Los políticos suelen no sentir vergüenza por incurrir en contradicciones. Los hay que predican la paz, pero profesan una beligerancia verbal sin tregua, que puede hacer tanto daño como si dispararan misiles. También los hay que desatan campañas anti discriminación que a la vez son discriminatorias. Como quien dice: me movilizo contra los que discriminan, pero sólo admito a los que están de acuerdo conmigo; los demás no caben en mi discurso contra la discriminación.
Lejos de la franja de Gaza, la guerra desatada por el asalto terrorista de Hamas a Israel ha llevado a muchos a tomar partido, de manera apasionada, con notable carga de desconocimiento de las complejidades de un problema que nadie ha podido arreglar, así como de prejuicios basados en Interpretaciones estereotipadas que llevan una carga de antisemitismo o islamofobia.
Los medios de comunicación han difundido, cuando no multiplicado, las posiciones radicales intransigentes y apasionadas de las partes, lo mismo que de sus aliados y protectores extranjeros. Así, la trayectoria de un enfrentamiento crónico se ha proyectado hacia países que marcan en ritmo del mundo, con la amenaza de hacer metástasis y producir nuevas versiones del mismo drama en diferentes escenarios.
En universidades y capitales cosmopolitas del mundo occidental se han llegado a desatar pasiones parecidas a las que caracterizan el enfrentamiento sin piedad que, en el extremo oriental del Mediterráneo, suma muertos en un drama sin pausa. Los protagonistas hacen eco del “ojo por ojo” y demás fórmulas primitivas que se creían superadas con el progreso de las civilizaciones.
En París, por ejemplo, todas las fuerzas políticas han desplegado su militancia, su discurso y su talante, en torno del problema. Al campo han salido los mariscales de la palabra a lucirse en ese terreno pantanoso que mezcla problemas exteriores, en los que raramente los políticos locales son especialistas, con los del día a día de la controversia dentro de la cual se ganan la vida y se juegan su destino en la disputa permanente por el poder.
Como quiera que Francia aloja no solamente una comunidad musulmana de grandes proporciones, fruto de su antigua relación con el Norte de África, sino una de las comunidades judías más numerosas del mundo, arraigada y significativa, lo que allí pase o deje de pasar tiene consecuencias importantes en el trámite del problema por fuera del campo de batalla de la Franja de Gaza. Con el agravante de que en el último mes se han llevado a cabo numerosos actos de reprochable contenido antisemita en París y otras ciudades francesas. Sin perjuicio de que, al mismo tiempo, exista una crispación islamofóbica.
Gérard Larcher, presidente del Senado, y Yaël Braun-Pivet, presidente de la Asamblea Nacional, convocaron para el 12 de noviembre a una marcha nacional contra el antisemitismo. Para ese momento el gobierno ya había prohibido diferentes manifestaciones en favor de los palestinos por temor a posibles desenlaces violentos, medida declarada inconstitucional por ir en contra de principios esenciales en el país de las libertades.
Si bien la convocatoria produjo declaraciones unánimes en favor de manifestarse de alguna manera sobre el problema, al mismo tiempo salieron a flote diferencias que mostraron evidente contradicción entre la condena del antisemitismo, por lo que lleva de carga discriminatoria, y la discriminación intransigente respecto de otras fuerzas políticas.
La “Francia Insumisa”, que no considera a Hamas como grupo terrorista, se declaró impedida para participar en la marcha, por el hecho de que allí habían anunciado su presencia miembros del partido de la extrema derecha. Por lo cual prefirió convocar su propia marcha, un día antes, orientada a la defensa de la causa palestina. Como si ser de izquierda conllevara la obligación de apoyar a Hamas, porque se opone a Israel, aliado de Estados Unidos, pero que puede ser clasificado como de derecha extrema, teocrático, hermano de los hermanos musulmanes de Egipto. Y como si los socialistas Ben Gurión y Golda Meir, y otros, no hubieran sido los fundadores e impulsores del Estado de Israel, con sus Kibutz, realización socialista mucho más allá de la promoción teórica del socialismo radical que tanto nos deleita en los cafés de París.
Varios expresidentes, como el centrista Sarkozy y el socialista Hollande, anunciaron su participación, lo mismo que la primera ministra y cinco antiguos jefes de gobierno. El presidente Macron, muy a la manera del General De Gaulle, fundador de la Quinta República, se puso por encima de todo y manifestó que apoyaba de corazón la marcha, pero no participaría, porque si se tuviera que sumar de hecho a tantas causas como las que se tramitan por la vía de la manifestación pública en Francia, se vería obligado a marchar todos los días.
A la memoria vino el hecho de que, en 1990, el legendario presidente socialista François Mitterrand encabezó una marcha de más de cien mil personas como protesta por la profanación de un cementerio judío en París. Ocasión en la cual se abstuvo de participar Jean Marie Le-Pen, fundador del entonces “Frente Nacional”, hoy “Reunión Nacional”, encabezado por su hija Marine.
Justamente por ese antecedente, el Partido Socialista y el Partido Verde, al tiempo que se sumaron a la manifestación del 12 de noviembre, anunciaron que formarían un “Cordón Republicano” para aislar en la marcha la presencia de Marine y su Reunión Nacional, que se sumaron a la marcha, según sus contradictores, en un acto de oportunismo para vincularse a una causa de esas que resultan bien vistas por los electores. De manera que, otra vez, se marcha contra la discriminación, pero se pone en práctica una discriminación propia, esa sí de obligatorio cumplimiento, porque es la mía y esa sí vale y es más que justificada, claro está.
El hecho es que, según el ministerio del interior, cerca de doscientas mil personas se manifestaron en París, y muchas otras en diferentes lugares de Francia, en contra del antisemitismo. Y lo pudieron hacer con entusiasmo ciudadano y en términos totalmente pacíficos, aún con el trasfondo de esa animosidad propia de la clase política, que dice mucho de la índole de ese oficio, tan desprestigiado en todas partes, pero indispensable para el funcionamiento de un sistema democrático.
Lo ideal hubiera sido que todo mundo se hubiese sumado a la causa, sin discriminación. Como también sería deseable que se realizara una condena unánime a la islamofobia. Pero, sobre todo, que allí y en todas las capitales y ciudades del mundo, nos pronunciáramos todos en favor de la paz. Quimera para la cual la historia humana no ha permitido jamás un espacio como el que merece, pero en cuya búsqueda no hay que dejar de insistir.