Unos cuántos políticos, con alma de dictadores, viven el delirio de hacer interpretaciones de los hechos, y cuentas alegres sobre su poder y sus posibilidades de acción. Para ello interpretan a su acomodo los procesos históricos e inclusive los fundamentos y el sentido de las instituciones. Con lo cual pueden terminar por violentar la voluntad popular, y crear un clima de incertidumbre del cual sacan provecho.
Todos obran con el denominador común de verdades acomodaticias, en realidad falsedades, que pretenden convertir en creencias, así sea por la fuerza. De paso buscan, y a veces consiguen, asfixiar la verdad y dejarla de lado, cuando no combatirla por las malas. Todo para mantenerse en el poder, o retornar a su ejercicio, por encima de sus propios fracasos y equivocaciones.
Les anima un ego mesiánico, que no les deja perder jamás y les obliga a acomodar las razones que sea para justificar sus desvaríos. Insisten en sus “verdades”, contra toda evidencia, con la ayuda de quienes les rodean en la cúspide de una pirámide desde la cual poco importan los verdaderos sentimientos populares, que buscan manipular con interpretaciones a su manera. Algo fácil cuando logran construir creencias a la medida de manadas de incautos que encuentran la satisfacción elemental de escuchar lo que necesitan.
Como si la historia se repitiera en círculos centenarios, el mundo presencia en nuestros días el desfile de una cosecha de “líderes” que no necesariamente son una colección de sabios respetables por la solidez de sus creencias y la calidad de su ejemplo, sino por la astucia de su pensamiento y de sus estrategias. De manera que resulta inevitable recordar el proceso del siglo pasado, que, a estas alturas, en medio de la euforia del final de la primera, generó nada menos que la posterior catástrofe de la Segunda Guerra Mundial.
En los Estados Unidos, un comerciante de inmuebles convertido en jefe político, condenado ya en uno de los casi cien procesos pendientes ante la justicia, por haber inflado engañosamente el valor de sus bienes en el mercado inmobiliario, sigue apegado a sus propias cuentas, según las cuales, sin aportar ninguna prueba, ganó las elecciones presidenciales de hace tres años. Solo que, según él, se las robaron dentro del mismo sistema que él presidía.
Con gestos de Mussolini y vocabulario de pocas palabras, arremete no solamente contra todo el que sea potencial adversario, sino contra las instituciones y en particular contra la justicia de su propio país. De una vez es protagonista de acciones de efecto internacional, cuando anuncia decisiones que tomaría o con su influencia en la negativa del apoyo americano a Ucrania, o el debilitamiento de los vínculos entre los Estados Unidos y Europa. Lo cual puede parecer hoy un chiste, pero, en el mediano plazo traería consecuencias gravísimas para la integridad del bloque occidental, bajo múltiples amenazas que el personaje no ha dado muestras de entender.
En Moscú, un jefe atornillado al poder del Kremlin en lo que va del presente milenio, se las acaba de arreglar para continuar en el oficio por seis años más, con el anuncio de que serán doce, en unos comicios para los cuales no hubo competencia, ya se sabe por qué razones. Retrógrado, con ínfulas de historiador y estratega supremo, busca la reconstrucción del imperio zarista.
Con ese propósito completó ya dos años de guerra contra Ucrania, a costa de la vida de miles de soldados campesinos propios enviados al sacrificio con el argumento de que se trataba de una “operación especial”, destinada a detener el avance de un estado ucraniano “neonazi y drogadicto”, listo a asaltar a la madre patria. Invocación que para los rusos trae el recuerdo de la Gran Guerra Patriótica, que libraron valientemente, a un costo inverosímil de vidas humanas, cuando los atacaron los nazis de verdad. Toda una edificación de creencias impuestas, por la razón o la fuerza, que no admiten discusión. Mientras con su talante guerrista amenaza al resto del mundo con el poderío nuclear de su país, que por el mismo hecho de no haber podido doblegar a Ucrania está claro que ya no es una superpotencia, aunque lo sea en sus propias cuentas.
En Guinea Bisáu, un juvenil presidente, elegido hace tres años en unos comicios cuyo escrutinio no terminó, no se ha detenido en su marcha en contra del parlamento y otras instituciones. Valido de un supuesto intento de golpe de estado en 2022, resolvió disolver el legislativo y disponer el arresto de opositores. Como suele suceder, su primer anuncio fue el de nuevas elecciones. Expediente utilizado por los dictadores como abrebocas que deja a la gente con la boca abierta mientras buscan perpetuarse en el poder mediante la acumulación de funciones, para dar rienda suelta a su deseo de gobernar como les venga en gana.
En Haití, un ex-policía, ahora jefe de pandilla, resolvió convertirse en árbitro de la vida política y de la disciplina de una población aterrorizada y sumida en la anarquía, al ritmo de una violencia sin cuartel. No importa la búsqueda de soluciones políticas. No valen. No tienen cabida, mientras se lucha calle a calle por el predominio de la fuerza, con la esperanza de prevalecer, para luego preocuparse supuestamente de gobernar lo ingobernable. Pero él cree que encarna, o debe encarnar el poder, y esas son sus cuentas, que espera imponer.
En La Habana invocan todavía, como lo han hecho por mucho más de medio siglo, la culpa del imperio yanqui cuando se presentan protestas por el deterioro del nivel de vida. El mismo imperio del que se han declarado orgullosamente independientes, pero del cual parecen depender, de hecho, al punto que sigue siendo según las cuentas del propio gobierno el causante del fracaso de un sistema incapaz de darle de comer a un pueblo al que se le obliga a definirse como revolucionario, siempre y cuando se trate de ejercer la acción revolucionaria contra los yanquis, pero al que se le impide, por la fuerza, ser revolucionario contra el hambre cotidiana
En Tel Aviv, un primer ministro que había arremetido contra el aparato judicial, y se había adornado con la aureola de garante de la seguridad de sus compatriotas, lleva ya más de 170 días y de treinta mil muertos de venganza por el infame ataque del que fueron objeto civiles inocentes el 7 de octubre pasado, y que, a juzgar por los estándares de control establecidos, no ha debido suceder.
Ahora trata al mismo tiempo de liberar a los rehenes y “borrar de la faz de la tierra” al movimiento terrorista que perpetró el asalto y asesinó a más de mil de sus compatriotas. Propósito de eliminación que ha puesto a su país en la contradictoria situación de ganar una batalla estruendosa mientras pierde una guerra, pues, sin perjuicio del juicio de responsabilidades que vendrá en el seno de un estado democrático, cada bomba que destruye hoy hogares palestinos siembra semillas de rencor y venganza cuyos frutos, infortunadamente, se verán más adelante, en la región y el resto del mundo.
Todas estas “cuentas propias”, de políticos alucinados, forman parte de una tendencia inveterada a hacer valer el recuento acomodaticio de hechos y circunstancias, que en ocasiones puede llevar inclusive en estados pretendidamente democráticos a la subversión contra las instituciones desde el ejercicio mismo del poder.
Ante semejante amenaza, allí donde queden espacios democráticos, corresponde a la ciudadanía movilizarse, a fondo y sin reservas, para defender las instituciones, que no pueden ser alteradas según la voluntad de ningún “caudillo” presuntuoso que, ante el fracaso de su gestión política, decide con argumentos advenedizos, populistas y pseudo democráticos, arremeter contra la institucionalidad en busca de cambiarla para conseguir una que sea diseñada a su medida. Síndrome que, en los tiempos actuales, y a la luz de los ejemplos mencionados, recuerda, entre otros, los avances del fascismo, de cualquier color, que hace un siglo trajeron tanta desolación y escribieron con sangre lecciones que no se pueden echar al olvido.