia en el poder, por la invención de su oponente. Pero sus catorce años de ejercicio, demostraron que el período de siete era demasiado largo, por lo cual más tarde se decidió bajarlo a cinco, con lo cual el jefe del estado se puede quedar en el Palacio del Elíseo hasta por diez. Más que suficiente.

Emmanuel Macron, después de haber conseguido un resultado óptimo en su primera elección, con mayoría en la asamblea nacional, enfrenta ahora, cuando avanza en su segundo mandato, una situación distinta. El no haber obtenido mayoría en las últimas elecciones parlamentarias resalta, con el paso del tiempo, defectos típicos de la permanencia prolongada en el poder, con el desgaste de la figura presidencial ante el proceso cambiante de los acontecimientos, las sensaciones y las necesidades populares.

El presidente francés enfrenta el reto de ajustar su proyecto en forma que pueda responder adecuadamente a numerosas exigencias de un mundo que va más acelerado que nunca. Como si tuviera que manejar una balanza entre la oferta de acciones del Estado y los requerimientos diversos de los ciudadanos; siendo fiel de la medida la satisfacción popular.

Con un gobierno que ya no tiene mayoría en la Asamblea Nacional, sin que haya otro partido que sí la tenga, la escogencia del primer ministro se viene a dar bajo una figura que no es la de la cohabitación que en algún momento obligó a otros presidentes, incluyendo a Mitterrand, a aceptar una separación programática profunda entre el presidente de la República y el primer ministro, cuando éste último representaba un partido mayoritario, y punto.

Ahora, aunque la coalición que apoya al presidente obtuvo en 2022 más escaños que ninguna otra, se quedó corta para hacer mayoría. No hay razón para designar primer ministro a un oponente. Se vive una experiencia inédita que, según la primera ministra que acaba de salir, representa un riesgo para la capacidad de acción del país ante los retos internos e internacionales de nuestros días. Mientras la oposición implacable de izquierda y derecha proclama el fracaso del “Macronato”.

Al escoger un primer ministro de 34 años, Macron protagoniza una jugada política inédita, como de “última trinchera” de su mandato presidencial, en busca de revivir la significación interna e internacional de su segundo mandato y ganar nuevamente terreno, sobre todo interno, para el ejercicio de una autoridad política que se desvanece.

Gabriel Nissim Attal de Couriss, nuevo jefe de gobierno, representa lo que es el modelo Macron. Por eso en su gobierno combina, sin el rubor propio de otras épocas, características diversas, mientras admite contribuciones conceptuales de diferente origen en cuanto al papel del estado y el manejo de la economía. A lo cual puede agregar mutaciones de su propio credo y proyecto político

Attal ha hecho una carrera meteórica que le ha permitido acumular valiosa experiencia política y administrativa, como consejero y ministro, además de diputado de la asamblea nacional y portavoz de su partido y del gobierno. Comunicador extraordinario, uno de los políticos más populares del país, y de los miembros del conjunto del gobierno de Francia. Además, es abiertamente homosexual, hijo de padre judío y de madre de origen ruso, y cristiano ortodoxo, no católico como la mayoría de los franceses.

Como la composición de cada gabinete representa el criterio de un gobernante, y sus posibilidades de manejar adecuadamente las complejidades del oficio, el gobierno de Attal, ligeramente más orientado al centro derecha, sí que comprueba una vez más la índole del “macronismo”, al seguir la instrucción del presidente en el sentido de “rearmar” el ejecutivo. Instrucción que obliga a recordar que la denominación de los proyectos políticos puede ser motivo de refuerzo, de desencanto, o de desprestigio.

Además de la continuación de “pesos pesados” del partido del presidente, como los ministros del interior y de economía, que no debieron quedar muy contentos con la designación de su nuevo jefe, Attal ha hecho tres sorpresivas “importaciones” provenientes de la derecha, para las carteras de trabajo y salud, educación, juventud, deportes y juegos olímpicos, y justicia, que denotan el talante pragmático del jefe del Estado.

La prueba más interesante del fenómeno la provee la nueva ministra de cultura, Rachida Dati, clásica representante de la derecha tradicional, que fue ministra de justicia de Sarkozy, y hasta ahora durísima opositora de Macron. Hace un tiempo dijo que el “macronismo” es un “partido de traidores”, conformado por individuos que traicionaron, unos a la derecha y otros a la izquierda, para armar esa formación política. Ahora la acaban de echar de su partido, mientras entra a colaborar con el de los “traidores”. Con lo cual su definición pasa a ser una reliquia.

Los gobernantes tienden a vivir el síndrome del éxito, y a creer que lo están haciendo bien. A lo cual contribuyen quienes les rodean. Pero la asomada propia para calificarse puede ser lo más parecido a mirarse con optimismo en el espejo, en lugar de mirar el camino por recorrer.

Curiosamente, el presidente francés, calificado por muchos en su país como el presidente de los ricos, parece vivir más bien los afanes de la renovación. Pero, además, lo hace sin sujetarse a definiciones tradicionales de “fidelidad” a uno de los credos políticos que se fueron armando en el Siglo XIX y campearon a lo largo del XX.

Aparentemente, sin tener en cuenta esas fronteras, el “macronismo” busca ensayar fórmulas de distinta procedencia, sin entrar en contradicciones extravagantes, para el manejo de problemas que es preciso atender y que son cada vez más variados y puntuales. Muchos de ellos inexistentes o inconcebibles en esa etapa de surgimiento de formaciones políticas que no han sabido evolucionar, por lo cual han resultado sepultadas por la historia, a través de la voluntad ciudadana, como lo demuestran en muchas partes las cifras de las elecciones. Falta por ver el resultado del experimento.

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