El primer debate entre Biden y Trump pareció más bien una parodia orientada a ridiculizar la figura del presidente de los Estados Unidos. 

Desde el principio se anunció un espectáculo decadente. Al insistir en su empeño por parecer más joven, el presidente en ejercicio reforzó desde su ingreso al salón la incógnita sobre su solvencia para afrontar el combate verbal de los siguientes minutos, contra un desabrochado campeón de la confianza infinita en su capacidad de apabullar al que se le atraviese, sin miramientos sobre la validez o la veracidad de sus propias afirmaciones.

Conocidas las condiciones políticas y personales de los contendores, sus antecedentes, y las perspectivas preocupantes de la presencia de cualquiera de ellos en uno de los puestos más importantes del mundo, se anunciaba un evento que muchos hubieran preferido no se hubiese llegado a dar.

Bastaron unos minutos para que se acentuaran los temores sobre la aptitud del presidente Biden, no solamente para sostener una discusión de talla presidencial, sino para ejercer la presidencia en el futuro. No se sabe si el presidente estaba afectado por un resfriado, pero estuvo todo el tiempo a la defensiva, a pesar de que su contrincante le sirvió en bandeja oportunidades, no solo de apalearlo, sino de lucirse.

Trump impuso el ritmo. Dijo cosas inverosímiles, como que Biden ha abierto la puerta e invitado a millones de delincuentes salidos de cárceles y locos de manicomios, para que vayan a los Estados Unidos a quitarles los empleos a los locales, además de asesinar a diestra y siniestra. O que los demócratas pueden matar bebés recién nacidos. Afirmaciones que merecían una vigorosa denuncia sobre la sanidad mental o la honestidad de quien las hizo.

Poco a poco el ambiente se alejó de ese deseable tono de decoro que corresponde a quienes se disputan por gobernar uno de los países más poderosos de la tierra. La discusión sobre los temas más álgidos del momento nunca fue clara. Biden en ocasiones quedó paralizado, parecía no terminar las frases, o no se le entendió lo que deseaba decir. Algo fatal en un debate, no solo ante su contendiente sino ante el público.

Por el lado de Trump tampoco hubo claridad. No trató nada a fondo. Simplemente fue sacando los mensajes que deseaba transmitir, sin que le importara el orden temático planteado por los presentadores. Respondió lo que quiso y cuando quiso; jamás se refirió, por ejemplo, a si aceptará un resultado desfavorable en las elecciones de noviembre. En cambio, mandó mensajes al corazón de sus seguidores, lanzó ofensas personales contra su competidor, dijo las cosas que quería, así fueran falaces, y nadie lo puso en orden.

Asuntos como el de su papel en el asalto al capitolio para detener el proceso institucional de ratificación del triunfo de Biden, o su condición de condenado por la justicia y acusado en decenas de casos adicionales, pasaron casi desapercibidas, como si no fuesen relevantes en el caso de un aspirante a la Casa Blanca. Como si todas esas faltas, que hacen ver las de Nixon como juego de niños, fuesen conducta normal en un hombre público que aspira a gobernar, y tuviesen que ser aceptadas por el público en general, como ya lo son para la mayoría republicana que lo tiene de candidato.

Terminado el debate, la noticia fue la insolvencia de Biden para afrontarlo. Al ritmo de las emociones encendidas, surgió la idea de que renuncie a su candidatura. También se comenzaron a hacer cuentas sobre posibles candidatos a sucederle, aprovechando que la convención demócrata tendrá lugar solamente en agosto. 

No deja de ser paradójico que un presidente en ejercicio, que vino a poner orden al caos que en muchos frentes dejó su improvisado antecesor, y ahora contrincante, se considere inepto, mientras que precisamente el otro, que a lo largo de cuatro años mostró no solo su falta de preparación sino su desdén por el oficio, aparentemente haya superado el examen. Pero lo cierto es que Trump resultó considerado vencedor, sin que se hayan verificado sus afirmaciones ni repasado su prontuario ante la justicia, o su insuficiencia para comprender el mundo.

Conocedores no estadounidenses estiman que la actuación de Biden en la economía y en materia exterior ha sido sobresaliente. También afirman que su gestión en cuanto a los poderes residuales que corresponden al presidente de los Estados Unidos está muy lejos de ser, como lo dijo Trump, la peor de la historia. Algo muy fácil de decir en cualquier momento, pero, según ellos, de lo cual estaría más cerca el corredor inmobiliario devenido en político. 

El problema es que esos mismos conocedores, y unos cuántos funcionarios que han tenido contacto en el día a día con el presidente Biden, confirman que, si bien su lucidez legendaria predomina en sus actuaciones, cada vez afloran más esas muestras de deterioro que se vieron en el debate. De manera que el problema no es si es apto para ser candidato, sino para gobernar, que es lo importante, por las consecuencias que su condición pueda traer en la medida que avanza el tiempo. 

La pregunta es ahora si quienes han de votar en las elecciones presidenciales de los Estados Unidos tendrán que escoger precisamente entre esos dos contrincantes. El uno camino de su caducidad, no por la edad, sino por su aparente deterioro, y el otro, apenas tres años más joven, con arandelas de líos judiciales, que miente tranquilamente, y que se aferra a su forma de entender la política, y de tratar a los demás actores, nacionales o extranjeros, como si fueran inquilinos de diferentes locales en alguno de sus edificios, que pagan o no sus rentas cumplidamente. 

La candidatura de Trump parece un hecho. El establecimiento republicano, y millones de ciudadanos por todo el país, seguirán seguramente haciendo caso omiso de sus defectos y le encuentran más bien virtudes que alivian sus preocupaciones. La candidatura de Biden, por el contrario, tendría más posibilidades de ser modificable. 

Son muchas las voces que consideran que por ese lado sí que habría una alternativa para que, obviadas las escaramuzas relacionadas con la condición del presidente en ejercicio, fuese posible discutir sobre las plataformas de los partidos. Mientras que, si Biden insiste en quedarse, la carrera presidencial, desde ahora hasta noviembre, será parecida al debate de junio. 

La insistencia de Biden en su aspiración reeleccionista tiene también amigos. Dicen que una actuación infortunada en una noche de debate no es motivo para que se vaya un presidente que ha sido dedicado, trabajador y juicioso. Afirman que el debate fue muy temprano y que hay tiempo para recuperar el terreno perdido. Pero se nota, en el fondo, que el apoyo al presidente, dentro del establecimiento del partido demócrata se debe a la disciplina, y por fuera se debe más a la preocupación y la molestia por un eventual triunfo de Trump, que por el magnetismo del presidente. 

Tal vez si Joe Biden quisiera dejar de lado cualquier interés personal y hacerse a tiempo a un lado, no solamente para que aparezca alguien que confronte adecuadamente al candidato republicano, sino para permitir la renovación de su partido, y del conjunto de la clase política, esta carrera por la presidencia serviría más a la democracia de los Estados Unidos. Con los programas de cada partido mejor controvertidos y evaluados, el panorama estaría más despejado para los votantes, muchos de los cuales no tienen claro por ahora quién es el apto y quién el inepto.

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