Con la llegada de Evo Morales a la presidencia, en 2006, se introdujo un cambio radical en la índole de los gobernantes de Bolivia. Se inició entonces un ciclo que acaba de terminar, luego de 29 años, con la derrota de su partido, que saltó en pedazos y no logró mantener siquiera una presencia significativa en el legislativo.

Es el cierre de un experimento que modificó definiciones institucionales del país y la posición de Bolivia ante el resto del mundo, bajo el impulso de pretensiones revestidas de un discurso entusiasta y lleno de ilusiones, que no fue suficiente, de pronto debido a la inexperiencia, para obtener todas aquellas realizaciones que se hubieran podido concretar a lo largo de ese tiempo. 

Desde la fundación de la república por el propio Simón Bolívar, que adjudicó al nuevo Estado su nombre, y pretendía que el presidente fuese vitalicio, Bolivia, como pasó luego a llamarse, fue gobernada hasta mitad del Siglo XX muy a la manera latinoamericana: no parecía haber más opciones de jefatura política que la de los criollos, terratenientes e ilustrados, en muchos casos emprendedores de minería, industria y comercio, con alguna visión del mundo y contactos internacionales, no solamente para hacer negocios sino diseñar instituciones que les fueran favorables. 

No es que todos hayan sido ladrones, esclavistas ni opresores por oficio, como lo suelen predicar en otros parajes quienes desean sembrar discordia y no se toman el trabajo de estudiar antes de decir cosas que suenen bien para alimentar arengas populistas. Muchos de esos gobernantes tenían sensibilidades que han existido siempre en nuestra América y se habían esforzado para llegar al poder en busca de hacer el bien y no necesaria ni exclusivamente para enriquecerse.

A todos los gobernantes les tocó aprender, como a todo el que llega a gobernar uno de estos países, que no resulta posible acelerar como se quisiera el ritmo de la historia y propiciar de un día para otro las transformaciones necesarias en un continente que lleva apenas 500 años en continua formación y búsqueda del progreso, desde cuando comenzó la alquimia del mestizaje.

Cualquier referencia al proceso político boliviano de los últimos tiempos debe incluir a Víctor Paz Estenssoro, hijo de terratenientes, quien armó un proyecto político con base en su conocimiento de la Bolivia rural, la minera y la industrial, y contribuyó a fundar el Movimiento Nacionalista Revolucionario que lo llevó al poder por primera vez en 1952 para encabezar transformaciones, o intentos de transformación, bastante desconocidos en la propia familia latinoamericana, que goza tanto de mirar hacia otros continentes. 

En sus cuatro oportunidades de ejercicio del gobierno, alternadas con exilios, golpes de Estado, éxito arrollador y olvido y abandono de sus propios aliados, Paz Estenssoro impulsó una reforma agraria, nacionalizó las empresas mineras y amplió los horizontes de la democracia, con la abolición del requisito de saber leer y escribir para poder votar, además de impulsar el esfuerzo de la educación. 

Como ha pasado tantas veces en la delirante historia de América Latina, Paz Estenssoro se quiso hacer reelegir, contra la constitución, luego de su segunda presidencia, en lugar de dejarle el turno a Juan Lechín, legendario líder obrero, con lo cual despedazó su propio partido al perder el apoyo sindical. y aunque logró imponerse gracias a su alianza con el general René Barrientos, derechista educado en las academias militares de los Estados Unidos, éste último le dio golpe de Estado e inició un gobierno de facto que remató en uno elegido. Época en la cual Ernesto Guevara fracasó en su intento de armar una guerrilla “que transformara la América del Sur y después el resto del mundo”.

Una última pasada por la presidencia, de 1985 a 1989, le permitió a Paz Estenssoro intentar un gobierno acorde con la época “liberalizante” del momento y buscar la integración de su país en el contexto de la economía de mercado, como lo sugirió en China el camarada Deng, en lugar de jugar a Quijote alucinado y tratar de cambiar el planeta y constelaciones aledañas desde algún rincón en las alturas de los Andes. 

Al salir de la última presidencia, para irse a la universidad a enseñar sobre la base de su experiencia, y no de encantadoras teorías sustentadas en el aire y estadísticas de efectos inciertos, Paz Estenssoro entregó el poder, después de elecciones, a su sobrino Jaime Paz Zamora, fundador del Movimiento de Izquierda Revolucionario. Segundo Paz en el poder boliviano. 

Evo Morales, a la cabeza del Movimiento al Socialismo, como primer presidente indígena del Estado boliviano, tenía la responsabilidad no solamente de marcar una diferencia ostensible desde el punto de vista simbólico, sino de demostrar que los indígenas del país, que forman un 40% de la población, podían ejercer el gobierno y atender las complejidades propias de esa tarea.  

Con sus gobiernos, que duraron más de 13 años consecutivos, nació el “Estado Plurinacional de Bolivia”, engendro institucional objeto de alabanzas y críticas según unos u otros observadores. Tuvo éxitos interesantes, como un crecimiento económico sobresaliente, ayudado por la nacionalización de los hidrocarburos y el auge de la exportación de materias primas. 

Cayó Evo, eso sí, en la ilusión de creerse contraparte del imperio norteamericano, que trata con desdén y dureza desafíos asimétricos de líderes que se sienten con mayor estatura de la que tienen, y fue víctima, uno más, del síndrome de la perpetuación en el poder. La imposibilidad de nueva reelección y de presentarse a los recientes comicios lo dejó fuera de juego y ayudó a consolidar la fragmentación y naufragio del MAS, para cerrar el capítulo de “hegemonía” de ese partido. 

La competencia quedó abierta para que se disputaran el poder dos candidatos de centro derecha: el expresidente Jorge Quiroga, de Alianza Libre, y Rodrigo Paz Pereira, del Partido Demócrata Cristiano, de manera que no hubo debate entre fuerzas políticas abiertamente contrapuestas. Esto satisfizo a quienes consideran que no hay alternativa al liberalismo a estas alturas del Siglo XXI, y dejó heridos a quienes hubieran querido llevar a la segunda vuelta las banderas de la Socialdemocracia.

Cuando Rodrigo Paz Pereira, hijo de Paz Zamora, se instale en el gobierno, se cierra el ciclo del experimento socialista-indígena que naufragó en los comicios de manera estridente. Aunque el presidente no tendrá mayoría propia en la Asamblea Legislativa Plurinacional. Aunque su proyecto se siente a salvo pues la implementación de su programa será típicamente objeto de una negociación política que ya comenzó, con el anuncio de apoyos suficientes por parte de partidos afines. 

El nombre de la capital boliviana no tiene que ver con el apellido de los miembros de una familia que ha llevado vástagos al poder en seis oportunidades. La ciudad de Nuestra Señora de La Paz, recibió su denominación como fruto de un armisticio entre conquistadores españoles que se liaron en una guerra civil en el Siglo XVI, en medio de la disputa por el territorio del Alto Perú. La coincidencia, no obstante, no deja de jugar su papel, precisamente en esta época de interpretaciones acentuadas de las denominaciones debido a los multiplicadores de las redes sociales.

Los detalles de la discusión interna sobre los asuntos públicos son cosa de los bolivianos. América Latina solamente espera la supervivencia y avance de la democracia. También el fortalecimiento de la obligación de nuestra unidad, puesta en peligro por aventureros que, desde siempre, y en particular desde la sexta década del siglo pasado, les han abierto las puertas de nuestros enormes territorios, con sus riquezas, a poderes extracontinentales, que gustosos desean entrar en un reparto que puede llegar a despedazar el continente, como sucedió con otros.  

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