Cuando se comienza a vislumbrar el término de un mandato presidencial, y sin perjuicio de que haya quien lleve la cuenta regresiva desde el primer día, la atención se vuelve más aguda respecto de la huella que el gobernante va a dejar. Siempre quedarán vestigios de su paso por el poder. A ello contribuyen, dentro de un sistema de reglas democráticas, su actitud ante los problemas, la forma como maneje sus relaciones con otros poderes, el modo de referirse a sus propias acciones, la manera en la que critique a quienes les critican, su uso del idioma, su tono, su forma de razonar, su estilo personal y hasta su forma de ver y vivir la vida.

Lo anterior se traduce en un estilo que se manifiesta primero que todo a través de la palabra, que lleva un sello que algunos se complacen en imitar y otros en repudiar. Así es la vida política, llena de emociones pasajeras frente a las cuales los gobernantes deben desarrollar una particular sensibilidad para no someter a la gente al infortunio de sus propios altibajos o contradicciones, ni a la falta de armonía entre lo que se dice y lo que se hace.

Precisamente lo que se hace, o se deja de hacer, se convierte en el complemento de la palabra, y termina por ser el factor determinante del éxito o el fracaso de un gobernante a la luz de la opinión interna e internacional, pues existe también una dimensión que desborda las fronteras del respectivo estado y produce uno u otro efecto, según el ingenio, la sabiduría y la pertinencia de lo que el líder temporal de un país pueda aportar en el escenario internacional.

Indonesia vive hoy la experiencia inédita de la cercanía del relevo de un presidente sui géneris, que llegó al poder procedente de donde no habían venido sus antecesores. Joko Widodo, “Jokowi”, no proviene de la tradicional élite política, ni de la militar. En realidad, nació en un tugurio de Surakarta, isla de Java, y después de sus estudios universitarios montó un negocio de carpintería que lo convirtió en exportador de muebles, hasta que decidió incursionar en la política.

Sus credenciales de emprendedor y generador de empleos, administrador en el duro mundo de la competencia abierta, le sirvieron para concursar exitosamente por la alcaldía de su ciudad natal, para ser luego elegido, en 2012, alcalde de Yakarta, la capital nacional. En esa ciudad de 10 millones de habitantes, cuya población se cuadruplica si se tiene en cuenta la región circundante, Jokowi consiguió mejorar la calidad de vida de la metrópolis y en particular impulsar la transición del sistema TransJakarta, de buses con carriles exclusivos, al MRT Yakarta, un metro con todas las de la ley. Sobre la base de su trayectoria como administrador de lo público, resultó elegido en 2014 presidente de la república y reelegido en 2019.

Widodo no es hombre de retórica que se dedique a encender ilusiones. No pretende ser conocedor de todo, ni filósofo de causas sobrenaturales. No se abrió paso, ni se ha sostenido, a punta de escandalizar ni de decir cosas con el cálculo de lo que la gente quiere escuchar. Vive, en cambio, pendiente de cómo van las cosas y de cómo se vive la cotidianidad. En pocas palabras, no tiene ego de caudillo grandilocuente sino de administrador.

Su primer gobierno nacional lo dedicó a la dotación de una nueva infraestructura para su país, sobre la premisa de que era necesario contar con ella para apalancar un salto adelante en el proceso de desarrollo. Entonces se lanzó a construir calles, autopistas, aeropuertos, sistemas de buses, metros y trenes de alta velocidad, como el que une a Yakarta con Bandung. Para lo cual realizó acuerdos con el Japón, China y Corea del Sur, que en algunos casos le entregaron las obras “llave en mano”, con transferencia de tecnología a los ingenieros y operadores indonesios.

En su segunda presidencia, que termina en 2024, Widodo adoptó como prioridad la educación y el empleo, para dotar al país de una fuerza social motora de una economía de mercado vigorosa, activa en todos los frentes. Así, con la combinación de las prioridades complementarias de sus dos administraciones, el presidente se irá luego de haber cumplido una tarea cuyos rasgos se pueden fácilmente identificar.

El presidente saliente de Indonesia no dedicó sus esfuerzos a pronunciar discursos con el ánimo de cambiar el mundo, ni de combatir o debilitar el capitalismo, a pesar de que su país tiene el peso específico y el valor político – cultural, de ser el de mayor población musulmana en el planeta, con 273 millones de habitantes, una economía que se encuentra entre las 20 primeras, por encima de Holanda, Turquía, Suiza y Arabia Saudita, y un liderazgo internacional reconocido, que llevó precisamente a que “Jokowi” presidiera conferencias regionales y participara como invitado en foros de talla mundial.

Joko Widodo ha sido un realizador de proyectos. Se ha caracterizado por dedicarse más a la acción que a ese discurso con el que los gobernantes de pronto se tratan de adornar. No faltará quien lo critique por su baja producción de pretensiones intelectuales o filosóficas, ni quien le cuestione por su pragmatismo y su cercanía de tono menor con la temperatura de los sentimientos populares, sin adoptar la pose de redentor al que todos le deberían agradecer su existencia y su paso por el poder.

A Widodo lo van a recordar por la coherencia entre lo que dijo y lo que hizo. Aun así, tampoco faltará quien lo descalifique por no haber podido hacer todo lo que prometió. Desde el principio obró como si tuviera conciencia de que cada día que pasa se acerca el fin del mandato de todos los gobernantes, aún de los que se han querido perpetuar en el poder. Como si hubiera tenido conciencia plena de que el ejercicio de las responsabilidades asumidas no da espera. Como si supiera que el precio de la incompetencia de los gobernantes termina por pagarlo el pueblo.

La atención política de Indonesia se orienta ahora a la escogencia de un sucesor adecuado para este gobernante que, estando lejos de la perfección, estuvo cerca de lo que su país necesitaba en estos años. Lo cual resulta no solamente válido sino deseable, pues hay momentos en los que sirve más la trascendencia de la idoneidad que el ilusionismo de la palabrería, que puede llegar a sacudir las almas, pero no resuelve los problemas.

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