Cuando se elige un presidente no se escoge simplemente alguien que expida decretos sino una persona para que sea cabeza, vocero y símbolo de una nación. De la elección se derivan, en términos de democracia, obligaciones consagradas expresamente, que en los Estados de Derecho representan principios y valores con cuyo cumplimiento y defensa se compromete quien resultó ungido por el favor popular.
Como la decisión de las urnas no es unánime en el seno de una verdadera democracia, y en las elecciones se expresan opiniones contrarias al proyecto del ganador, éste tiene la obligación de respetar a sus oponentes y gobernar para todos. Siendo una falta grave irrespetar a la oposición, ocluir los canales de comunicación con ella o, peor aún, dedicarse a perseguir a quienes no estuvieron o no están de acuerdo con su proyecto o sus intereses.
También puede suceder que alguien se tome el poder, o que llegado a su ejercicio por l vía de las urnas, se extravía, pierde el rumbo y comienza a hacer favores a sus amigos y perseguir a sus enemigos. Con lo cual incumple su promesa solemne de respetar las instituciones y le produce daño a su propia nación.
Nada más equivocado que pensar que el haber ganado unas elecciones presidenciales es cartulina en blanco que el elegido puede llenar como le parezca. Mucho más equivocado todavía es creer que, ungido por una mayoría, quedan borradas sus faltas anteriores y tiene autorización para desconocer los límites de la separación y el equilibrio de los poderes públicos.
Esa idea anacrónica de que el Ejecutivo, por llevar ante el propio país y el mundo la representación nacional, puede hacer lo que le dé la gana, por encima de las otras Ramas del poder público, conduce a desencuentros y desequilibrios inaceptables en un Estado democrático. La misma idea es vehículo populista que desconfigura la armonía social, a partir de diferencias entre quienes apoyan a un gobierno y los demás, que resultan descalificados por el solo hecho de existir y se deben resignar a pasar desapercibidos en espera de que alguien reconozca su ciudadanía y sus derechos.
Lo peor se presenta cuando las otras Ramas del Poder Público resultan impotentes, por el diseño institucional, para contrarrestar la dictadura del ejecutivo, o cuando se someten a los designios de este último por conveniencia política, miedo o ineptitud. Caso en el cual se suman a la tragedia del sacrificio de la democracia. Cualquier Estado en el que la justicia termine por decir que el presidente es inmune desde antes de su elección y para siempre, consagra la impunidad y denota un defecto de diseño democrático.
La reunión anual de la Asamblea General de las Naciones Unidas, por desfile de gobernantes que van allí a expresar el punto de vista de sus respectivos países respecto de la actualidad y el futuro de sus países y del planeta, se convierte en escenario privilegiado para apreciar una amplia gama de vivencias y visiones del mundo, según la procedencia cultural y política de cada quién. Como la figura presidencial, o la jefatura del gobierno, reviste tanta importancia, el personaje que ejerza uno de esos cargos se convierte allí automáticamente en símbolo, vocero y referente de su país ante propios y extraños.
Aunque no exista un código particular de conducta aplicable a todos los presidentes o jefes de gobierno, la índole de su oficio implica el cumplimiento de unos parámetros de comportamiento que muestren las más altas y confiables calidades éticas. Base sobre la cual, dondequiera que vayan, y cuandoquiera que expresen opiniones sobre hechos, procesos en curso o propósitos de acción hacia el futuro, han de hacerlo con serenidad y prudencia, sin dejar de ser firmes, sin faltar a la verdad ni proferir expresiones insultantes hacia otras personas o países.
Así, sin perjuicio de que el desfile de mandatarios por el podio con fondo verde de la Asamblea General de Naciones Unidas sea un muestrario de puntos de vista diferentes, desde los ángulos más variados de observación de la vida internacional, y de propósitos o llamados a actuar en ella de una u otra manera, los voceros han de inspirar confianza en cuanto a la seriedad de sus afirmaciones, además de respeto por la calidad de sus razonamientos.
A sabiendas de que muchos de ellos, la mayoría, hablan ante una sala desierta, sobre todo cuando son de antemano considerados poco poderosos, irrelevantes o llegan menospreciados por actuaciones anteriores, el desfile por ese podio muestra, de hecho, un escalafón de la estatura y prestancia de quien gobierna en uno u otro país. Esto no quita que personajes no mundialmente reconocidos puedan hacer allí gala de sabiduría, buen criterio, respeto, capacidad propositiva y llamados de la atención mundial en forma tal que representen adecuadamente los mejores valores de su pueblo.
Si lo anterior no es así, es decir si alguien allí falta a la verdad o insulta o descalifica a otros, y sobre todo si, inmerso en la lucha política de un país agitado, dentro de la cual obra como agitador con privilegios, la imagen de su país, y de su pueblo, resultan mancilladas. Con lo cual en países supuestamente democráticos incumple con un deber de representación decorosa que ha jurado ejercer.
Uno de los inconvenientes más grandes y nocivos del buen flujo de las relaciones internacionales es el de la fusión, o confusión, entre los intereses de cada país, que ha adquirido con los años fisonomía identificable ante el resto del mundo, y los puntos de vista e intereses personales de quien lleva temporalmente la vocería de su pueblo ante el concierto de las naciones.
Personalizar, banalizar, vulgarizar, degradar el nivel de la política exterior de su propio país, es una falta grave, sin perjuicio de que haya fanáticos que consideren cada salida chocante como una hazaña. La gente se va de los gobiernos, tarde o temprano, y el tiempo perdido por los impulsos transgresores e innecesarios de algún personaje, resulta después difícil de recuperar.
Las relaciones internacionales no son eventos superfluos y pasajeros de relaciones públicas, sino nada menos que el gran juego del poder en el escenario mundial, donde ningún país puede menospreciar sus posibilidades ni abandonar oportunidades de beneficio nacional. Juego del poder al que no se pueden enviar jugadores no preparados que terminen caracterizados como perdedores.
En la reciente Asamblea General de las Naciones Unidas han quedado registradas falacias, mentiras, amenazas, interpretaciones extravagantes, propósitos vengativos, autopromoción de personajes, descalificación de otros, anuncios de incumplimiento del Derecho internacional y de la propia Carta de la Organización. También anuncios importantes, críticas a la forma como funciona el Sistema de la ONU, e insinuaciones, unas más tímidas que otras, sobre su transformación.
Cada uno de los protagonistas del desfile ha regresado a su tarea cotidiana, recibido con aplausos de quienes le rodean y adulan, convencido de que sacudió al mundo. Lo cual en ningún caso es verdad. Aunque, eso sí, el recuento de lo allí dicho signifique trabajo para las Cancillerías que, después de haber tomado nota de lo expresado y evaluar la veracidad de cada cosa, los estándares morales de cada quién, el decoro en la apariencia personal, la decencia en el uso del lenguaje y el conocimiento de los asuntos internacionales más allá de lo que circula en noticieros y redes sociales.
Como en toda feria, uno que otro aprovechó para ir a pedir favores a la Casa Blanca, hacer negocios, e inclusive a llamar a la rebelión en país ajeno. Menos mal que, sobre la base de la experiencia, y de lo insignificante del personaje para la Secretaría de Estado, las autoridades de la ciudad no contribuyeron a armar un escándalo que solamente trascendió en las oficinas del protagonista.
En todo caso, en Nueva York se renovó el escalafón de los gobernantes del mundo que pasaron por el podio.