El presidente sirio Ahmad al-Sharaa entró hace unos días por una discreta puerta lateral a la Casa Blanca para sostener el primer encuentro, en ese lugar, con quien ejerce la presidencia de los Estados Unidos bajo la premisa y con la fórmula de hacer que otros trabajen un poco más en la atención, promoción y defensa de sus propios intereses, mientras él se reserva los beneplácitos, en cuanto sean favorables a esa idea borrosa que tiene de un mundo en el cual él es el único y último con la potestad de aprobar o reprobar lo que le suene bien. 

Hasta antes de la visita, los gobernantes sirios estaban proscritos de los grandes escenarios de la diplomacia occidental, aunque siempre fueron bien recibidos en el Kremlin de Moscú. Gobiernos y organizaciones políticas y armadas asentadas en territorio sirio figuraban en las listas negras de la oposición a los intereses de occidente, a los de Israel, y a los de otros vecinos como Turquía, en medio de un proceso enredado y pleno de violencia en todas las direcciones.

Por supuesto, Siria no fue anteriormente proscrita como en tiempos modernos.  El control de ese territorio fue objeto de disputas múltiples y en su control figuran los asirios, los persas, Alejandro Magno, los Imperios Romanos, los árabes, y los otomanos, antes de que fuera adjudicado a la protección de Francia luego de la guerra que terminó en 1918. 

Desde entonces, incontables golpes de mano e intentos de establecer un poder estable terminaron por dejar el trofeo de su gobierno, a las malas, primero a Hafez al Assad y luego a su hijo Bashar, miembros de una minoría acosada todos los días por enemigos internos y externos, y a la vez protegida por poderes foráneos dentro de los cuales el más constante fue Rusia, beneficiaria de concesiones como la de una base aérea y el puerto de Tartus, lugar único de anclaje de la flota rusa, a su acomodo, en el Mediterráneo.

El nuevo presidente Al-Sharaa, que logró dar al traste con la dictadura de los Assad y desatar el recuento de sus crímenes incontables a lo largo de una guerra civil crudelísima en la cual también participó, ya se había entrevistado con Trump en Arabia Saudita, a instancias del príncipe Mohamed bin Salmán bin Abdulaziz Al Saud. Personaje que conoce bien los gustos del presidente americano, susceptible de sucumbir ante el encanto de las apariencias de los “tipos duros”, ojalá de su estatura física, con apariencia de guerreros difíciles de doblegar, siempre y cuando, eso sí, se porten hacia él con la debida reverencia.  

Su entrada a la Casa Blanca no podía revestir, todavía, la apariencia protocolaria de Trump esperándolo en la puerta. Al-Sharaa apenas acababa de ser beneficiado con el levantamiento de las sanciones que contra él pesaban, como pesaba todavía su pasado de prisionero de los Estados Unidos en Irak y su condición anterior de terrorista en las listas occidentales. 

La visita, en todo caso, significaba un triunfo extraordinario para alguien que, luego de conquistar el poder al cabo de una larga lucha armada, que dio por fin al traste con la dictadura de los Assad, busca abrir puertas, aún las más difíciles, para que su país pueda “normalizar” sus relaciones en todas las direcciones posibles.

Los medios no nos recordaron que el presidente sirio había visitado recientemente Moscú, en visita de trabajo, para reanimar las relaciones con Rusia, interesada también por su parte en abrir un nuevo capítulo de cooperación con Siria, impulsada por el mismo interés estratégico de siempre: mantener sus bases naval y aérea en ese territorio valioso del Mediterráneo oriental.

Tampoco parece haber sido objeto de mención especial la compañía, en la reunión, del ministro turco de relaciones exteriores, Hakan Fidan. Presencia de alto valor y significado, que subraya la importancia que a los ojos de Washington tiene el papel de Turquía no solo en el caso sirio, que es de su inmediato interés, sino en el desarrollo de la agenda internacional del Oriente Medio. Geografía y política obligan, y diplomacia exige.  

Para ambientar el encuentro, Al Sharaa y su ministro de exteriores Assad al-Shaibani habían puesto a rodar, lo mismo que sus nuevos amigos, el almirante Charles B. Cooper y el general Kevin J.Lambert, altos oficiales americanos en el Medio Oriente, un video en el que aparecen los cuatro haciendo lanzamientos de baloncesto. Muestra de la intención de ambas partes de producir una imagen de transformar un pasado traumático en un futuro posible de entendimiento. 

Aunque la visita del presidente sirio a la Casa Blanca no produjo el espectáculo de los llamativos acuerdos económicos típicos de la nueva era Trump, marcó el inicio de una fase diferente en las relaciones de Siria con el mundo, al confirmar su habilidad para entenderse con las grandes potencias cuya amistad requiere para relanzar el destino de su país. 

Esto encaja muy bien en el nuevo modelo de acción de los Estados Unidos, que no se sabe cuánto dure, y que encuentra en el caso de Siria una prueba gratuita aunque también significativa de su efectividad. No intervención directa, en lo posible, y en su lugar pactos puntuales con diferentes actores orientados a buscar estabilidad y, sobre todo, defender las prioridades estratégicas americanas, dentro de las cuales siempre está, como denominador común, a veces más y a veces menos ostensible, su amistad inquebrantable con Israel.  

Los Estados Unidos no se han comprometido a arreglar nada en Siria. Para eso están primero que todo los propios sirios, que deberán demostrar su capacidad para producir un clima interno de acercamiento con grupos que todavía no reconocen la autoridad del gobierno provisional de Al Sharaa. Por lo demás, ahí están los Estados del Golfo, interesados directos, por múltiples razones, en la estabilidad siria, promotores de la apertura hacia Trump, que les permite participar en la aventura de invertir en ese territorio donde está todo por reconstruir. 

Turquía sería el “árbitro asistente”, interesado en que se desactive la fuerza kurda todavía existente en Siria, que forma parte de esa familia de los kurdos que luchan por su futuro político como Estado y actúan, con altibajos y todo tipo de esfuerzos, en busca de ese propósito desde sus asentamientos tradicionales no solo en territorio sirio sino en Turquía, Irak, Irán y hasta en Armenia. A lo cual hay que agregar que los turcos, capaces como pocos de dialogar con Washington y Moscú a la vez, tienen interés en volverse indispensables para todas las partes. 

Seguramente el nombre de Israel y su demostrada capacidad militar fueron parte de la conversación en la Casa Blanca. Eso es inevitable, pues Siria desea encontrar algún ángulo para que se pueda al menos vislumbrar una distensión que le resultaría muy conveniente ante la implacable actitud de Israel dondequiera y cuandoquiera que identifique amenazas para sus intereses. Con seguridad los israelíes conocen todos los detalles de la reunión entre Trump y al Sharaa y tienen sus cálculos y opciones diseñadas, según el rumbo que tomen las cosas.

Entretanto, el presidente sirio, que debe probar pronto su compromiso con una democracia por construir en el alma de su pueblo, y estar dispuesto a irse según el resultado, seguirá tejiendo en filigrana de finos hilos figuras que deben resultar satisfactorias para propios y extraños, en un ambiente de fragmentación interna y confianza internacional todavía por construir.  

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