Bob Woodward, el legendario periodista que, junto con Carl Bernstein, destapó el escándalo de Watergate, presenta en un nuevo libro, “Guerra, diplomacia secreta en el corazón del conflicto”, una secuencia detallada de reuniones públicas y privadas, así como mensajes explícitos y encriptados, que permite comprender la lógica que llevó a Vladimir Valdimirovich Putin a atacar a Ucrania. También se puede advertir que están equivocados quienes piensan que nadie hizo nada para tratar de evitar o detener esa guerra, sobre cuya inminencia estaban los líderes del mundo occidental bien enterados.  

Los dilemas e incidencias de las relaciones entre Rusia y sus vecinos europeos, que han tenido tantas oscilaciones, no podían cesar con la caída de la Unión Soviética. La historia, que jamás se detiene, traería nuevos capítulos que exigían, para los rusos lo mismo que para el resto del mundo, y principalmente para la contraparte de la Unión Soviética en la Guerra Fría, gran capacidad para avizorar el futuro. 

Era preciso entender que Rusia, no ya como abanderada de la URSS sino como esa nación que rechazó a Napoleón y a Hitler y construyó un imperio hasta los confines de Asia, buscaría ser consecuente con la inercia de su destino. Para ello haría exigencias y estaría dispuesta a actuar para hacerse valer y ser respetada en sus ambiciones, con el aditamento de contar con un arsenal nuclear de grandes proporciones. 

El cambio radical de afiliaciones políticas, económicas, militares y estratégicas, que trajo el fin de la Guerra Fría, implicó para Rusia un movimiento telúrico que exigía reacción de parte de quien gobernara desde el Kremlin de Moscú. Cualquiera que hubiera estado allí habría sentido la “obligación histórica” de velar por una zona de control, o al menos de confianza, en la Europa Oriental. Nueva edición de la antigua preocupación zarista, y luego comunista, que coincidieron en la importancia de los países que separan a Rusia del resto del continente europeo.  

Desde el Báltico hasta el Mar Negro, una extensa parte de Europa constituye, con guerra o sin guerra, caliente o fría, con comunismo o sin él, territorio de enlace y separación entre rusos y europeos occidentales y fuente de enfrentamientos, reconciliaciones y alianzas de conveniencia. Así que toda transformación política, económica y cultural, como la que condujo a países con altísima influencia soviética a abandonar el antiguo campo socialista para entrar en las filas del bloque contrario, tenía que producir consecuencias importantes en Rusia.

Mijaíl Gorbachov, ante la inminencia de una drástica mutación de la Unión Soviética hacia algo desconocido, propuso la idea de construir una “Unión Euroasiática” que incluyera la Europa Occidental y la Rusia que, desde la época zarista, ocupa parte sustancial del continente asiático. Su propuesta fue más una declaración unilateral de intenciones que un proyecto concreto. Su concreción requería de la contribución efectiva de los europeos, que para la época vivían los rezagos de la confrontación con una Rusia amenazante. Y los Estados Unidos mal habrían podido sentir entusiasmo por la propuesta, pues habría implicado la “volteada” de Europa hacia Oriente. 

La lógica del ataque de 2022 contra Ucrania vino a ratificar la manera en la que Moscú, zarista, comunista o putinista, se considera con la obligación política de actuar en Europa Oriental y afrontar lo que considera el embate implacable de la Occidental, con la que quisiera, al menos en el discurso, tener buenas relaciones, pero a la que siente que debe confrontar para que no la aplaste.  

Es la misma lógica rusa de las viejas confrontaciones y amistades con Austria y Prusia, del uso del francés como lengua de la aristocracia al tiempo que enfrentaba a Napoleón, de la puja por el dominio de Polonia, Finlandia y los países bálticos, la reprimenda violenta a las revueltas de Alemania Oriental en 1953, Hungría en 1956, Checoeslovaquia en 1968, y el sostenimiento a ultranza de la Cortina de Hierro, con ojo vigilante sobre los Balcanes hasta cerca del final del Siglo XX. 

La agresión contra Ucrania comenzó en 2014 con la toma de Crimea, ante la mirada atónita de quienes en ese momento se abstuvieron de obrar de manera drástica frente a ese cambio del mapa. Obama, Merkel, y demás líderes del momento, sorprendidos por la audacia de Putin, y tal vez atemorizados por la imagen del “madman” capaz de cualquier cosa, no actuaron con la contundencia debida para hacerle pagar caro su desvarío. Con lo cual quedó abierto el camino para la continuación de su aventura, cuyo capítulo siguiente fue la “operación especial” de toma del resto de Ucrania por la fuerza.

El nuevo libro de Woodward, sin necesidad de reseñar viejos reclamos de Rusia por falta de reconocimiento político ni esfuerzos pasados por encontrar un modus vivendi con el mundo occidental, trae a la luz una serie de episodios del proceso diplomático y político, animado por el mejor espionaje, que precedió a la invasión a Ucrania en 2022. 

Parece claro que agentes de la CIA en Moscú se habrían enterado con anticipación y precisión de los planes de ataque, a pesar de las maniobras publicitarias que mostraban el agrupamiento de tropas en la frontera como un ejercicio rutinario. Los políticos, tanto en los Estados Unidos como en Ucrania y Europa occidental, pensaron en su mayoría que Putin estaba echando globos al aire, a pesar de lo explícito de su discurso sobre el estado de la nación en abril de 2021 y comentarios que, sumados en ese libro, resultan armónicos e implacables en el sentido de ir muy en serio en busca de “recuperar” a Ucrania.

Se advierte que, de su estudio de historia en el aislamiento de la pandemia, Putin subrayó la ruptura de lo pactado entre Bush y Gorbachov en el sentido de aceptar la entrada de la Alemania unida a la OTAN, a cambio de que esa organización no se extendiera hacia el Oriente. De manera que la vinculación a la Alianza Atlántica de antiguos países comunistas como Polonia, Chequia, Hungría, Eslovaquia, Estonia, Letonia, Lituania, Bulgaria, Rumania, Albania, Croacia y Macedonia del Norte, era una afrenta gravísima, y la posible entrada de Ucrania, siamesa de Rusia, era totalmente inaceptable. 

La cercanía raizal, histórica, geográfica y cultural entre los dos países, jamás borrada a pesar de las cesiones territoriales a favor de Ucrania en 1919 y 1954, dispuestas por las autoridades soviéticas, debía conducir, según los cálculos del Kremlin, a una anexión relativamente fácil. Al punto que, según Woodward, muchos soldados rusos llevaban listo el uniforme de gala para el desfile de la victoria por las calles de Kiev. No tenían prevista una preparación adecuada y mucho menos la capacidad de resistencia de los ucranianos, que se sintieron traicionados. 

En el recuento del libro quede claro que los gobiernos occidentales supieron a tiempo y con precisión que Rusia iba a atacar, dónde lo haría y en qué momento. Se explica cómo Joe Biden, a pesar de su incredulidad inicial, desplegó todas sus habilidades y experiencia en el empeño de evitar la guerra. Habló no solamente con los líderes occidentales sino con Putin. Varios de ellos también lo hicieron. Sólo que él esperaba, entre otras cosas, que todos dijeran en público que Ucrania jamás entraría a la OTAN, algo que no estaban en capacidad de hacer. Y que aceptaran de una vez la toma de Crimea y la adscripción de los territorios rusoparlantes del oriente ucraniano. 

Woodward descubre cómo, si bien los estadounidenses y sus aliados sobrevaloraron la fuerza militar y la preparación de los rusos, y subestimaron la capacidad de Ucrania para rechazar el ataque, no se quedaron con los brazos cruzados y cooperaron en una estrategia exitosa de contención. Si los republicanos del Congreso de los Estados Unidos no hubieran frenado por casi un año la ayuda a Ucrania por insinuación de Trump, y si se hubiera permitido el uso de armas no solamente defensivas, se habría podido aprovechar una ventana de oportunidad ya desperdiciada para cambiar el curso de la guerra.  

A la luz de todo esto resulta ostentoso y sin fundamento decir ahora que si otra persona hubiera estado en la Casa Blanca la guerra no habría tenido lugar. Aunque Putin hace eco de esa alegre conclusión, tal vez porque en ese caso se habría podido salir con la suya y el precio hubiera sido la entrega de Ucrania, con el argumento de que para los Estados Unidos es una guerra ajena. 

Avatar de Eduardo Barajas Sandoval

Comparte tu opinión

1 Estrella2 Estrellas3 Estrellas4 Estrellas5 EstrellasLoading…


Todos los Blogueros

Los editores de los blogs son los únicos responsables por las opiniones, contenidos, y en general por todas las entradas de información que deposite en el mismo. Elespectador.com no se hará responsable de ninguna acción legal producto de un mal uso de los espacios ofrecidos. Si considera que el editor de un blog está poniendo un contenido que represente un abuso, contáctenos.