Así como la India fue en épocas del Imperio Británico la joya de la corona, ahora reviste importancia excepcional en el reparto del poder y de las oportunidades de alianzas en la perspectiva del Siglo XXI. Así lo indican las proporciones de su geografía y de su población, el dinamismo de sus empresarios, su fuerza cultural y la posibilidad de convertirse en alternativa a la China como “fábrica del mundo”.

Basta con repasar los argumentos de Jawaharlal Nehru, el primero de sus gobernantes en la era post británica, sobre las raíces y elementos fundacionales tan profundos de ese país antiquísimo, para entender su figuración en el panorama contemporáneo. De manera que no es gratuito que la India del Siglo XXI tenga una sociedad pujante, que produce estudiantes de vocación y capacidad envidiables, llenos de ganas de ser cada día mejores, investigadores y científicos de primera categoría, empresas y empresarios de talla mundial, y una diáspora que ocupa lugares estratégicos de primer orden.

En sus primeros años de independencia, la India fue cercana a la Unión Soviética. Con el empuje de su desarrollo, bajo la denominación de “la democracia más grande del mundo”, y conforme a un modelo económico matriculado en el libre emprendimiento, se fue vinculando estrechamente al mundo capitalista. Poco a poco pasó a ejercer liderazgo en el Movimiento de los No Alineados, cuando tenía verdadero sentido, y ante la caída del Bloque Socialista se aproximó a Occidente con la aspiración de jugar un papel relevante en las definiciones económicas, científicas, políticas y estratégicas del cambio de milenio. 

Sucesivos gobiernos del mundo occidental buscaron, con toda razón, establecer un nuevo modelo de relación con la India, cuyos empresarios se fueron apoderando de corporaciones tradicionales en países europeos, y cuyos migrantes fueron copando, a punta de buena preparación, talento y astucia, posiciones muy importantes en empresas de talla global. 

La llegada al poder de Narendra Modi, para quedarse por tiempo récord a la cabeza de un gobierno de derecha nacionalista, con vocación de desarrollo interno y diálogo hacia el exterior, en busca de socios afines con sus propósitos, acercó mucho a la India con los Estados Unidos. Al punto que, la devoción de Modi por Trump y la simpatía mutua durante el primer mandato de éste último, con pomposa visita y acuerdos comerciales promisorios, hizo pensar que una segunda administración del nuevo dueño del Partido Republicano traería para la India todavía mejores oportunidades.

Contra todo pronóstico, lo que se ha visto es una India incomprendida y desengañada, castigada como ningún otro país con el látigo de aranceles que disuaden a los compradores de productos indios en los Estados Unidos. Esto como represalia por el hecho de comprarles petróleo a los rusos. Sanción que en Nueva Delhi consideran inmerecida e injusta, si se compara con la actitud prudente de la Casa Blanca hacia China, que compra todavía más petróleo ruso y además apoya a Vladimir Putin en su esfuerzo bélico en Ucrania, dentro del propósito de convertirse en polo de ayuda y atracción que abiertamente busca quitarles amigos a los Estados Unidos. 

En ese contexto, no sorprende que Modi haya concurrido entusiasta a la reunión reciente de la Organización para la Cooperación de Shanghái y se hubiera dejado ver, ostentoso, en pequeño círculo de amigos, con el presidente Xi y el ruso Putin. Además de dialogar, como amigo de adolescencia, con el presidente ruso en la limusina de éste último, en uno de esos encuentros de verdad privados en los que se sellan amistades y se pueden decir cosas de aquellas que solo muy tarde se sabrán, si es que se llegan a saber. Actitudes todas estas que implican un mensaje clarísimo para ese amigo que se ha portado mal. 

Buen cuidado tuvo, eso sí, Narendra Modi, de regresar pronto a Nueva Delhi, en lugar de asistir al extraordinario desfile de conmemoración de los 80 años de la victoria de China contra la ocupación japonesa y el fascismo, que tuvo lugar seguidamente en Pekín. Una cosa es la cooperación económica entre India y China, que puede convenir a ambas partes, y otra vendría a ser cualquier acercamiento o apariencia de admiración hacia el creciente poderío militar de China, si se advierte que los dos países tienen contenciosos pendientes en materia fronteriza, que los han llevado al borde de la guerra. 

En los Estados Unidos queda claro que, poco a poco, como sucede puntualmente con la India, la exageración en el lema de “Make America Great Again” puede producir una cierta desbandada de amigos tradicionales de los norteamericanos, que puede resultar contraproducente. La Casa Blanca está empujando a antiguos amigos y a posibles nuevos aliados a los brazos de China, dicen las tímidas voces que se atreven a criticar las macro implicaciones de una política exterior interpretada al oído, según el genio del que amanezca un presidente acostumbrado a sobreestimar su propio ingenio para los negocios, que desea trasladar al escenario mundial. 

La reunión de la Organización de Cooperación de Shanghái constituyó oportunidad excepcional para que el presidente chino, con un equipo formidable que no está conformado por compañeros de golf sino por expertos de verdad, mostrara no solamente su capacidad de convocatoria sino una lectura alternativa del porvenir y un impulso al proyecto de configuración de un mundo multipolar diseñado a su manera. La presencia allí de países que representan la mayoría de la población mundial, un cubrimiento geográfico y una capacidad económica de grandes proporciones, la complementó Xi con la demostración de fuerza política y militar del desfile de la victoria, con la presencia de Kim Jong Un, con quien Trump ha dicho que desea hablar.  

Algo va a tener que corregir El Elefante republicano de los Estados Unidos si desea evitar una desbandada de amigos que no conviene a su pretensión de ejercer liderazgo en un mundo que se le sale de las manos. Si comenzara por redimir al elefante indio, en lugar de echarlo a las garras del dragón, marcaría un tono de arreglo amigable de cuentas que le puede resultar, en el mediano plazo, más útil que ese ejercicio imperial que ha puesto en práctica con Canadá, México y Brasil, para no tener en cuenta la pérdida de confianza de un conjunto europeo que ha tenido que apelar a la vergonzosa estrategia del halago para conseguir un cierto grado de solidaridad americana que en otras épocas estaba garantizada por razones profundas de coincidencia en valores propios del desarrollo y la democracia. 

El silencio y la falta de ejercicio de liderazgo respecto de Rusia, primera promotora de agrupaciones que dejen atrás los vínculos otrora indispensables con Europa y los Estados Unidos, le va quitando peso a un gobierno federal estadounidense que en pocos meses ha abierto tantos frentes de incertidumbre que por ahora solo sirven de ejemplo respecto de lo que no se debe hacer. Salvo que, con la genialidad que le atribuyen sus admiradores, muy propia de la que han despertado siempre figuras autoritarias, se salga con la suya y deje a todo el mundo no solamente callado sino satisfecho. 

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