Sea cual fuere el resultado de los procesos relacionados con la conducta del expresidente Trump, el daño a la salud política de los Estados Unidos ya está hecho. El espectáculo público de las numerosas acusaciones en su contra, de sus reiteradas actitudes desafiantes frente a la institucionalidad, y del apoyo a ultranza de sectores furiosamente adictos a su causa monotemática, elemental y vacía, depreda la vieja idea del paradigma americano de democracia.
Cuando Tocqueville publicó su “Democracia en América”, no solamente se adelantó a relacionar el modelo de la democracia de los Estados Unidos con la dinámica de las fuerzas productivas y las relaciones entre ellas, sino que advirtió virtudes y defectos del sistema, en particular la posible subordinación de los más ilustrados y a los prejuicios de los ignorantes.
Cuando Nixon renunció al poder, en lugar de quedarse en la Casa Blanca y empañar la dignidad de la presidencia, luego de haber aprobado la infiltración de la campaña de sus oponentes y obstruido la investigación sobre esos hechos, estableció un parámetro de conducta ante el riesgo de ser juzgado por obstrucción de la justicia, abuso de poder y afectación del trabajo del congreso.
La advertencia de Tocqueville y los motivos de la renuncia de Nixon desfilan ahora como fantasmas del pasado en la comparsa desatada por un presidente que se quería quedare en el poder mediante la descalificación, sin pruebas, del proceso electoral que determinó su derrota a la hora de la reelección.
Las travesuras de Nixon palidecen ante la acumulación de acusaciones en contra de Trump. Con la circunstancia inédita
de que haya gente lista a ondear banderas con la figura “mussoliniana” del personaje, mientras vocifera las escasas frases, vacías, de su discurso. Algo que pasa de lo teatral a lo preocupante, si se tiene en cuenta el apoyo que el personaje obtiene en las encuestas.
Si fuéramos capaces de dejar de lado, por un momento, la manida descalificación de los Estados Unidos por su comportamiento imperial, comodín para tener a quién echarle la culpa de muchos males, tal vez podríamos reconocer las virtudes propias de una separación de poderes que, puesta a prueba, ha impedido, hasta ahora, desquilibrios letales para la vigencia de la democracia en ese país.
Desde los cuarteles políticos del polémico expresidente no solamente se ha desatado una andanada contra la justicia, sino contra el sistema electoral, la limpieza en los comicios y la decencia de las autoridades de los Estados, encargadas de vigilar la pureza del sufragio, además de emprenderla contra el libre ejercicio del congreso a la hora de ratificar el veredicto de las urnas. A lo cual se suma ahora la descalificación de quienes lo han acusado y de quienes lo juzgarían.
Todo lo anterior pone a los Estados Unidos en condición de república de opereta, solo que con excelentes universidades, tecnología de punta, armamento nuclear, protagonismo espacial, capacidad de innovación en todo, menos en lo político, poderío económico, fuerza cultural y compromisos adquiridos por todas partes como un país respetable, así sea como contradictor.
Ya la respetabilidad de los Estados Unidos se ha visto afectada por una serie de acciones que precisamente el antiguo presidente llevó a cabo y que condujeron a un aislamiento del país, por el hecho de haber abandonado escenarios en los que tenía papel, y responsabilidades, cuya desatención le ha quitado amigos, poder y prestigio. Para no hablar del frente interno, con el manejo disparatado de secretos de estado o el uso de su poder presidencial para perdonar, por ejemplo, a su consuegro, condenado por corrupción.
El debilitamiento de las relaciones con otros miembros de la OTAN y con los líderes de la Unión Europea, así como el retiro de entidades como la Organización Mundial de la Salud, en plena pandemia, siempre por cuestiones de cuentas de sostenimiento, ignorando factores estratégicos e históricos fundamentales, no podía conducir a “América grande otra vez”, sino todo lo contrario.
El país que pretendía ser modelo ya no lo es. Perder la supremacía como paradigma de democracia es tan grave como perder liderazgo económico o militar. Además contribuye a ahondar la sensación de que los Estados Unidos no son tan poderosos, tan comprometidos, tan democráticos, ni tan severos con sus gobernantes. Cómo se puede deducir del comportamiento de quienes se rasgaron las vestiduras por lo de Nixon y ahora toleran la mentira abierta y el menosprecio por las instituciones, con tal de sobrevivir en el poder.
Si llega a quedar impune el ataque de unos exaltados al Congreso de los Estados Unidos, cuando se tramitaba el reconocimiento de la elección del presidente Biden, las consecuencias internas e internacionales serán arrolladoramente negativas. El problema es que las poderosas acusaciones aparecen en momentos de agitación política propia de campaña electoral y sirven al candidato para voltear las cosas en su favor.
A pesar de la pobreza impresionante del discurso del personaje, que no corresponde a lo que se esperaría de una persona que compite por uno de los cargos más importantes del mundo, su aparente egolatría le permite seguir adelante. Ahí sigue aparentemente convencido de sus elaboraciones noticiosas, que generan frases de poderío imbatible en la lógica elemental de millones de votantes que se sienten representados en la apoteosis de la ramplonería. Más grave aún de lo que diga el expresidente, es el hecho de que haya tanta gente que le cree.
La cauda del expresidente demuestra que en política tienen éxito los que trabajan con las emociones. A sus seguidores a ultranza les pasa lo de amantes que lo aceptan todo sin muestras de rigor ni de rubor. Entonces hacen caso omiso del largo listado de las acusaciones en su contra. Lo cual es muy grave.
A pesar de que los Estados Unidos cuenten con semejante cantidad de universidades y centros de investigación, y puedan convocar a las figuras más emblemáticas del planeta en cualquier actividad, persiste el trasfondo de un atraso creciente en cuanto a las exigencias a la hora de escoger quién va a gobernar.
Si bien ha llegado el momento en el que personas que trabajaron con él, como su propio vicepresidente, aclaran que bien le advirtieron de su derrota electoral, la insistencia del antiguo presidente en su punto de vista se convierte en un fenómeno digno de sospecha en cuanto a su verdadera finalidad.
El tiempo dirá si se trata simplemente del caso de un contraventor que busca politizar los efectos judiciales de su propia conducta, para sacar provecho y evadir la acción de una justicia que no cesa de demeritar. Mientras insiste en su prédica sin fundamento contra las instituciones del país que ya presidió con desdén y que ahora aspira de nuevo a gobernar. Los conocedores dicen que la “América grande otra vez”, no se percibió a su paso por la presidencia. Más bien todo lo contrario. Y agregan que, si el expresidente quisiera de verdad a su América, no insistiría en hacerle daño.