En el cinturón de África que va del océano Atlántico al Índico, al sur del Desierto del Sahara y a lo largo de la línea ecuatorial, ha sido difícil que anide la tranquilidad, para no hablar de la utopía de la paz.

Una ininterrumpida sucesión de factores deletéreos afecta a esa región del mundo. El cambio climático golpea de manera inclemente y poco conocida porque no afecta sociedades cuyas tragedias sí que se difunden por medios propios y poderosos para llamar la atención de la humanidad. La depredación ambiental, por cuenta de los habitantes del territorio y agentes exteriores, empobrece la calidad de vida de millones de personas. La ausencia de energías alternativas, o siquiera sostenibles, hace que el panorama del futuro se muestre sombrío. 

Conflictos internos, derivados de tensiones étnicas ancestrales, vinieron a complicarse para siempre cuando a los europeos, después de la Conferencia de Berlín de 1885, se les ocurrió repartirse enormes porciones del territorio africano sin tener en cuenta que destrozaban un jardín existente desde mucho antes del poblamiento de la misma Europa.

Al comenzar el Siglo XXI los asuntos africanos llaman la atención de los poderes de nuestra época de manera selectiva, y el interés se centra en el aprovechamiento de los enormes recursos del continente. También llaman la atención, de manera forzada, las migraciones africanas como factor amenazante de la unidad europea con el refuerzo de los nacionalismos, al tiempo que muchos vuelvan la espalda para ignorar situaciones creadas por sus antepasados. Y del lado africano los rezagos de la era colonial han dejado resentimientos heredados hacia las antiguas potencias, donde los gobernantes hacen frente a una conciencia compleja de culpabilidad, responsabilidad, añoranza e impotencia. 

La corrupción campea en África como en ninguna parte del mundo. También la ineptitud de los sistemas políticos, bajo la presión de interferencias foráneas por parte de estados o de empresas que buscan aliados africanos que se convierten en protagonistas de concentración de riqueza y polo opuesto de una marginalidad social abrumadora. A la insuficiencia institucional se suman el hambre y la enfermedad, omnipresentes en un entramado de regiones que viven al ritmo de tradiciones autóctonas e importadas. Con un ingrediente religioso aún más enredado en países que ya antes de la presencia europea habían recibido el influjo del islam a través de las caravanas que atravesaban el desierto. Fenómeno complementado con la pretensión evangelizadora del cristianismo, que se vino a sumar a un revuelto de mitos y creencias que jamás han podido desalojar del todo la variedad de afiliaciones religiosas y espirituales autóctonas del continente.

Bajo esas circunstancias conviven en el escenario africano grandes negocios mineros, tradiciones tribales y actividades desesperadas de supervivencia, todo encima de yacimientos de riqueza que ya quisieran tener muchos países del mundo. Lo cual mantiene activa la ambición de antiguos y nuevos poderes extracontinentales, como Rusia y China, que desean hacer presencia en el continente con ánimo de explotación, sin mayor interés por la gente, en ejercicio de una ambición neocolonial.

En ese paisaje, a finales del Siglo XIX, el Congo fue una especie de “huerto salvaje” de más de 2 millones de kilómetros cuadrados adjudicado por la Conferencia de Berlín, bajo el nombre de “Estado Libre del Congo” como propiedad privada del rey Leopoldo II de Bélgica, que lo administró hasta 1908, cuando lo cedió al Estado belga. Antes y después de esa cesión, el Congo fue escenario de la explotación inclemente de caucho, oro y marfil, pero sobre todo de abusos inhumanos contra los nativos, marcados por una brutalidad inenarrable, la explotación esclavista, la segregación entre grupos tribales y toda una serie de hechos reprochables que se encuentran a la raíz de destrozos que tienen efectos aún en nuestra época.

Figuras legendarias, como Patricio Lumumba, se encuentran al origen del Congo independiente, que ha vivido desde 1960 el drama de una sucesión de mandatos de diversa índole que no han podido sacar adelante a un país gigantesco y abandonado a la suerte de sus regiones, dentro de las cuales la oriental, cerca de Ruanda, es la más agitada. Más de ciento veinte organizaciones armadas han desfilado en busca del poder, dentro de las cuales el M23, creado con el apoyo de Ruanda según reporte de Naciones Unidas, e integrado por congoleses tutsis, ha resultado ser en nuestros días la más poderosa. Situación frente a la cual las mismas Naciones Unidas organizaron una de sus celebradas y muchas veces inoficiosas misiones militares encargadas de mantener el orden y desarmar al M23, que alternativamente ha desaparecido y retomado su camino de insurgencia, hasta nuestros días. 

La República Democrática del Congo, como se llama ahora, luego de haberse conocido como Zaire, está separada por una frontera permeable de la República de Ruanda, y vive hoy el más reciente de los dramas africanos, caracterizado por la violencia, la ley del más fuerte, y las guerras por los recursos naturales que han hecho de la vida de esa parte del mundo un drama al tiempo evidente y oculto. Tema del cual nadie se quiere ocupar, aunque muchos anden ansiosos por obtener beneficios de los recursos inmensos del país, cuya explotación está de por medio.

30 años después del genocidio que tuvo lugar en la vecina Ruanda, en el que la mayoría Hutu asesinó en 100 días a más de 800,000 personas de la comunidad Tutsi, sin que las instituciones internacionales ni las cacareadas potencias democráticas hicieran nada para detener la masacre, vuelve la sombra de un conflicto encriptado entre las dos comunidades, a través de la frontera, aparentemente con participación velada de Paul Kagame, el tutsi presidente ruandés, en busca de los beneficios de la explotación de oro y coltán, y de la eventual modificación del orden político de la región. Con el ingrediente anunciado de la pretensión de Kagame de hacer a Ruanda grande otra vez y el objetivo de extender su territorio. Lo que ha llevado al presidente congolés Félix Tshisekedi a compararlo con Hitler. 

La división entre las comunidades Hutu y Tutsi fue sembrada y alimentada por los belgas, que realizaron en su momento clasificaciones a las que anteriormente los nativos africanos no prestaban demasiada atención y que luego se exacerbaron hasta el punto de llegar a la comisión de acciones genocidas. Cuando, después de la tragedia de 1994 los Tusti recuperaron el poder en Ruanda, produjeron la desbandada de los Hutu, que huyeron hacia la República Democrática del Congo, y se inició un proceso dramático que llevó a que los mismos Tutsi continuaran su ofensiva de revancha y llegaran hasta la capital Congolesa, donde derrocaron al famoso Mobutu Sese Seko, que gobernaba desde 1965, para instaurar en el poder a Laurent Kabila, más tarde asesinado, y seguido de una serie de mandatarios que remata con el actual Tshisekedi, reelegido hace poco de manera dudosamente mayoritaria. 

El M23 ha lanzado otra vez una ofensiva contundente, al parecer con el apoyo del ruandés Kagame, y ha conseguido apoderarse de la ciudad de Goma, cerca de la frontera ruandesa, como ya lo había hecho en 2012, de donde fue retirado entonces por fuerzas de la ONU y del ejército congoleño, al que ha debido integrarse. 

Con más de un millón de habitantes, Goma es un centro vital de comercio y transporte, cerca de yacimientos mineros de explotación, entre sofisticada y supremamente primitiva y salvaje, de oro, coltán y estaño, de gran demanda para las empresas de alta tecnología. Naturalmente, quien controle las minas, tendrá enormes beneficios, y existen denuncias de cargamentos de coltán congolés remitido a enriquecer las arcas de Ruanda. 

Aparte de la horrible crisis humanitaria de una ofensiva típica de conflictos despiadados, el M23 amenaza con seguir su marcha hasta Kinshasa, que se encuentra a más de 1500 kilómetros de distancia, con lo cual contribuye a ensuciar aún más las aguas del pantano subsahariano. Semejante anuncio de arreglo de cuentas, así no se consume, sumado a la interferencia extranjera, en este caso de Ruanda, resulta peligroso como propagación de ambiciones nacionales de países que aspiran a interferir en la vida de otros. Contagio preocupante cuando los Estados Unidos, antiguo “garante democrático de estabilidad internacional” repite ahora proclamas como las de caudillos europeos de hace un siglo, en cuanto a la anexión de otros países, como lo demuestra el reiterado anuncio del nuevo ocupante de la Casa Blanca al proponer, contra todo parámetro de institucionalidad y civilización contemporáneas, que Canadá entre a formar parte de la Unión Americana, porque a él le da la gana. 

Ahí está una guerra africana más, originada en el dominio violento y la clasificación étnica de europeos que salieron ya del escenario, mientras sus herederos se escandalizan por el flujo migratorio de esa África que sus antepasados resolvieron despedazar. Situación de la cual deberían ser conscientes los portadores de celulares que llevan porciones de metales extraídos en medio de ese desorden y esa explotación, y los conductores de automóviles cuyas baterías no podrían existir si no salieran de esas minas africanas regadas de lágrimas, sudor y sangre de gente que vive en condiciones vergonzosas para los estándares más elementales de la dignidad humana. 

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