Silvio Berlusconi se fue de este mundo todavía con la esperanza de retornar al poder. El caballero, como le llegaron a llamar, jamás dejó de ser un espontáneo, trascendental en la Italia contemporánea, capaz de decir y hacer cosas que otros no osarían, tras el parapeto de su simpatía, su autopromoción, su extravagancia y su influencia como comunicador y como empresario.
Berlusconi fue uno de aquellos que, como sucede a veces en la euforia de la torería, se lanzan de pronto al ruedo para probar su suerte y demostrar su valor. Así sumó su nombre a los de empresarios y comunicadores que han querido dar el salto a la política en busca del ejercicio del poder institucional, a sabiendas de que, por el solo hecho de estar en el escenario de la exposición pública, ejercen ya un poder con implicaciones políticas, porque sus actos tienen consecuencias en el conjunto de la sociedad, sus acciones y opiniones sirven de contrapeso a las de los gobernantes y ostentan la condición de “realizadores”, con experiencia no sometida al tránsito de los callejones de la burocracia estatal.
Sobre las motivaciones de “il Cavaliere” para lanzarse a la política, existieron desde un principio explicaciones muy variadas. Dentro de ellas, la más noble sería la de poner al servicio de la causa del bien público su interpretación de los hechos económicos y sociales de la vida italiana, su condición de emprendedor, su ejercicio permanente de acciones ante circunstancias reales, su liderazgo puesto a prueba frente a múltiples actores y circunstancias, y sus opiniones sobre los sucesos cotidianos, como comunicador y como empresario exitoso.
No faltó quien lo ubicara en el extremo de los que buscan valerse del poder estatal para sacar ventajas. Ahora se ha ido sin que se supiera a ciencia cierta el motivo de su deseo recóndito de gobernar, desde la solvencia de ánimo de alguien con un ego desmesurado que le permitió ser a la vez audaz, original, excéntrico, y también cautivante, sobre todo para electores decepcionados de los partidos, de las mentiras de los políticos de siempre y de la mediocridad de la burocracia.
Tal vez el secreto del éxito de Berlusconi, que le llevó a ser en tres oportunidades jefe del gobierno italiano, radicaba en que era bromista y
desabrochado como muchos de sus compatriotas, con lo cual se apartaba del prototipo de los personajes acartonados que habían gobernado después de la guerra. Aunque sus payasadas parecían en ocasiones cuidadosamente calculadas, el efecto era el mismo: despertar la pasión de esos sectores populares que, arrebatados por las apelaciones precisas a sus sentimientos más característicos, van a las urnas a votar con fervor, como en un ritual que no descarta jamás la posibilidad de que las cosas no resulten. Así fue como pudo recaudar antiguos votos de la izquierda y reanimar a una derecha desconsolada por falta de jefes carismáticos y diferentes.
Antes de irrumpir en política, Berlusconi fue protagonista de una carrera exitosa en el sector de las comunicaciones. En 1974 fundó un canal de
televisión local y luego uno de cubrimiento nacional. A los cuales fue agregando nuevos emprendimientos en el sector, que le llevaron a ser conocido empresario que, a punta de contenidos amenos de entretenimiento y concursos de gran audiencia que le gustaban a la gente, puso fin al monopolio estatal de la televisión, con lo cual quedaba abierta la avenida de su aventura en la competencia por el poder.
El ideario político del Cavaliere fue siempre difícil de precisar, aún para él. Sabía que las emociones pueden jugar en política un papel definitivo en cada campaña, y en ejercicio del gobierno. Sacaba del bolsillo argumentos que comenzaban con generalidades que luego hacía derivar hacia precisiones más o menos creíbles, según la reacción de los posibles votantes. La fórmula del éxito quedaba completa con su experiencia y su carisma como comunicador y su condición de abanderado del fútbol, que le permitió confundirse con los sentimientos arrebatados de los seguidores de ese deporte, así no fuesen seguidores del AC Milan, que Berlusconi tomó en momentos de crisis y llevó hasta las cumbres de los mejores equipos del mundo. Todo vale. Y cuando se toca por algún costado el corazón de la gente, los resultados no se hacen esperar.
Cuando irrumpió por primera vez en la política, en 1994, consiguió más del 40% de los votos y llegó a la jefatura del gobierno, para gozar y sufrir la zambullida de quienes llegan al poder sin saber del todo de qué se trata y advierten que las cosas son muy diferentes de cómo se pueden ver desde los negocios y aún desde la oposición. Esa inmersión le sirvió de experiencia y base para desarrollar una carrera política con ejercicio del poder y roce internacional nada despreciables, así su presencia en algunos foros de ese nivel fuese vista como la de un novato sin ilustración.
Berlusconi vino para muchos a llenar un vacío y a satisfacer una necesidad. Alguien tenía que ofrecerles a los italianos nuevos motivos para ilusionarse con un futuro mejor, y nadie parecía capaz de satisfacer esos anhelos mejor que ese comunicador ambicioso, desmesurado, iconoclasta y versátil, parecido a millones de votantes, capaz de cruzar y confundir fronteras a su propio ritmo. Así que su figura se quedó en el escenario por las décadas siguientes, y alcanzó a gestar escuela para muchos, entre ellos la hoy presidente del gobierno, Giorgia Meloni, que debutó como ministra junior en uno de sus gabinetes, aunque ahora no lo pudo aceptar en su coalición. Todo lejos de las figuras emblemáticas de teóricos y maestros italianos de la discusión política, y de refinados burócratas que pasaron a la condición de muebles viejos.
La idea de “volver al país grande otra vez”, copiada por otro empresario aventurero de la política en los Estados Unidos, lleva la marca de la enredada visión conservadora del “Cavaliere” y de su partido Forza Italia, a través del cual ofreció repetir en la gestión del estado sus éxitos como hombre de negocios. Planteamiento que, a través de las urnas, recibió el aval ciudadano en esos momentos de desespero que llevan a la gente a firmarles a ciertas figuras políticas un cheque en blanco, sin detenerse demasiado a pensar en los pros y contras de su paso por el poder. Todo para unos resultados claroscuros que la historia vendrá a dilucidar.
El balance de la trayectoria de Berlusconi deja, al momento de su muerte, campo para variadas interpretaciones. La sentencia político electoral sobre su paso por la política fue dictada en las últimas elecciones, en las cuales su partido apenas consiguió el 8% del apoyo popular. Todo aquello que en un comienzo le perdonaron, en su desespero, quedó ahora en manos de los jueces, que le condenaron por diferentes motivos en los últimos años, así como algunos le absolvieron, respecto de una larga serie de desafueros, de índole fiscal y sexual, que fueron minando su prestigio y su poder de convocatoria.
Aunque él mismo insistió siempre en permanecer vigente, y aspiró a un retorno triunfal, no podía escapar al desgaste de toda carrera política, que inevitablemente tiene su ocaso, con mayores o menores destellos de luz. Será difícil olvidar al Cavaliere, que en últimas tuvo que renunciar a esa dignidad antes de que lo excluyeran formalmente de ella. En la memoria colectiva quedará el recuerdo de una carrera política marcada por excesos ostensibles de indulgencia, parecida a la que muchos electores suelen practicar respecto de sus propios actos y que, de vez en cuando, extienden a cualquier político contracorriente.