La pretensión estadounidense de anexar al Canadá equivale al propósito ruso de extinguir a Ucrania.
Dentro de las similitudes entre Putin y Trump, la más sobresaliente es la de querer avanzar en la construcción de un nuevo imperio, que comenzaría con la anexión de un país vecino, cuyo derecho a existir se niega y cuya toma se invoca como designio nacional.
En el caso ruso, más ilustrado, la acción se fundamenta en una interpretación acomodada de factores históricos y culturales de proximidad. En el norteamericano sobre consideraciones confusas, cargadas de ignorancia, arrogancia y contradicciones de fondo. Ambos intentos similares, eso sí, en su contenido y vendibles a través de un discurso populista a la población del país agresor.
Pocos parecen haber reconocido la gravedad extrema de la pretensión del presidente de los Estados Unidos de anexar al Canadá, para convertirlo en un Estado más de la Unión que gobierna con talante imperial. Intención que ha debido recibir el rechazo firme de parte de la comunidad internacional, que parecería haber tomado el propósito de extinción del Canadá como uno de esos desvaríos ya conocidos de un personaje que tiene por costumbre mentir y cambiar súbitamente de opinión.
En otras palabras, respecto de esa “operación especial” contra Canadá, se han debido levantar las mismas voces que en su momento repudiaron la “operación especial” de Rusia contra Ucrania. Putin apeló de una vez a las armas y Trump busca primero destruir económicamente a su vecino, hasta ahora socio y aliado impecable, para doblegarlo y tomárselo una vez vencido, como en las épocas más primitivas de la dominación imperial.
El anuncio de pretender tomarse el país del norte, que ocupa un área mayor que la de la Estados Unidos, y tiene más agua, va más allá de un despropósito retórico. Es una declaración de guerra, pues no otra cosa puede ser el intento de extinción del vecino como Estado, ligado al Reino Unido por arreglos institucionales que confieren la soberanía nominal del país más grande de las Américas a la Corona británica.
Llamar “gobernador” al primer ministro canadiense, para darle trato igual al de cualquiera de los Estados que forman los Estados Unidos de hoy, es un acto de agresión inexcusable, desconocedor de la institucionalidad del país vecino.
También es una salida ignorante, pues existe una Gobernadora General del Canadá, Mary Simon, trigésima en ese cargo, de origen indígena, nacida en Kangiqsualuijuaq, Provincia de Quebec, que ocupa el Rideau Hall de Ottawa, residencia oficial, y actúa como jefe de Estado, designada por la Reina Isabel Segunda en 2021, por nominación del primer ministro Trudeau. Se trata también de una agresión al Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte, cuyo Rey Carlos Tercero invitó a Trump a una nueva visita oficial que tanto celebró, agradeció y exhibió como trofeo de sus ansias de ascenso en la sociedad internacional.
No por menos publicitada, la existencia del Canadá, tal como lo conocemos hoy, es el fruto de un proceso histórico, militar, institucional, político y cultural, que lleva varios siglos de desarrollo y tiene su propia identidad. Es un Estado democrático, con régimen parlamentario que funciona sin falta, un sistema federal de Provincias autónomas, y presencia y acción en los episodios más importantes de la vida internacional del último siglo, lo mismo que en las reuniones más importantes de los países líderes del mundo contemporáneo.
Desde 1497, cundo John Cabot llegó a la costa oriental del Canadá para reclamarla como posesión inglesa, y 1534, cuando Jacques Cartier reclamó Quebec para Francia, se inició una historia que llevó a guerras posteriores entre las dos potencias coloniales. Al comienzo de la revolución que dio nacimiento a los Estados Unidos, tropas de estos atacaron a los británicos en Canadá y en 1812 se produjo una guerra en la cual Canadá, con tropas de inmigrantes europeos y fuerzas indígenas nativas del territorio, se defendió de la agresión. No querían los canadienses, desde entonces, ser parte de los Estados Unidos.
En 1763 ya se había proclamado la Carta Canadiense de Derechos y Libertades, y se había consolidado una alianza que se rebeló contra el gobierno británico, al tiempo que surgía la Provincia del Canadá, que más tarde sirvió de base a la integración de Nova Scotia, New Brunswick, Prince Edward Island y Newfoundland, que redactó el British North America Act, que creó el Canadá moderno, en vigor desde 1867, cuando se reunió el primer parlamento.
Todo lo anterior bajo el concepto de una monarquía constitucional, con el rey británico como jefe del Estado, y al tiempo con autonomía total en materia de gobierno y política internacional de una federación de Provincias que después de conflictos similares a los de la consolidación de los Estados Unidos, llevaron a la configuración del Canadá que conocemos en nuestros días.
Credenciales suficientes para que hablemos de una democracia contemporánea como pocas, en cuya defensa se debería manifestar la comunidad internacional, en lugar de considerar lo de Trump como una payasada, que en realidad es una amenaza con la que no solo imita a Putin, sino que corresponde a la idea de Hitler de anexar a Austria antes de la Segunda Guerra Mundial.
En la misma lógica de Trump, y si tuviera un gobernante alucinado, el Canadá podría reclamar como provincias todos los Estados de la Unión Americana, o al menos los más cercanos a su frontera. Y así, como epidemia sin freno, si la teoría conjunta de Putin y Trump se llega a convertir en pandemia, en todos los vecindarios del mundo uno u otro Estado entraría a reclamar el territorio de su vecino, así fuese geográficamente más extenso, sobre la base de consideraciones peregrinas como la de “hacer más grande” su propio país, simplemente porque así lo quiso su dictador.
Haga cada quién sus cuentas del desorden generalizado que constituiría de verdad una tercera guerra mundial, propiciada por dos autócratas que se creen no solo invencibles sino dueños del destino del planeta.
Canadá se encuentra justamente en el proceso de relevo en su gobierno, conforme a la tradición no escrita de darles turno alternado a conservadores y liberales, en ejercicio de una democracia mucho más nítida que la de los Estados Unidos, porque depende más de las ideas que de los dólares que se puedan aportar a las campañas, y no consagrada a los altares del capitalismo salvaje, ni con enemigos internos del Estado de Derecho.
Se ha ido Justin Trudeau, después de cumplir su tramo del viaje en la jefatura del Partido Liberal y se irá en horas del gobierno. Llegará a reemplazarlo Mark Carney, antiguo Gobernador del Banco de Inglaterra y también del Banco de Canadá, con la consigna de afrontar la arremetida de Trump a través de una guerra de aranceles que, como Trudeau tuvo oportunidad de explicarlo a los ciudadanos de los Estados Unidos, afectará severamente a estos últimos. Tal vez Carney llame a elecciones para legitimar su poder, o dejarles el paso a los conservadores, según deseen los ciudadanos.
Mélanie Joly, ministra canadiense de relaciones exteriores, ha sintetizado de manera diáfana la posición de su país. Considera injustificada la agresión de los Estados Unidos contra su aliado más inmediato, al tiempo que su mayor socio comercial, en desconocimiento de una realidad económica y social que ha unido siempre a los dos países, después de las guerras fundacionales.
Advierte que la “guerra de aranceles” perjudicaría al propio pueblo estadounidense. Cuestiona la incertidumbre de los vaivenes de Trump, que amenaza, decide y luego echa para atrás, y exige definiciones. Anuncia la aproximación de Canadá a Europa, Japón, Corea, México y América Latina. Considera que la “exportación de inmigrantes” y el contrabando de Fentanilo no son más que un pretexto, contra toda evidencia, para intentar acciones que dobleguen económicamente a su país, con el complemento de la suspensión de la cooperación que les ha unido en materia militar, de seguridad y de inteligencia, para pasar a actitudes inéditas en esas materias.
¡Suficiente! ha dicho ante el mundo Mélanie. Canadá es un país consolidado y fuerte, dispuesto a defender su soberanía ante una amenaza existencial.
Sirve tomar nota de la idoneidad de una canciller.