El triunfo de Mark Carney en las elecciones generales en el Canadá obedeció en gran medida al deseo ciudadano de manifestarse en favor de la independencia del país ante la amenaza de resultar convertido en un Estado más de la Unión Americana. 

Si hubiera ganado el candidato conservador, Pierre Poilievre, el sentido de la votación habría sido el mismo. Bajo el liderazgo de uno u otro primer ministro, los canadienses fueron a las urnas con la esperanza de que un nuevo parlamento y un nuevo gobierno fortalezcan la unión entre las Provincias de un país que se debe fortalecer ante la amenaza de anexión por parte de los Estados Unidos.

Por discreta que haya sido su presencia en los escenarios más conocidos, el Canadá tiene su propia personalidad y figura entre los siete grandes del mundo, G7, además de cubrir un espacio geográfico de enormes proporciones, con la frontera terrestre más larga del mundo y extensas costas en el Pacífico, el Ártico y el Atlántico, de manera que es el segundo país más grande del mundo, por encima de los Estados Unidos. 

Los ciudadanos canadienses acostumbran impulsar el péndulo de la orientación política de los gobiernos con una alternación entre liberales y conservadores.  Los primeros a la izquierda del centro político y los segundos a la derecha. De manera que el “cambio” se vuelve bandera alternativa más o menos cada dos períodos parlamentarios. Con la ventaja de que dicho cambio no es un asalto al poder para desbaratar el estado desde sus entrañas, sino un compromiso de estilo diferente, con lealtad a las instituciones.

Con motivo de estas elecciones, los tradicionales asuntos propios de la disputa interna por el poder resultaron relegados a segundo plano, para atender las posibles incidencias de la ofensiva del presidente de los Estados Unidos. Los votantes se lo tomaron en serio. No pensaron que la idea de anexar al Canadá fuera una más de las extravagancias de un personaje que gobierna al impulso de sus fantasías, como esos emperadores romanos embriagados por el poder, para quienes países a los que consideraban inferiores eran fungibles. 

Hasta hace poco, el Partido Conservador, con Pierre Poilievre a la cabeza, dominaba ampliamente en las encuestas. No le faltaban razones ni argumentos, pues el gobierno liberal de Justin Trudeau, cercano a completar dos períodos, estaba suficientemente desgastado. También hasta ese momento el discurso de Poilievre trataba de asemejarse al de Trump en materias como costo de vida, resistencia a la cultura “woke”, inmigración y carga tributaria. Los liberales parecían destinados a ceder el poder, en virtud de la oscilación tradicional del péndulo. 

Cuando Trump decidió llamar a Trudeau “gobernador” y no primer ministro, cosa que, a él mismo, como presidente, le habría causado escaldaduras, y cuando cometió el abuso de anunciar su deseo de anexión del Canadá, equivalente a la anexión de Austria por Hitler, todo se descompuso. Trudeau aceleró su salida del gobierno para propiciar un relevo que quedó en manos de Mark Carney, que había sido gobernador del Banco de Canadá y también del Banco de Inglaterra, esto último a lo largo del Brexit. Su partido estimó que tenía suficiencia para afrontar, encima de todo, la arremetida adicional de Trump al echar por tierra el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica e imponer aranceles impensables a Canadá, su vecino, amigo y eterno aliado del norte. 

Con su aureola de economista de alta gama y experiencia, y con sus expresiones serenas y firmes ante la arremetida de Trump, la gente terminó por cambiar de opinión y decidió en las urnas escoger a Mark Carney, por pequeño margen, sobre un Poilievre que tuvo que acomodar su discurso a las nuevas circunstancias. A los conservadores ya no les servía, como hasta el fin del año pasado, el espejo de los republicanos de los Estados Unidos, y el populismo de Poilievre se volvió cada vez menos creíble. 

El resultado no fue contundente. Los liberales ganaron las elecciones, pero quedaron ligeramente cortos en curules para contar con una mayoría, de manera que ejercerán un gobierno minoritario que deberá negociar cada proyecto con otros partidos. Los conservadores perdieron las elecciones y también a su líder, que no salió elegido al parlamento, de manera que deben comenzar por escoger su reemplazo. Trabajo tienen en un país de tradición de oposición constructiva. Y ya se verá qué pasa cuando Carney se desgaste.

Por ahora, todos tienen unos propósitos comunes: consolidar la unidad nacional, borrar las fronteras entre Provincias que no son demasiado afines, salvar la economía de la agresión que implica romper de hecho el tratado de libre comercio por parte de los Estados Unidos y esperar qué tanto Carney puede cumplir con todos esos anhelos juntos. 

También queda abierto un nuevo capítulo en el frente internacional. Lo primero allí será establecer el nuevo modelo de las relaciones con los Estados Unidos, mientras pasa la andanada de Trump, así el deseo de éste sea el de permanecer en el poder como sus admirados Putin o Xi. A sabiendas de que, pese a la obligada actitud recia de Carney, volverán los días en que la relación entre Canadá y la Unión Americana sea otra vez consecuente con su vecindad, su historia fraternal y sus intereses compartidos.

Para no ir muy lejos, deberían intensificar las relaciones con México, víctima común de la ruptura del tratado de libre comercio que el propio Trump firmó y proclamó como el mejor del mundo, como todo lo que firma. Y podrán abrir nuevos frentes en las américas, donde un nuevo Canadá puede ser más protagónico en la vida continental. 

China aspira a convertirse en nueva aliada del Canadá, pero los líderes de ambos partidos no ven con buenos ojos una oferta que en el largo plazo podría dejar a su país desacomodado para siempre con los Estados Unidos, con los que, a pesar de Trump, comparten muchas cosas. 

Las relaciones con India, afectadas por las acusaciones de Trudeau al gobierno indio por su aparente participación en el asesinato de Hardeep Singh Nijjar, seguirán siendo tensas y ambos países buscarán obrar con pies de plomo, debido a la creciente presencia de ciudadanos canadienses de origen indio, que juegan papel importante en muchos frentes. 

Quedan abiertos en cambio otros canales, del otro lado de la costa occidental canadiense. Allí están Corea del Sur y Japón. También están Australia y Nueva Zelanda, anglófonas y con experiencias y valores comunes. Y del lado atlántico están ya abiertas las puertas de Gran Bretaña y la Unión Europea, que ven en el Canadá un gigante discreto, estratégicamente ubicado entre el polo norte y los Estados Unidos.

Mark Carney es el primer líder de un país significativo elegido bajo la amenaza del modelo agresivo de Donald Trump, y es claro que su actitud ante el presidente estadounidense jugó papel esencial en su triunfo. Por eso se ha convertido en símbolo de la resistencia a quien se considera a sí mismo, de hecho, presidente del mundo. 

Ahí está ahora en Ottawa una figura política que muestra cómo un país se puede unir para afrontar una amenaza común y rechazar, con el ejercicio del poder en las urnas, las ambiciones de uno de esos extraños personajes contemporáneos que pretenden gobernar al oído y no respetan el Estado de Derecho ni la armonía internacional.

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