En la lógica noruega, el presidente Erdogan podría ser candidato al Nobel de Paz. También los líderes de la legendaria guerrilla del PKK, que este año resolvieron desmovilizarse, entregar las armas, “quemarlas” y sumarse a la institucionalidad del país que consideraban su opresor. Falta por verse si al interior del movimiento guerrillero se presenta unidad en ese propósito, y cuáles serán tanto el esquema de administración de la región kurda del lado turco como las implicaciones internas e internacionales de una nueva realidad, que afecta a Irán, Siria e Irak, en cuanto alojan comunidades de la etnia kurda, unidas por una cultura antigua que ha soñado consolidar un Estado nación.

El PKK, Partido de los Trabajadores de Kurdistán, irrumpió en el escenario de la vida turca en los años 70 del siglo pasado como organización política marxistaleninista, con una facción armada, en busca de fundar un Estado kurdo independiente. Las limitaciones impuestas por algunos gobiernos turcos en materia política y cultural, sirvieron de base al fortalecimiento de la organización, que debido a sus acciones de guerra irregular vino a ser considerada terrorista por Turquía, los Estados Unidos y la Unión Europea. 

Para sorpresa de muchos, hace cuatro meses el PKK declaró un alto al fuego y anunció la disolución de su organización militar para integrarse a la vida política turca. Al mismo tiempo quedó claro que, como lo había propuesto su jefe histórico, Abdullah Öcalan, ya no se espera la fundación de un Estado kurdo independiente, sino la obtención de un estatus de “autonomía democrática” que, dentro de la República de Turquía, permita un cierto margen de devolución y autogobierno a la comunidad kurda del país. 

La trayectoria del PKK se inserta en un largo proceso que, en su versión reciente, comienza con el desmonte del Imperio Otomano al final de la Primera Guerra Mundial. Ese Imperio, que seguía el antiguo modelo persa de conceder cierta autonomía a las muchas nacionalidades que dominaba, había acostumbrado a los kurdos a gozar de ciertos privilegios, dentro de un espacio que, con el reparto territorial posterior a la guerra, quedó dividido entre Turquía, Irak, Irán y Siria. De manera que cada uno de los pedazos del Kurdistán, tierra de los kurdos, quedó sometido a una jurisdicción distinta, eso sí con la idea de fondo de una reunificación nacional bajo la forma de un Estado propio.

El PKK puso en evidencia en los titulares de la prensa mundial “la cuestión kurda”, y alimentó una discusión sobre el respeto de derechos fundamentales, como el de usar el idioma propio en el seno de su sistema educativo, mantener tradiciones muy antiguas y consolidar su autodeterminación. Planteamientos controvertidos dentro del espacio político turco, que reprimía las manifestaciones violentas mientras, con altibajos, aumentaba o reducía los espacios para los kurdos dentro de una nación multiétnica. 

Los kurdos, que no son árabes, ni turcos, ni persas, y que habitan una región “a caballo” de los Montes Zagros desde antes de la llegada de los turcos, provenientes del centro del Asia, hicieron figurar su causa en diferentes instancias internacionales, desde la caída del Imperio Otomano. La interferencia de los británicos, a cuyo cargo quedó Irak, y de los rusos, con interés en influir en Persia y su vecindario, empantanaron cualquier iniciativa viable de unidad e independencia. 

El fortalecimiento del nacionalismo coincidió con el del nacionalismo turco, que se jugaba el todo por el todo después de la Gran Guerra. Aunque muchos kurdos, insertos en la vida turca de manera integral, ayudaron a Atatürk en la lucha fundacional del Estado turco. En realidad, en ciertos momentos las ideas de independencia se alimentaban más desde Estambul que desde las montañas habitadas por campesinos a quienes poco importa quién gobierne, con tal que haya pan. 

A partir de los años 60 del Siglo XX, eran variados los actores de la acción política kurda. Lo cual obedecía a la presencia de diferentes tribus, grupos, familias y partidos, además de una diáspora de aquellas que predican proyectos políticos desde el confort de la distancia. Aunque ciertamente, con el auge de los medios de comunicación, se vino a agregar un ingrediente popular de soporte a la guerrilla asentada en las montañas. 

El rapto cinematográfico de Abdullah Öcalan, “El Tío”, que tuvo lugar en 1999 camino del aeropuerto de Nairobi, cuando comandos turcos, con el apoyo de la CIA y aparentemente del Mossad, les quitaron de las manos a los griegos al jefe guerrillero, que iba a tomar un avión para ser llevado a Atenas, camino de La Haya a tratar de arreglar su situación ante la Corte Penal Internacional, señaló un cambio profundo en el curso de la confrontación entre los gobiernos turcos y la subversión. El líder guerrillero terminó por ser encarcelado en Turquía, donde aún permanece en aislamiento.

De paso, vale la pena recordar que el hecho truncó, entre otras, la fulgurante carrera política de Thódoros Pángalos, canciller de Grecia, que ante semejante fracaso en el intento de proteger a Öcalan, se tuvo que retirar de la vida pública y de su aspiración a ser primer ministro y presidente de la República Helénica, como parecía ser su destino.  Castigo político normal en una democracia en la que gobernantes y funcionarios pagan, ahí mismo, por sus imprudencias, sus desatinos y sus chambonadas. 

Después de ser condenado a muerte, y luego a prisión perpetua cuando la pena capital fue abolida, Öcalan modificó su postura favorable a la independencia kurda, lo mismo que su afiliación marxistaleninista, y planteó más bien la idea de un “confederalismo democrático” que conferiría a los kurdos una buena dosis de devolución de poderes y autonomía dentro del Estado turco. Por supuesto con la desactivación de la lucha armada, que sólo vino formalmente a culminar con un llamado reciente, de este año, a la desmovilización completa del PKK.

Los altibajos de la relación, de confrontación y negociación, entre el Estado turco y el PKK estuvieron marcados por la presencia e influencia del presidente Recep Tayyip Erdoğan. Su proyecto político, que ha desarrollado a lo largo de una carrera ininterrumpida de dos décadas, ha oscilado entre la flexibilidad para integrar a los kurdos como parte de la vida ordinaria de la República, y la confrontación armada cuando así lo han exigido las circunstancias de control territorial. Con el ingrediente adicional de intervenir en la situación de la región kurda de Siria y estar pendiente de la de Irak. 

Aparte de la lucha armada, y de las reivindicaciones políticas y jurídicas de los kurdos de Turquía, su comunidad ha jugado un papel importante en la vida turca en los más variados escenarios. Y no podría ser de otra manera, si se tiene en cuenta que un grupo humano que se calcula en 20 millones de personas tiene aspiraciones diversas y no está necesariamente comprometido con la misma causa. Además de que existen en el país numerosas familias mixtas, comenzando por la del propio Öcalan. 

Desde el punto de vista político, lo más significativo es que, a pesar de idas y vueltas, permisos y detenciones, los kurdos han tenido representación en el parlamento, e inclusive ha formado parte de agrupaciones cuyo apoyo resulta definitivo para apoyar o no a determinado gobierno. 

La desmovilización del PKK, su desaparición como fuerza guerrillera, la quema física de sus armas, y el propósito de integrarse a la vida ordinaria del país, han resultado satisfactorios para muchos, decepcionantes para otros y objeto de incógnitas que están por despejar.

Están por saberse muchas cosas: si Öcalan sería liberado, si sus propuestas de “autonomía democrática” pueden ser aplicables, si todas las armas han sido entregadas, si el desmonte de la organización es entendido por algunos como una rendición inaceptable, y si Turquía puede consolidar un nuevo grado de unidad y armonía que le permita ejercer ese papel importante que está llamado desde siempre a jugar quien tenga en sus manos uno de los parajes más valiosos en el mapa estratégico del funcionamiento del mundo.

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