El mejor lugar para comprender el mundo, en cualquier época de la historia, ha sido el Medio Oriente. Allí se han cruzado desde interpretaciones profundas sobre la naturaleza humana hasta intereses sectarios y mezquinos, pasando por corrientes de pensamiento elaborado, intereses económicos, y causas guerreras procedentes del lejano oriente, del centro del Asia y de diferentes versiones de Europa y África.
La idea del “Oriente Medio” se acuñó desde cuando los romanos consolidaron la provincia de Arabia Pétrea, hoy más o menos Jordania, y controlaron desde las contemporáneas Armenia, Georgia y Azerbaiyán, estado vasallo, hasta Libia, pasando por Anatolia, hoy Turquía, y luego todo el borde oriental del Mediterráneo, con lo que hoy son Irak, Siria, Líbano, Israel y Egipto.
La dominación romana, ejercida con conocimiento cercano y afinidades innegables en la era bizantina, fue tal vez la de mayor armonía, en buena medida impuesta, entre los pueblos de la región. Situación que heredaron los turcos luego de destruir a Bizancio y quedarse con sus dominios. Hasta que vino la desbandada posterior a la Primera Guerra Mundial, que acabó con el Imperio Otomano. Momento a partir del cual se desató ese sartal de enemistades y arreglos de cuentas, acelerado por el surgimiento del Estado de Israel cuya consolidación ha costado tanta sangre a todas las partes.
En todo caso, a lo largo de los siglos, han existido muchas versiones del Medio Oriente. Todas complejas, porque no podía ser de otra manera en ese lugar de génesis de tantos procesos culturales y políticos, y de cruce de tantos intereses. Allí han tomado turnos la controversia, la guerra y la convivencia. De allí han salido muchas de las mejores lecciones sobre la forma de manejar las diferencias, desde la confrontación armada hasta la utilidad de la diplomacia, que no se inventó para darse palmaditas en la espalda con los amigos, sino para discutir de manera constructiva con los enemigos.
Salvo casos excepcionales, como la paz de Israel con Egipto y Jordania, los países del vecindario no se han podido entender. Los avances de la democracia, con excepción de Israel, donde la oposición se ejerce con intensidad, han sido lamentables. Los Estados Unidos lideraron una coalición que destruyó impunemente a Irak, sobre la falsedad de que tenía armas de destrucción masiva, con lo cual de paso satisfizo la sed de venganza de algunos sectores por los atentados de septiembre de 2001 pero contribuyó a despedazar la región.
La primavera árabe terminó mal. El intento de una transición a la democracia resultó extraño a las tradiciones autoritarias de los países donde trató de abrirse paso. El “Estado Islámico” irrumpió en busca de organizar un califato, y fracasó. Al ritmo de la ignorancia de un negociante de edificios convertido en presidente, Irán quedó suelto otra vez y empujado a seguir con su proyecto nuclear. El Líbano quedó cada vez más desgarrado y Siria ha pagado un precio exorbitante para que su dictador continúe en el poder. Los kurdos volvieron a su desgracia y Turquía se mete aquí y allí, como quien reedita el poder otomano.
Las perspectivas de un Medio Oriente enfrascado en enemistades que generan problemas insolubles son una amenaza que va mucho más allá de la región, pues de allí sale y todavía buena parte del nutriente energético del mundo y pasa parte apreciable de la corriente del comercio mundial. Si a ello se agregan la eventual proliferación de armas nucleares, la desigualdad en el desarrollo de diferentes países y los efectos del cambio climático, la perspectiva no es la mejor para el resto del presente siglo.
Aunque pareciera inverosímil, a pesar de la secuencia enredada de hechos que han ocupado los titulares de prensa de las últimas décadas, podríamos estar ante el inicio de una nueva era en la configuración de amistades, reales o de conveniencia, que cambiarían los colores del mapa del Medio Oriente. Poco a poco se va abriendo una avenida para el pragmatismo, aunque no se esté necesariamente ad-portas de un esquema que de manera súbita ponga todo en orden y deje a todos contentos.
Los “Acuerdos de Abraham”, sabio nombre que recuerda la herencia común de judíos y musulmanes, puso ya juntos a Israel, Bahréin, Marruecos, Sudán y los Emiratos Árabes Unidos, con lo cual cambió los paradigmas tradicionales de las relaciones árabe-israelíes. India, candidata a potencia, propició los acuerdos “indo-abrahámicos”, que le acercan a Israel y los Emiratos Árabes Unidos. A instancias de China, que quiere jugar a gran potencia y meterse en la región, Irán y Arabia Saudita cesaron su confrontación, establecieron relaciones diplomáticas y de paso les bajaron el volumen a las guerras de Irak y Siria.
El grito del momento es el de un posible proceso que llevaría a la amistad entre Israel y Arabia Saudita. Algo que, al parecer, propician los Estados Unidos, que han llegado a proponer inclusive una alianza entre los tres países. Sobre el tema se han manifestado los gobiernos de manera lacónica pero favorable. Cada quién con sus condiciones y como si recordara la admonición de Gorbachov a Reagan: “Ronald, les vamos a hacer un daño muy grande, y es que les quitaremos del frente un enemigo”.
El Israel de hoy es bien diferente del de la época fundacional del Estado. También lo es el reino de los saudíes, comparado con el de hace veinte años. Aparte de su poderío militar, de sus cuentas por saldar en diferentes frentes, y por encima de la enconada y permanente competencia política interna, los israelíes representan una potencia científica y tecnológica y se ubican en posiciones de vanguardia en esos campos. Los saudíes viven una apertura interna sin precedentes y se preparan para un futuro en el que los combustibles fósiles ya no serían fuente de opulencia. Por eso están interesados en aprovechar las ventajas de ahora y buscan construir ciudades y emprender acciones en campos hasta ahora sin explorar, como la producción de automóviles eléctricos. Su ambicioso e implacable líder ha dicho que “la nueva Europa es Oriente Medio” y que allí tendrá lugar “el próximo renacimiento global”. Ambiciones incompatibles con una crispación indefinida.
El objetivo del momento, por parte de los países que han entrado o estarían a punto de entrar en acuerdos, a pesar de sus diferencias, parecería ser el de concentrarse en la economía y el bienestar. De manera que las discusiones sobre la democracia y el refinamiento del modelo político en algunos de ellos, así como las posiciones religiosas radicales, podrían entrar en un paréntesis dentro de las prioridades del futuro inmediato.
Todo plausible. Pero queda pendiente una nueva era para “el otro medio oriente”, con problemas profundos, que figuran de manera inevitable en la lista: la reconstrucción y viabilidad del Líbano y de Siria, ahora destrozados, el fin de la guerra de Yemen, algún arreglo decente para los kurdos en lugar de coincidir en oprimirlos, la reconstrucción de Irak y la consolidación de un estado para los palestinos, que todos dicen aceptar, pero cuya aparición y reconocimiento no ha sido posible, sin que sea culpa exclusiva de los demás.