La tormenta que desató el propio presidente Macron cuando en junio pasado disolvió la Asamblea Nacional y llamó a elecciones relámpago, en las que fue derrotado, no ha hecho sino crecer. La caída del gobierno de su primer ministro, Michel Barnier, luego de la censura parlamentaria que lo obligó a renunciar, anuncia una turbulencia continuada.
Desde la fundación de la Quinta República, bajo una Constitución diseñada para la talla del General De Gaulle, las instituciones francesas han funcionado bajo un esquema que combina características del régimen parlamentario con una presidencia que tiene prelación respecto de las grandes decisiones de Estado.
Esas grandes decisiones incluyen el manejo del poder nuclear, la representación internacional del país y la potestad de designar primer ministro y cambiarlo cuando lo crea conveniente. Sólo que éste debe contar con apoyo suficiente en la Asamblea Nacional para que sean aprobadas las leyes que proponga, y puede ser objeto de censura.
Cuando un partido de oposición al presidente resulta ser mayoritario en el parlamento, el jefe del Estado, sin perder del todo su poder, se ve obligado a designar jefe de gobierno a un representante de esa mayoría opositora y “cohabitar” con él en un reparto de funciones molesto para ambos. Con voluntad y compromiso republicanos el esquema hasta ahora funcionó cuando se tuvo que poner en práctica.
En 1962, recién fundada la Quinta República, la Asamblea censuró al gobierno del primer ministro Georges Pompidou. La situación se arregló fácilmente: De Gaulle, que era presidente, disolvió la Asamblea, su partido ganó las elecciones, y lo volvió a nombrar. Desde entonces, ninguna moción de censura prosperó, hasta este 4 de diciembre.
La situación de ahora es distinta. Macron no es De Gaulle. Su idea, gaullista tal vez, de disolver la Asamblea para frenar la amenaza de la derecha radical, obtener apoyo en las elecciones inmediatas y consolidar su poder, no funcionó. Ahora ha dicho que no comprendieron su propuesta, que tenía por objeto clarificar el panorama político y buscar un agrupamiento en el centro, en torno de él.
La Asamblea quedó partida en cuatro, sin que nadie haya obtenido nítida mayoría para gobernar. Una alianza de izquierda, el Nuevo Frente Popular, resultó primera en los comicios. El partido de Macron de segundo. La derecha radical de Marine Le Pen, tercera, y los tradicionales republicanos, de centro derecha, en último lugar dentro de los grandes partidos.
En Francia no existe la tradición de hacer coaliciones de gobierno, como es usual en Alemania, y nadie lo intentó. Más bien Macron resolvió designar primer ministro a Barnier, prohombre del partido que quedó en cuarto lugar, confiado en sus dotes diplomáticas de jefe de la negociación del Brexit, para que presidiera un gobierno que, con apoyo precario y variable, buscara consensos para legislar, mientras hay nuevas elecciones, que según la Constitución sólo pueden tener lugar dentro de diez meses. Ese es el gobierno que acaba de caer.
A partir de su primer puesto en la última elección, la izquierda reclamó el “derecho a gobernar”, aunque no tuviera mayoría suficiente. Petición no atendida que motivó su propósito de derribar a Barnier y buscar la renuncia de Macron. La derecha se reservó el apoyo a uno u otro proyecto, según su conveniencia, hasta que en los últimos días intensificó su tono contra un gobierno frágil que apenas hizo funcionar por tres meses la administración.
La aprobación del presupuesto fue momento de definiciones. De cada extremo salieron actitudes que convergían en una posible moción de censura. El gobierno saliente trató de negociar con la derecha extrema, pero las concesiones que hizo no satisficieron a Marine Le Pen, que terminó sumándose a una moción de censura procedente de la izquierda radical.
No se trató de una alianza de los extremos del espectro político, sino de una “oportunidad conveniente” para los partidos radicales, que por lo demás no se pueden ver. Ambas agrupaciones pasaron por encima del llamado de Barnier a ejercer la responsabilidad de hacer funcionar el Estado y el país. El gobierno, por razones entre lógicas y mezquinas, tenía que caer.
En el trasfondo de la postura de Le Pen no deja de figurar su afán de precipitar una elección presidencial, ante la inminencia de una decisión judicial por el presunto uso indebido de fondos del Parlamento Europeo, que, si sale en su contra, la dejaría inhabilitada para concursar por la presidencia, su sueño dorado, en 2027. Mientras que, según su agenda, si ganara prontamente la presidencia, tendría inmunidad.
Todo converge ahora en la figura, la persona y la vigencia política del presidente Macron. Por una parte, debe buscar nuevo primer ministro bajo circunstancias inéditas. Si tratara de nombrar a alguien de su propio partido, o del centro derecha, tendría en contra las mismas fuerzas que acaban de tumbar a Barnier. Es claro que no nombraría a alguien de la extrema izquierda o de la extrema derecha, pues las considera asociadas en un “pacto anti republicano” y en ambos casos las demás fuerzas políticas no apoyarían semejante gobierno.
Por otra parte, debe afrontar la arremetida que tiene por objeto sacarlo del poder. Según el modelo institucional, el presidente en casos como este no tiene que dimitir. Por el contrario, como él mismo lo acaba de afirmar en una alocución trascendental, su oficio es el de señalar el rumbo del país y buscar la convivencia por encima de las fuerzas proclives al caos, que, en sus palabras, obraron con irresponsabilidad y en actitud contraria al compromiso con la República, que es tradición y fortaleza de Francia.
Macron, que no piensa incurrir en el pecado de gobernar solo para quienes votaron por él, anunció que designará un premier ministro capaz de conciliar las aspiraciones de diferentes sectores, para que el país pueda marchar con confianza no solamente hasta una nueva ocasión de elegir parlamento sino también presidente, luego del período que se propone terminar. Su oficio es “presidir”, y se piensa quedar para servirle al país. En ese sentido ha llamado a los ciudadanos a rodearlo y contribuir.
Por ahora, es indudable que el presidente ha perdido fuerza en el seno de una nación afectada por la deuda pública, la desazón y un deterioro del funcionamiento de las instituciones que no se había visto en décadas. Hacia afuera, su capacidad de acción también se ha visto debilitada, pues nadie puede ser fuerte ante el mundo si no tiene el apoyo de su propia gente.
Las noticias de Francia no son buenas para la solidez de la Europa Comunitaria y la fuerza política y estratégica del mundo occidental. Si se tiene en cuenta que el canciller alemán también ha quedado en interinidad luego de la caída de su gobierno, la alianza francoalemana, considerada “eje y motor de la Unión Europea”, está más débil que nunca, justo en un momento que requiere de especial fortaleza ante la guerra de Ucrania y la llegada de Trump otra vez al poder.
Por ahora habrá que voltear la mirada hacia Giorgia Meloni, que ha resultado mucho más sensata, conciliadora, firme y confiable, de lo que todos esperaban. Su discurso en favor de los valores occidentales y su compromiso con Europa son buena carta de presentación.