Las calles de Katmandú son cada vez más incomparables con las de los años 80 del siglo pasado, cuando todo era apacible y los problemas que de pronto surgían se arreglaban por la fuerza con un resultado de antemano previsto.  

La supresión de Facebook, WhatsApp e Instagram, por incumplimiento de requisitos reglamentarios, que se utilizó como disculpa para cumplir el propósito político de acallar una oposición creciente, consiguió calentar en cuestión de horas una protesta que hasta entonces se había tramitado por conducto de las mismas redes. De manera que, ante su supresión, la gente se fue a protestar a la Calle y expresar allí el descontento que antes circulaba por los caminos invisibles de las redes sociales.

El país mostraba, en los últimos tiempos, una versión algo renovada de un Estado insuficiente, acaparado por ciertos sectores tradicionales, proclive a la corrupción y con una falta de rumbo que condujo a que las nuevas generaciones no encontraran un horizonte medianamente despejado. De manera que, ante el creciente desempleo de la juventud, se fortaleció la emigración a países vecinos que se perfilan como potencias del siglo XXI, esto es China e India, para obtener allí algún lugar de trabajo, desde el cual pudieran alimentar flujos de remesas que han llegado a constituir una proporción muy grande del ingreso nacional de Nepal.

Protagonista fundamental de un movimiento de expresión de anhelos populares que se tornó violento y llegó a incendiar el parlamento y otras dependencias oficiales, sacar de sus oficinas a altos funcionarios y obligar la caída del gobierno de Khagda Prasad Sharma Oli, fue la juventud. La condición etaria de sus líderes y militantes condujo a que se les llamara “Gen Z”, que reviste importancia enorme pues representa la fuerza política de quienes irrumpen en la vida política de manera espontánea, sin experiencia y en muchos casos sin referentes históricos, fácilmente víctimas de discursos incendiarios o fantasías irrealizables, pero representan un sector de toda sociedad cuyas voces hay que atender y cuya participación política resulta deseable y no se debe proscribir. 

Como era de esperarse, a la acción de los muchachos se sumaron otros intereses, unos con previo perfil político y otros espontáneos, que convergieron en una embestida contra la clase política, que tuvo que salir del escenario para dejar libre la vía para la intervención de las fuerzas armadas, que entraron a negociar con esos nuevos actores, de hecho, los Gen Z, para establecer los parámetros de una transición hacia algo todavía incierto pero que tiene como premisa fundamental un cambio verdaderamente radical que implique para el país el paso a una situación en lo posible rematadamente nueva.

Desde 1951, Nepal, que había sido aliado del Imperio Británico y cojín de amortiguación entre la India colonial y la China, era en teoría una monarquía parlamentaria. En realidad, por lo menos hasta los años 80 del siglo pasado, en realidad era un reino bucólico, montado en las estribaciones de los Himalayas, donde había no sólo una familia real, la de los Shah, sino otra familia, la de los Rana, que por tradición ejercía de manera hereditaria, a través de uno de sus vástagos, el cargo de primer ministro.

En esa época, un pueblo adormecido desde muchos siglos atrás comenzaba a salir a las calles, por lo menos en Katmandú, a protestar por una que otra cosa. Entonces los monarcas suspendían la democracia, salían las tropas a bloquear unos cruces de posibles rutas de los manifestantes, si era del caso disparaban, y todo volvía a una normalidad que sólo postergaba un cambio inevitable.

Ese cambio se vino a acelerar un poco más tarde, con la combinación de dos factores tremendos. El primero, un hecho horroroso, fue el del asesinato de buena parte de la familia real, por parte de uno de sus miembros. Descabezamiento brutal, no sólo del poder de esa familia, sino de una tradición de confianza en su seriedad, su sanidad mental y su omnipotencia. El segundo fue una revolución armada, inspirada en el maoísmo, que condujo al establecimiento de una república parlamentaria en 2008. 

Lo anterior no significa que hayan sido abolidas instituciones culturales de gran fortaleza, como la de la Kumari, “diosa viviente” que encarna la tradición de la deidad hindú Taleju Bhawani, representante de la energía divina de las mujeres, con toda razón venerada por los hindúes y respetada por los budistas. La escogen todavía siendo muy niña mediante un proceso complejo en el que tiene que sobreponerse a pruebas como la de dormir una noche rodeada de cabezas de cabra aún sangrantes. Se le visita en busca de bienaventuranza y ella simplemente sale sin chistar palabra a una pequeña ventana sobre un patio interior colmado de gente. Cuando llega a la pubertad, le buscan reemplazo y vuelve a su famila.

Por lo demás, entrado el siglo XXI, el proceso nepalés ha conducido, con altibajos, a la situación de ahora, con esos jóvenes de la generación Z convertidos en depositarios de un poder político que llegó a negociar con los militares sobre el futuro del país, al tiempo que los partidos políticos buscaban, suplicantes, un lugar dentro de las discusiones.

El asunto se ha transado ahora simplemente por la llegada de una antigua magistrada, Sushila Karki, campeona de la lucha contra la corrupción, primera mujer en ejercicio del poder político, a quien se ha encargado la dirección de un gobierno de transición que permita realizar elecciones en marzo de 2026. Para entonces se espera que aparezcan propuestas de positiva transformación social y política. 

El caso de Nepal se parece un poco al de Bangladesh, ahí no más, del otro lado de una angostura caprichosa del mapa de la India. Algo puede haber de contagio regional. Una juventud ansiosa de ocupar un lugar en la vida nacional, que enfrenta a un gobierno anquilosado que ha permitido la corrupción y maneja las cosas apunta de discurso, termina por salir a la calle y logra concitar el apoyo de sectores ciudadanos que se sienten lo mismo de abusados por un gobierno que hay que cambiar.

En ambos países las posibilidades están abiertas. Es precisamente en estos momentos en los que allí, como en todas partes, se requiere la presencia de personas con talla suficiente para gobernar. Esto es con preparación, experiencia, serenidad, conocimiento, sensibilidad, y visión histórica, para plantear propósitos que signifiquen no solamente un cambio, sino el emprendimiento de un camino que, por la vía democrática, conduzca al progreso, el bienestar, y la igualdad de oportunidades.

Todos esos teatros, por lejanos que parezcan, sirven de referencia para los procesos que es preciso desatar en otras latitudes, donde en lugar de andar buscando la aparición de milagreros, conviene refinar la exigencia para que las propuestas de nuevo gobierno sean verdaderamente sólidas, respetuosas de los derechos de todos, y no se conviertan en una feria de “desfile del orgullo milagrero”, superficial, y banal, que conduce por lo general al vacío y a nuevos desastres.

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