Millones de españoles se movilizaron en el sopor del verano más caliente de los últimos años a votar en unas elecciones en medio de un clima político lo mismo de candente.

El ejercicio electoral, convocado por el presidente socialista del gobierno en medio de un ambiente de descontento muy propio de nuestra época, parecía hace unas semanas conducir a un cambio nítido del apoyo político en favor del centro derecha, representado en el Partido Popular.

Los comicios, como es el caso en muchas partes, y como ha sido particularmente en España en los últimos tiempos, no produjeron un ganador de verdad. De manera que no hay una formación política, con mayoría suficiente en el parlamento, para gobernar sin necesidad de entrar en alianzas con otros partidos.

Una vez más se ha frustrado el ideal de desarrollar un programa propio, conforme a un credo político determinado, sin necesidad de hacer concesiones a partidos pequeños que, a pesar de los pocos escaños conseguidos se convierten en “hacedores de gobiernos” y cobran el apoyo con cuotas de poder representadas en ministerios.

Los conservadores del Partido Popular obtuvieron el mayor número de votos y de curules en el legislativo, pero se quedaron cortos y no podrían gobernar por su cuenta. De manera que su triunfo sabe a derrota, en especial porque se esperaba que la inercia del proceso político les condujera a una clara victoria contra un gobierno desgastado por múltiples factores.

Por el lado de los socialistas, la derrota, entendida como tal por el simple hecho de haber obtenido el segundo lugar en votos y en curules, tuvo en cambio un sabor a victoria. Ellos mismos no sospechaban la posible obtención de un apoyo popular que creían desvanecido por el desgaste natural de los gobiernos y la incisiva campaña de la derecha.

Conforme a la lógica del sistema parlamentario, ante la obligación política de intentar formar un gobierno, en lugar de ir de inmediato a nuevas elecciones, los partidos pequeños, que representan causas radicales, desde los extremos del espectro político, cuando no proyectos regionalistas o separatistas, se convierten en protagonistas principales. Así será, sin que hayan obtenido una votación significativa. Realidad que permite por otra parte conlleva el beneficio de la representatividad de las minorías y su vocación de poder.

En el fondo de la controversia política del momento se observa la preocupación ciudadana por la precariedad de la respuesta del estado a los problemas de la vida cotidiana. Respuesta cada vez más alejada de la posibilidad de atender a inquietudes elementales.

El resultado mismo de los comicios demuestra que ninguna propuesta responde de manera contundentemente atractiva, como para que un electorado de opinión se decida por apoyar claramente uno u otro proyecto.

Dentro del ritual de búsqueda de alianzas que permitirían formar un gobierno de coalición, el primer turno correspondería a Alberto Núñez Feijóo, jefe del Partido Popular, porque obtuvo el mayor número de votos. En su alocución después de conocidos los resultados de las votaciones, no trató para nada el fondo de sus propuestas, como si ello fuera apenas asunto de una campaña ya terminada. Simplemente reivindicó la opción de formar gobierno y anunció estar dispuesto a negociar con quien fuese.

El problema para el líder conservador radica en que las formaciones de derecha, incluyendo la radical de Vox, que para muchos revive fantasmas del pasado, no alcanzarían a sumar curules suficientes para armar una mayoría en Las Cortes tal como están las cosas. Faltarían 7 curules. De manera que, para ser serios y buscar opciones verdaderas de poder, el PP tendría que pasar la vergüenza política de llamar a la puerta de algún partido de izquierda, para rogarle que le ayude a formar un gobierno, vaya uno a saber el precio, y la voluntad que pudiera tener alguno de ellos de apoyar un gobierno de derecha. Gobierno que llevaría para todos la fragilidad de un pecado original fácilmente denunciable por propios y extraños.

Como lo más posible es que, bajo ninguna modalidad de alianza, la derecha sea capaz de armar gobierno, el turno les correspondería otra vez a los socialistas del PSOE, como segunda formación política en el acopio de votos. Pero las cosas no serían tan fáciles, aunque, sumando sumando, en ese caso sí existiría teóricamente una posibilidad de armar de nuevo un gobierno, muy parecido al que acaba de terminar con las elecciones en pleno verano.

El problema para los socialistas, con Pedro Sánchez a la cabeza, es que, después de la euforia por no haberse desplomado con motivo de los comicios, como muchos vaticinaban, tendría que ver qué tanto deben ceder ante las pretensiones de partidos nacionalistas, contradictores de la unidad misma de España. Formaciones que, en el País Vasco y Cataluña, desde una minoría ostensible en el plano nacional, terminarían por jugar papel definitivo a la hora de gobernar el país, con una fuerte cuota de poder, si saben negociar conforme a sus intereses.

Ahí estaría España, una vez más, ante la imposibilidad de tener un gobierno con mandato claro. Podría decirse que eso sería responsabilidad de la propia ciudadanía, en cuyas manos estaría decidir de manera más clara entre las opciones políticas disponibles.

Pero, mucho más al fondo, ahí está una nueva demostración de que en el mundo democrático existe una especie de insuficiencia, cuando no de esterilidad política de ideas y propuestas adecuadas a las necesidades de millones de personas que esperan la acción del estado en su favor, o al menos una actuación que sirva de marco a la iniciativa privada, para que la gente sea protagonista de su propio destino.

Ese drama de la insuficiencia política, que hace que los ganadores de elecciones terminen por ser perdedores, y que los perdedores se salgan con la suya, sostenidos por unos pequeños que se la juegan a servir de comodines, no deja de afectar la confianza en un sistema que, como dijo Churchill, sería el menos peor entre los disponibles.

Los estudiosos de las relaciones de la política con la economía y de las necesidades de la sociedad, los actores políticos, y las organizaciones ciudadanas de toda índole, siguen entonces con una tarea pendiente.

Mientras tanto, España podría volver a un gobierno de retazos, como el que ha tenido últimamente, o se vería obligada a acudir otra vez a las urnas, con el alto riesgo de que pase exactamente lo mismo que acaba de suceder. Salvo que un contingente de nuevos votantes pueda marcar la diferencia, o que aparezca algún factor cautivante que modifique las preferencias actuales. Con los riesgos propios de la euforia del inmediatismo, y de la esperanza desaforada en salvadores, que en tantos casos conduce a caer bajo el hechizo de propuestas populistas.

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