El mundo está lleno de ególatras de diversa formación que llegaron al poder político y lo ejercen con una especie de “heliocentrismo” que trata de ocultar su condición de aventureros en el manejo de los asuntos del Estado, con coreografía de los miembros de su secta, que celebran cada extravagancia y cada payasada como si fuera fruto de inédita genialidad.
Al llegar al ejercicio del cargo, elegidos por votación popular dentro de un sistema democrático, los gobernantes resultan depositarios de una acumulación de poderes que personalmente jamás habrían podido conseguir. Esto plantea problemas de aptitud para actuar adecuadamente en los múltiples campos que requieren de acción presidencial.
Quienes más se aproximarían a los requerimientos del oficio deberían ser los políticos, que algo habrán aprendido, o creído aprender, en la lucha por el poder. Pero nada garantiza que sean buenos administradores. Aún en el caso de los millonarios, una cosa es manejar empresas con el fin de ganar dinero y otra gerenciar los asuntos públicos, que exigen otras cualidades. Comportarse como “gerentes” no es garantía de acierto ni de éxito, ni de respeto por lo público, donde la medida de las cosas no puede ser la de los billones que se ganen o se dejen de ganar.
Hayan sido empresarios, o tengan diploma de economistas, su manejo de las finanzas del Estado les queda grande y suelen dar bandazos que pueden enloquecer a sus ministros de la hacienda pública. Suelen acompañarse de colegas o amigos tan novatos como ellos, o de militantes callejeros de su causa, para que manejen asuntos de Estado. No tienen capacidad de interlocución con gente que habla los diversos idiomas propios de la división del trabajo al interior de un país. Y cuando provienen de partidos desabridos o en vía de liquidación, no son siquiera capaces de armar un gabinete de conocedores, mejores que ellos en determinadas especialidades, sino que arman campamentos de aduladores que jamás están dispuestos a hacerles el bien de contradecirles.
Al principio les invade una sensación de omnipotencia, cuando advierten la cantidad de poderes que quedan súbitamente en sus manos. Entonces les parece que todo es fácil y factible. Y el hábito de dar órdenes, como si gobernar no fuese sino eso, les embriaga al punto que, con tal de decir algo sobre uno u otro tema, muestran una cosecha desmedida de improvisación, sin perjuicio de que “validos del reino” saquen provecho y los pongan a suscribir decisiones que no entendieron jamás.
Al cabo del tiempo, cuando les golpea la sensación de impotencia para la conducción del conjunto del aparato del Estado, cuando las cifras no cuadran y sus explicaciones dejan de ser satisfactorias o verosímiles, cuando muestran desconocimiento de los principios del Estado de Derecho, cuando cometen arbitrariedades y muestran falta de serenidad y buen criterio, cuando su ineptitud deja ver que son desacertados en el manejo de asuntos que requieren laboriosidad, estudio, conocimiento, responsabilidad y esfuerzo, buscan escenarios que pueden ser de su manejo exclusivo, como las relaciones internacionales y el comando de las fuerzas armadas para engrosar sus credenciales de supervivencia. Entonces comienza en esas materias la feria de la improvisación, y de las imprudencias, que marcan al país ante el resto de las naciones y producen efectos internos que pueden ser devastadores.
Muchos no conocen cómo funciona el mundo y dan muestras reiteradas de su ignorancia sobre procesos históricos, tendencias políticas y diferencias culturales, en declaraciones y decisiones que por desacertadas o altisonantes producen sorpresa o risa, como cuando se atribuyen méritos que no tienen, dicen cosas y hacen exhortaciones en contravía del derecho internacional, o buscan pleitos que permitan que se hable de ellos, aunque sea mal.
Creen que pueden campear, porque en campaña nadie les ha exigido de verdad que muestren sus aptitudes en esas materias. Por lo cual gobernantes inexpertos terminan por hacer una política exterior que se aparta de tradiciones nacionales de conducta de su país conforme a parámetros conocidos y respetados por los demás. No reconocen ni respetan el profesionalismo del servicio exterior, y lo asaltan con la presencia de sus amigos personales, lo mismo de ineptos y desconectados de las complejidades de la política internacional.
Para completar, en el ámbito interno, que es donde corren las encuestas y la gente le puede dar o no continuidad a su “proyecto” en cabeza de otra persona, comienzan a obrar como si las fuerzas armadas no fueran las de la nación. Les ponen o quitan misiones según su estado de ánimo o sus propósitos o gustos personales. Tiran por la borda los esfuerzos de educación, conocimiento estratégico, táctico, histórico, geográfico y social, y la acumulación de experiencia de altos oficiales, cuya formación es parte del patrimonio del país. Mientras encuentran “la gente precisa” para echar adelante su proyecto de manejo de asuntos que requieren del concurso de la fuerza armada de su país.
La máscara de presentación de todo eso es la del autoritarismo, que desde palacios y casas presidenciales va horadando la democracia a partir de la división social, el desconocimiento de la separación y los equilibrios de poderes, la amenaza, y de pronto el uso, de la justicia como herramienta de control y confrontación política, y la pretensión suprema de ubicarse olímpicamente por encima de la ley, con el argumento peregrino de que una votación a su favor les giró una especie de “chaque en blanco” para que hagan lo que su supuesto ingenio tenga a bien.
En los Estados Unidos el espectáculo es de proporciones inéditas y muestra no solamente una andanada amplia y compleja de esa naturaleza sino defectos de diseño institucional de un sistema concebido para dechados de probidad que no sospechó la eventualidad de lo que se está viviendo. En Rusia, lo mismo que en Hungría, en Polonia y en Turquía, en Bielorrusia y en Serbia, en Venezuela y Brasil, y hasta en la legendaria Colombia con su cacareada democracia bicentenaria, se han visto en los últimos años muestras de uno u otro viso de ese arcoíris de transgresiones.
Frente a ese movimiento telúrico que afecta la estabilidad de sistemas comprometidos con la democracia, la reacción no corresponde solamente a la oposición representada en partidos políticos, sino a movimientos sociales que se deben movilizar para ejercer la democracia mucho más allá, esto es mucho antes y también mucho después, de concurrir a las urnas.
Lo anterior implica la exigencia de un protagonismo ciudadano sin pausa, sin miedo, con optimismo y con capacidad de acción y acierto en todas las líneas posibles de participación en la vida pública y en la actividad política.
En países bajo el asedio de un posible abandono del camino democrático hacia el desarrollo y los equilibrios sociales, no se puede ceder ante los “refinamientos de ingeniería electoral” orientados a que se queden en el poder más allá de su tiempo aquellos que han demostrado falta de respeto por la democracia y la institucionalidad.
La línea de base de la acción en defensa de las auténticas opciones democráticas exige flexibilidad en las pretensiones personales y una voluntad a toda prueba de unidad a la hora de las jornadas en las que la voluntad popular se debe manifestar como generadora de poder.
La participación popular en los comicios debe ser caudalosa. Si bien muchos países han podido comprobar que pueden seguir funcionando gracias a la fuerza inercial positiva de una energía y una inventiva admirables, sin que importe en muchos casos quién gobierne o diga gobernar, los ciudadanos no pueden volver la espalda ni confiar en que todo se va a arreglar sin su concurso.
En Chile, en su momento, cuando apareció la oportunidad de ir a las urnas para salir de la dictadura, inventaron un lema demoledor: “¡Chile, viene la alegría!”. No era otra cosa que un llamado al optimismo y a la confianza en la fuerza unida de la voluntad popular en favor de la democracia. Así pudieron vencer las admoniciones de catástrofe que los amigos de la continuación sacaron a relucir. Algo parecido ha sucedió en Serbia cuando Milosevic y en otros lugares, cada quién con su infractor.
Los jóvenes han de jugar un papel fundamental en las acciones políticas de recuperación o sostenimiento del rumbo de la democracia. De la mejor buena fe, ellos no han tenido tiempo para ver algo distinto de lo que les tocó vivir y pueden orientar su formidable energía en favor de causas que sean resultado de manipulaciones que buscan abusar de la ausencia de elementos de comparación. Aunque no basta con afirmar que deben estar allí y conocer el contexto en el que han de participar en decisiones que afectarán su destino, sino que es preciso darles un papel por cumplir más allá de las urnas.
El nivel de exigencia hacia los gobiernos debe ser cada vez más alto. Las falacias de quienes hablan desde las alturas del poder han de ser desmenuzadas, explicadas y controvertidas. Cada quién debe hacerlo en la medida de sus conocimientos y sus posibilidades. Los candidatos a gobernar no pueden seguir diciendo generalidades y babosadas aquí y allí, como si estuvieran promoviendo un nuevo shampoo. Ciudadanos estudiosos y preparados deben exigir dirigentes estudiosos y preparados, con ideas y respuestas a los problemas y asuntos que sí son de interés general. Hay que hacer los listados de esos asuntos y elaborar las preguntas que se deban formular.
La fuerza más importante de los gobernantes, actuales y futuros, no puede ser la que proviene de “sus tropas”, que jamás serán suyas sino de cada nación, o de sus “genialidades” en esos campos abandonados en los que hayan decidido actuar con impunidad. Su fuerza principal debe provenir de su conocimiento del país, de su compromiso con la verdad, de su honestidad a toda prueba, de un pasado limpio y presentable, de una sinceridad comprobable, de su deseo y capacidad de gobernar para todos sin creerse los “dueños del pueblo” que somos todos, de su versación en los asuntos del Estado y de su respeto por las instituciones, que a todos se les debe exigir.