En materia política el orden de los factores sí puede afectar el producto: no es lo mismo poner a encabezar un gobierno a la primera fuerza representada en el legislativo que encomendarle esa tarea a un partido que quedó en el cuarto puesto en la votación popular. 

Como fruto de refinada alquimia política, el sistema francés de la Quinta República mezcla factores provenientes del sistema presidencial y del parlamentario, con un pequeño “toque monárquico”, que ubica al presidente por encima de todo y le permite evadir los descalabros del gobierno a cuya cabeza él mismo ha puesto un primer ministro. 

Cuando la mayoría de la Asamblea Nacional apoya al presidente, éste puede dirigir el Estado a su acomodo, con un gobierno propio. Cuando esa mayoría queda en manos de una fuerza contraria, el jefe del Estado se ve obligado a poner de primer ministro a quien encabece dicha fuerza y “cohabitar” con un gobierno que deja en manos del presidente asuntos residuales. 

Lo inédito es que ninguna fuerza tiene ahora en la Asamblea curules suficientes para formar mayoría. Ante eso, lo normal sería que se buscaran alianzas, como sucede en otras partes, dando la primera opción de formar gobierno al partido que hubiere obtenido la mayor votación. Sin embargo, el presidente, en maniobra compleja, aunque no prohibida, omitió la opción de que encabezaran gobierno quienes obtuvieron la mayor votación y nombró primer ministro a un miembro del partido que ocupó el cuarto lugar en las últimas elecciones. 

El problema se originó cuando en junio, al elegir representantes ante el Parlamento Europeo, la extrema derecha ocupó en Francia el primer lugar. Si bien ese resultado no afectaba la composición de la Asamblea Nacional ni la de un gobierno que estaba recién nombrado, el presidente disolvió de manera inesperada la Asamblea y llamó a elecciones para escoger una nueva. Tal vez lo hizo con la esperanza de que los ciudadanos se aglutinaran en torno de su partido de centro. La sorpresa vino cuando la izquierda obtuvo el primer lugar en los comicios, aunque no alcanzó a lograr mayoría parlamentaria.  

Después de tres meses de cálculos, y sin haber ofrecido a la izquierda oportunidad de formar un gobierno, como esperaban sus dirigentes, el presidente designó primer ministro a Michel Barnier, veterano de la tradición histórica del General De Gaulle, de centro derecha, moderado y conciliador, ministro de varias carteras y representante de la Unión Europea en las negociaciones del Brexit. Al provenir de un partido que quedó en último lugar entre los grandes partidos en las elecciones parlamentarias, la formación de un gobierno por su parte se convirtió en tarea particularmente difícil. 

Como el presidente nombra el gabinete por recomendación del primer ministro, la conformación del equipo fue objeto de negociación política entre los dos personajes para superar desacuerdos, a pesar de que Macron había afirmado que el designado tendría plena libertad para escoger ministros. El gabinete, de 39 miembros, tendrá 14 de Los Republicanos de Barnier, 19 de partidos de centro, entre ellos el de Macron, y el resto miembros de partidos pequeños o sin afiliación a ningún partido. Con el buen cuidado de contar con un ministro cercano a la derecha radical y otro a la izquierda. 

A pesar de que esté marcado por una configuración de derecha, el gabinete tiene características de “colcha de retazos” que lo hace vulnerable dadas las circunstancias que podrían resultar aglutinando de manera oportunista fuerzas en su contra para generar una moción de censura. 

Bernier, en caso de que su gobierno pueda despegar, deberá enfrentar un ambiente hostil en una Asamblea de 577 miembros, en la que nadie tiene los 289 escaños requeridos para formar mayoría. 182 corresponden al Nuevo Frente Popular, alianza de izquierda, 168 a “Juntos por la República”, alianza de centro, 143 a la “Agrupación Nacional” de extrema derecha, y 60 a la Unión de la Derecha y el Centro, que incluye a Los Republicanos, su partido.  

A lo anterior hay que agregar que tampoco tiene la incondicionalidad del partido del presidente. El saliente primer ministro, Gabriel Attal, ahora vocero de la bancada parlamentaria de ese partido, que duró pocos meses y fue el primer sorprendido con la disolución del parlamento y el súbito fin de su gobierno, pronunció un beligerante discurso en el que le señaló a Bernier tareas inaplazables, cuyo cumplimiento ahora observará de manera crítica. 

La presentación de la política general y del proyecto de presupuesto para el nuevo año serán trances en los cuales se da por descontada la oposición de la izquierda y partidos afines, que estarían dispuestos a aprobar contra Bernier una eventual moción de censura. La derecha extrema observará con recelo el desarrollo de la acción gubernamental y podrá adoptar respecto de ellas una actitud permisiva, cuando le convenga, o sumarse a la censura, si lo considera del caso. 

La medida del éxito de la nueva administración depende de la forma como afronte los problemas del momento, como el costo de vida, la insuficiencia salarial, la perspectiva del régimen de pensiones, lo mismo que la deuda pública, el estancamiento de ciertas actividades manufactureras, la inmigración ilegal, falencias de fuerza laboral disponible, la rentabilidad de la agricultura y las relaciones con la Unión Europea. Todo en medio de un nivel de aceptación cada vez más bajo del presidente. 

En un país en el que la gente no se queda por ahí esperando a ver qué se les ocurre a los políticos, muchos saldrán a protestar contra un gobierno que camina como en un campo minado y puede caer en cualquier momento. También la protesta continuará contra el jefe del Estado, que muy a su “estilo de Júpiter” ha dicho que en adelante gobernará más como árbitro y garante de la República que como un líder de arriba hacia abajo, mientras pierde fuerza política internamente y también en los escenarios internacionales. Pase lo que pase, con todo lo sucedido en los últimos meses todavía no se despeja el problema del avance de la extrema derecha en la perspectiva de las elecciones presidenciales de 2027, que todavía aterra a la mayoría de los franceses.

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