El peso político, interno e internacional, del presidente francés, quedó severamente disminuido después de las elecciones parlamentarias que convocó “para aclarar el panorama político”. Solo quedó claro que no tiene el apoyo ciudadano que en 2017 lo llevó originalmente al poder, cuando a los 40 años irrumpió con un nuevo partido y pudo poner un gobierno con amplio apoyo en el seno de la Asamblea Nacional, premisa indispensable para el éxito de un presidente en el modelo híbrido de la democracia francesa.
Ya su segundo mandato comenzó con una disminución ostensible de apoyo popular. Las elecciones parlamentarias, que ordinariamente siguen allí a las presidenciales, le negaron la mayoría absoluta. Desde entonces, con mayoría relativa y a punta de negociación permanente, pudo sostener un gobierno de minoría favorable a su proyecto, con denominación mutante, como suele suceder en Francia. De “La République en Marche”, pasó a llamarse Renaissance.
Catalogado como “presidente de los ricos”, o tecnócrata indolente de “carácter jupiterino”, Macron ensayó hace siete meses un cambio de cara, con la designación de su joven antiguo portavoz, Gabriel Attal, como primer ministro. Solo que, cuando ese gobierno apenas despegaba, vinieron las elecciones europeas y se produjo un triunfo contundente de la extrema derecha. Hecho cuyos efectos no revestían trascendencia institucional en el orden interno, aunque eran señal para tener en cuenta sobre el estado de ánimo de algunos sectores.
Las cosas hubieran podido perfectamente seguir así, hasta la terminación de su mandato en 2027. Solo que Macron apeló súbitamente a una fórmula infalible en el contexto francés contemporáneo, como es la de movilizar a la nación para que reaccione en favor de los valores republicanos y vote por el que sea, con tal de frenar el avance de la derecha extrema, que también mutó de nombre, para parecer más amigable. Dejó de ser el “Front national”, que imprimía miedo, y pasó a llamarse “Rassemblement national”, además de abandonar algunas de sus posiciones extremas.
El presidente tal vez calculó que esa receta conduciría a que los franceses otra vez se movilizaran para atajar a la extrema derecha, y de paso a la izquierda, para engrosar el apoyo a su partido de centro. Solo que la apuesta resultó fallida. En la primera vuelta su agrupación quedó de tercera, después de la extrema derecha, ganadora, y de una alianza de la izquierda que se vino a llamar “Nuveau Front populaire”, en recuerdo del “Front populaire” que en los años 30 del siglo pasado se opuso al fascismo.
Ante ese resultado, que consideraron amenazante, los partidos de centro, y los de izquierda, renunciaron a participar en segunda vuelta allí donde no tenían posibilidades de ganar, para que sus votos reforzaran a quien se opusiera a la derecha extrema. La operación resultó exitosa y Rasemblement national quedó ahora en tercer lugar, lejos de la mayoría que tantos temían. El Nuveau Front populaire, en cambio, quedó con el mayor número de curules, y el partido de Macron en segundo lugar. Ningún partido quedó cerca de la mayoría absoluta.
El resultado es a todas luces adverso para el presidente. Esas elecciones, innecesarias, no solo lo dejan en condiciones de precariedad política, sino que ponen al país en una situación desacostumbrada. Porque, a diferencia de Alemania, por ejemplo, donde surgen coaliciones post electorales que se comprometen con un programa negociado de gobierno, que puede durar meses en acordarse, como sucedió con Merkel, en Francia no existen ni esa tradición, ni ese deseo, ni esa experiencia.
Por ahora, ante la inminencia de los Juegos Olímpicos, el presidente no ha aceptado la renuncia del joven primer ministro, que seguirá en funciones. La izquierda reclama ser llamada a encabezar un gobierno, por el hecho de ser ahora, aunque no de lejos, la primera fuerza política parlamentaria. Situación que por lo menos duraría un año, a lo largo del cual el presidente no tiene derecho a una nueva disolución, para ver si entonces sí se aclaran las cosas.
La única representación monolítica en la nueva asamblea es la de la extrema derecha. Los demás no pueden negar que, sin perjuicio de su base histórica, se nutrieron en esta ocasión de votos fugados de diferentes partidos, que fuero a dar a la izquierda o al centro para atajar la arremetida de Marine Le Pen y su engendro político de 28 años, Jordan Bardella, ejemplo de la astucia y el mercadeo, que aspiraba a ser primer ministro.
Macron es un presidente sin gobierno. No hay campo para una “cohabitación” como las anteriores, cuando un partido opositor contaba con mayoría parlamentaria. Ahora tendría que intentar una especie de cohabitación con parte de esa izquierda con la que se detesta, basada en un acuerdo difícil de negociar, pues “La Francia insumisa”, eje de esa agrupación, pide que la dejen aplicar su programa íntegramente. Programa no aceptable en las instancias europeas porque implicaría gasto público desmedido para un país cuya deuda ha sobrepasado ya los límites aceptables.
En lugar de reaccionar en cuestión de minutos, disolver el parlamento y deshacerse del poder que bien que mal tenía, Macron ha debido tratar de responder desde el gobierno de un primer ministro propio a las aspiraciones de la gente. Buscar la respuesta a aquellos anhelos de amplios sectores ciudadanos y corregir factores de deterioro del bienestar plenamente identificados y que llevaron a muchos a votar por la derecha en las elecciones europeas. Esa era la mejor forma, aunque dispendiosa y difícil, pero objetivamente posible y muy útil para el país, de frenar la arremetida del populismo.
El presidente se equivocó en el timing de la operación de poner una barrera al avance de la extrema derecha. Lo hizo cuando era innecesario. El mismo discurso de ahora, la misma apelación a las fuerzas republicanas, y al espíritu republicano, habría podido funcionar perfectamente al terminar su mandato. Con la ventaja adicional de haberlo hecho todo para responder a las preocupaciones populares que evidentemente motivaron a muchos a votar como lo hicieron en las europeas.
También se equivocó al pensar que la gente optaría por apoyar al centro político que él representa. No parece haber tenido en cuenta, ni reconocido, sus propios defectos ni su desprestigio. Lo que sí consiguió fue que el espíritu republicano tan arraigado en Francia, en lugar de impulsar a los votantes a refugiarse en otro gobierno del macronismo, les llevara más bien a apoyar a la izquierda.
Sin perjuicio de lo que pase internamente luego de los Juegos Olímpicos de París, ya afectados por el clima político del momento, aupado por la interferencia rusa, que ha estado presente según las autoridades francesas, Macron y Francia pierden peso en el escenario internacional. Por culpa de una decisión innecesaria, se verá afectado el propósito de liderazgo francés en la Europa post Merkel. Lo mismo el eje franco-alemán que sustenta la marcha de la Europa comunitaria. También el apoyo político y militar a Ucrania, y la fuerza de Francia en la OTAN, las Naciones Unidas y otras instancias en las que más vale contar con una Francia pudiente.