Si se ponen juntas las fotografías de Trump, Milei, Boris Johnson y el holandés Geert Wilders, hay algo que curiosamente a todos ellos caracteriza: la extravagancia de su cabellera. De pronto tiene que ver con la idea que tienen de sí mismos. Algo que, en el caso de quienes decidieron dedicarse a la política, puede influir en su forma de verse, y de ver a los demás, en el ejercicio de su condición de gobernantes.

 

Por supuesto, si se les oye hablar, se evidencian coincidencias más de fondo. Entonces aparece su oferta de “cambio”, comodín de propaganda política, usado por milagreros mesiánicos de izquierda y derecha, que entusiasma a jóvenes y adultos cuyo conocimiento y capacidad de valoración histórica no va más allá de una década. Sobresale la idea de marchar en contravía de las tradiciones políticas nacionales, en busca de un pasado ilusorio. Se hacen patentes el desdén por las construcciones de la cultura política existente, y el desconocimiento, desprecio o menosprecio por la institucionalidad, como si no hubiera sido fruto de un trabajo arduo. Y todo se corona con la oferta de un tránsito feliz y en solitario para sus pueblos hacia un destino supuestamente grandioso, aunque incierto, como si el resto del mundo se hubiera quedado quieto y fuera lo de menos. 

 

Trump y Boris ya han dejado huellas que permiten apreciar los alcances de su palabrería y la cortedad de sus resultados. También la frivolidad de su comportamiento en ejercicio del poder y lo lejos que quedaron de cumplir con sus promesas, a satisfacción de sus compatriotas. Milei y Wilders acaban de irrumpir en escena, el uno con el fervoroso deseo de cambiarlo todo de una buena vez, en favor del capitalismo a ultranza, y el otro con la idea de montar a los Países Bajos en una carrera de segregación interna y de separatismo respecto de la Unión Europea. 

 

Los reflectores de los medios han vuelto a todos esos “cabelleros” más importantes de lo que merecerían. Pero ese es el juego de la política, y todos ellos han conseguido llegar al poder. Les han servido la extravagancia y los desvaríos propios de ejemplares exóticos de la vocación política, que irrumpen en la competencia por el gobierno en medio de la frustración y el desespero popular después de tantas dosis reiteradas de “más de lo mismo”. Lo preocupante es que ya se han vivido experiencias desastrosas que comenzaron en forma parecida: hace un siglo, en el corazón de Europa, surgieron unos venidos a más que embaucaron a sus países en aventuras nacionalistas que terminaron en la desgracia de dos guerras mundiales.

 

La democracia liberal, que es básicamente un ideal, vive bajo el asalto permanente de las distintas interpretaciones que se pueden hacer de ella. De acomodamientos conceptuales que de manera más o menos hábil alguien puede hacer de su contenido, para darle un significado que le conviene. Pero otra cosa es la proclama de una “democracia” que por definición sea discriminatoria de algún grupo social, y en particular de una creencia religiosa; de manera que se pone de manifiesto un desconocimiento radical de la democracia bajo cualquier acepción, dentro de un margen aceptable. Por lo cual las propuestas populistas del holandés revisten la mayor peligrosidad frente a los propósitos democráticos de la Europa comunitaria, que tanto trabajo ha costado construir, después de tanto odio y tanta sangre derramada.

 

Después de varias décadas en el escenario político, dedicado a plantear sus tesis radicales contra los inmigrantes y el islam, Geert Wilders obtuvo, para su propia sorpresa, la mayor votación en las elecciones parlamentarias. Pero si bien ganó las elecciones, no obtuvo el poder y no necesariamente será primer ministro, pues para ello, y para que se adopten las propuestas de reformas institucionales que plantea, debería conseguir el apoyo de otros partidos, dentro de los cuales nadie se ha manifestado dispuesto a hacer alianza de gobierno. El que más se ha aproximado dijo en su momento que podría apenas llegar a tolerarlo.

 

Lo anterior no quita que el avance de su proyecto político sea un asunto de profundo calado, pues pone de presente problemas por resolver en los Países Bajos, con consecuencias para el resto de una Europa que vive a diario el impacto de las migraciones, las diferencias culturales que ellas implican cuando los inmigrantes son musulmanes, y el rezago de ciertos sectores sociales nativos que se sienten relegados del estado de bienestar y a merced de la crueldad de un modelo que no juega a su favor.

 

Los musulmanes ya radicados, y parte de la sociedad holandesa, se sienten amenazados en sus derechos por la eventual primacía de las tesis de Wilder, que predica la intolerancia religiosa, repudia el Corán, y propone prohibir las escuelas coránicas, las mezquitas y la entrada de cualquier persona con hiyab, velo islámico, a edificios gubernamentales. Propuestas acompañadas de medidas exóticas en el permisivo medio holandés, como un mayor rigor en el manejo de

 

Por otra parte, sectores raizales resienten el hecho de que el gobierno de los Países Bajos haya abandonado responsabilidades sociales adquiridas en la época de auge de la socialdemocracia, y que ahora dedique recursos importantes a la atención de inmigrantes y la cooperación internacional para el desarrollo de otros países, mientras el costo de vida golpe a los sectores más vulnerables.

 

A pesar de que Wilders en algún momento fue objeto de prohibición para entrar al Reino Unido, por ser portador de ese discurso excluyente, discriminador y orientado a la “depuración” de la presencia de personas distintas de las que originalmente se consideren europeas, no deja de tener apoyos en agrupaciones políticas de diferentes países, que corrieron a felicitarlo por su éxito electoral.

 

Si, por alguna razón, Wilders llegara a gobernar en los Países Bajos, y si llegase a poner en práctica su oferta de un referendo para consultar el eventual retiro de su país de la Unión Europea, el clima político y la discusión hacia la toma de decisiones en el seno de la Unión Europea se verían seriamente afectadas. Aumentaría la proporción de un cierto bloque de tendencia parecida, representado en este momento por Viktor Orbán, el jefe de gobierno de Hungría. Recibiría gestos amigables del gobierno de derecha italiano, y fortalecería las ambiciones de partidos políticos de orientación similar y de personajes como Tom van Grieken en Bélgica, que aspira a llegar al poder con ideario parecido.

 

No parece fácil que Geert Wilders llegue a gobernar y menos aún que cuente con la mayoría parlamentaria, fruto de alianzas, para que su proyecto político se convierta en realidad. Pero eso no quita que la idea de “devolver los Países Bajos a los holandeses” sea una muestra más del contagio de una especie de “trumpismo”, repugnante, que tras esos “cabelleros” ostentosas puede cautivar a electores deseosos de probar algo nuevo, aunque condenado a un fracaso fruto de la mezcla letal de ilusiones alegres, falta de experiencia, carencia de mayorías verdaderas e ineptitud difícil de redimir sobre la marcha. 

 

 

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