Conviene no confundir la decadencia de los sistemas políticos, los partidos, los legisladores y la clase gobernante, con la de los pueblos. Aunque es claro que los pueblos pueden llegar a caer en desgracia por culpa de gobernantes ineptos o desatinados.

La insuficiencia del liderazgo político no condena necesariamente a toda una nación al fracaso, siempre y cuando el problema se advierta a tiempo y se obre de manera adecuada. Para ello existen múltiples lazos, internos y exteriores, entre factores de poder diferentes del gobierno, que pueden suplir sus deficiencias, mientras toma el relevo, por la vía democrática, algún equipo más idóneo.

En otras palabras, los países aprenden a “andar solos” por algún trecho, mientras encuentran un liderazgo adecuado. Sólo que tienen que ponerse en el oficio de buscarlo. Si dejan pasar la oportunidad, las consecuencias de la ineptitud de los gobernantes pueden ser devastadoras.

En la “platea” del teatro de los acontecimientos públicos las cosas terminan por adquirir uno u otro carácter cuando la gente aprende a ser protagonista de su destino. Esa es la ventaja de la democracia. Y sobre eso debe existir una conciencia popular lo mejor informada que sea posible, para que, en “tiempo histórico” cada quién se esfuerce por “salir adelante”, sin esperar que el Juan Domingo de turno le arregle las cosas sin que sea necesario poner nada de su parte.

La presencia de “redentores” improvisados es uno de los riesgos que se pueden presentar en la búsqueda de salidas a procesos que aparentemente van camino de perder el rumbo trazado a partir de la fórmula de unas instituciones y una experiencia política. Salida dentro de la cual han de jugar un papel protagónico no solamente los partidos, si quieren continuar vigentes, sino los legisladores, los jueces, los “orientadores de opinión”, y los ciudadanos en ejercicio.

Con cierta frecuencia toman fuerza profecías sobre la decadencia, e inclusive la inevitable y eventual disolución de los Estados Unidos. Pero luego los hechos muestran que el país sobrevive, a pesar de los yerros de sus gobernantes y de las maniobras de algunos en la interpretación del esquema institucional que proviene de los actos fundacionales de la Unión Americana.

Así pasó con motivo de la presidencia de Trump, que retiró al país del ejercicio de responsabilidades en escenarios en los que mantenía una posición de preeminencia, con el propósito de retornar a una grandeza que jamás explicó en qué consistía, mientras aplicaba un aislacionismo que, en el caso de una potencia, resulta la negación de su significación y el retorno a una cueva de cíclope.

Lo cierto es que, a pesar de la extraña experiencia de haber tenido a ese personaje en la presidencia, sin perjuicio de lo que pase internamente, y todavía por un tiempo, cualquier clasificación de las potencias mundiales tiene inevitablemente como referente a los Estados Unidos. Si otro país aspira a ser potencia de talla global, lo primero que ha de hacer es medir sus posibilidades respecto de los Estados Unidos. Si no lo hace, o no lo quiere hacer, demuestra que no da todavía la talla.

Siendo lo anterior inevitable, hay que ver hasta dónde la interpretación del mundo por parte de los candidatos a gobernar ese país es acertada. Incluyendo, claro está, la del presidente en ejercicio. Exigencia que adquiere particular relevancia, pues no hay que olvidar que el modelo político federal le confiere al presidente poderes residuales en el orden interno, mientras que, hacia afuera, le atribuye la representación de todos los Estados. De manera que el que resulte elegido termina por ser protagonista de un mundo que en muchos casos no conoce, pero que tiene que atender, como el heredero de un almacén al que concurren clientes de toda clase en busca de una amplia variedad de productos.

El panorama de la futura presidencia presenta inquietudes por todas partes. Un presidente octogenario que, contra su promesa de hace cuatro años, insiste en volver a correr la carrera, cierra el paso a nuevas generaciones del Partido Demócrata. No caben dudas de su veteranía, pero cada vez se entiende menos lo que dice y lo que piensa. Su no intervención en busca de un cese del fuego en Gaza le hace mella a su imagen dentro y fuera de su país.

Por el lado republicano el espectáculo resulta para muchos aterrador. Los sucesores de quienes sacaron de la presidencia a Nixon por unas grabaciones ahora defienden a Trump, que cercano a los ochenta años mantiene un discurso elemental y tiene más de noventa procesos de diferente índole ante la justicia. Las encuestas registran un apoyo popular que favorecería al expresidente que habilidosamente hace política a partir de su comparecencia a los juzgados, entre otras cosas para irrespetar a la justicia.

Los debates republicanos parecen organizados para mostrar lo que no debe ser un debate político de altura. El referente es el ausente Trump. Las estrategias tienen que ver con él, a quien se invoca en muchos casos, o se apela a sus “tácticas políticas”, como lo muestra la grosería de machito hacia una dama por parte de un tal Vivek Ganapathy Ramaswamy, hijo de inmigrantes indios y empresario farmacéutico de 38 años, venido a más, cuando insultó de manera ignominiosa e impune a una candidata a candidata. Curiosa farsa, porque nadie verdaderamente serio participa en un concurso a sabiendas de que hay un ganador seguro. Salvo tal vez la esperanza de que Trump resulte “desclasificado” y deje el campo libre.

En el mismo lote destaca otra descendiente de indios del Punjab, Nimarata Nikki Haley, que fue gobernadora de Carolina del Sur y embajadora de los Estados Unidos ante las Naciones Unidas. Nikki por lo menos tiene algo de programa y entiende mucho más del mundo que los otros, como el gobernador de La Florida, que no sabía ubicar geográfica ni políticamente a Ucrania, y mucho menos entender la trascendencia de lo que allí sucede. La cometa de Haley, sin duda, resulta en ese concurso la de más alcance.

No cabe duda de que los Estados Unidos viven una situación de zozobra debida al estancamiento de los partidos, la ausencia de generaciones de relevo en la dirigencia política, la liviandad en el congreso, y una creciente desconfianza de algunos sectores en las instituciones.

A los ciudadanos corresponde reaccionar frente a esa situación, con oportunidad de las próximas elecciones. Pero antes, en lugar de dejar que pase el tiempo y llegue el momento de las urnas bajo esa condición de bloqueo que ahora se vive, debería darse allí un debate en busca de nuevo liderazgo. Mientras tanto, el país no se ha desvanecido pues la propia inercia de los procesos internos lo mantiene a flote. Pero esa capacidad de flotación tiene tiempo limitado.

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