Charles De Gaulle decidió hace medio siglo no aceptar la oferta estadounidense de cubrir a Francia con la famosa “sombrilla nuclear” que, al tiempo que protegía a la Europa no comunista de una embestida de la Unión Soviética, la dejaba sometida a la buena voluntad de Washington para defenderla.
A pesar de la molestia de muchos, en los Estados Unidos y en la misma Europa, por ese acto de “sublevación” de Francia ante los dictados de la superpotencia americana, De Gaulle decidió iniciar cuanto antes un programa de desarrollo nuclear autónomo de principio a fin. Para justificarlo cuestionó la garantía de duración del compromiso de los Estados Unidos de defender a Europa y preguntó si futuros gobiernos en la Casa Blanca estarían dispuestos a correr el riesgo de un ataque contra Washington ante un ataque contra París.
El mismo presidente francés respondió a la pregunta y afirmó que los intereses de los políticos estadounidenses no siempre estarían alineados con las preocupaciones y necesidades de una u otra nación europea. Así nació el programa nuclear francés, que es de verdad autónomo, pues el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte, la otra potencia nuclear de la Europa Occidental, depende en gran medida de los Estados Unidos para el funcionamiento de su arsenal atómico.
De Gaulle no era un profeta sino un político audaz y visionario, estratega acostumbrado a leer la historia hacia adelante y hacia atrás, con lucidez y objetividad. Para la época, los Estados Unidos, vencedores en una guerra que no tocó su territorio, liberadores de Europa, comprometidos con su reconstrucción y diseñadores del orden de la postguerra, entendieron el comportamiento del jefe francés como una especie de falta de respeto a su autoridad.
No obstante, tuvieron que aceptar la rebeldía francesa, a pesar de su condición de “campeones de la democracia y líderes del mundo libre”, capaces de imponer a su acomodo el orden en la superficie no comunista del planeta. La premisa de su dominio, que sí funcionó en otra partes, era simple: a través de tratados, todavía vigentes, se contaría con el amparo de Estados Unidos, que reaccionaría ante un ataque a sus aliados a cambio de que estos renunciaran al desarrollo de sus propios arsenales.
Así habían ya organizado el Japón post Imperial como monarquía parlamentaria, asegurando la lealtad de Corea del Sur, y también la de Canadá y América Latina, su proclamado patio trasero. Tenían clara la importancia de cultivar a Irán, Turquía y Arabia Saudita y proteger a Israel. Los europeos con los rezagos de sus anteriores imperios, y sus colonias en desbandada, se ocuparían del resto.
Las razones del “comportamiento insubordinado” de Francia tardaron varias décadas en salir a flote y justamente lo han hecho con la llegada del binomio Trump – Vance al poder. Con ellos se ha venido a cumplir la premonición de De Gaulle en el sentido de que algún día los gobernantes de Estados Unidos no estarían alineados con las preocupaciones y necesidades de seguridad de una u otra nación europea.
La acción internacional de los Estados Unidos y el cumplimiento o abandono de los múltiples compromisos de defensa adquiridos en Europa y regiones del mundo, dependen ahora de la visión de ese presidente y ese vicepresidente aislacionistas, que se dan el tono de regañar a los líderes de otros países, sobre la idea de volver el suyo más grande otra vez. Por ahora con el efecto de acelerar una pérdida de confianza en los Estados Unidos, derivada de la ausencia misma de voluntad de cumplir sus compromisos en materia de defensa.
Ese mismo binomio ha conseguido en pocas semanas producir una fractura, no se sabe si reparable o no, del concepto mismo de Occidente. A lo cual no solo contribuye su actitud en materia de defensa, que condiciona el apoyo a cuentas de pago más que a consideraciones estratégicas, sino la guerra comercial que perjudicaría a todas las partes, inclusive a quien la desató, salvo que Trump tenga la razón frente a los economistas especializados
Como consecuencia necesaria y explicable de todo lo anterior, se ha despertado para sus antiguos y hasta ahora aliados, la obligación de pensar y actuar de manera autónoma, en defensa de su seguridad y de sus intereses económicos y estratégicos. A eso se han visto obligados no solamente por el súbito “abandono” americano, sino por la existencia de amenazas que deben afrontar ahora y prever hacia un futuro que ven no lejano y que anima al ejercicio de las responsabilidades correspondientes.
No se trata sólo de resistir sino de actuar de manera adecuada ante una doble amenaza: por un lado, en el caso europeo, la de Moscú y en el caso asiático la de China, y por otro, quien lo creyera, la amenaza que significa el debilitamiento o abandono de las obligaciones de Washington, que dejarían el descubierto a sus aliados ante la arremetida de potencias con ambiciones expansionistas, o al menos de control indiscutido de regiones terrestres y marítimas de alto valor estratégico.
Los europeos han hecho cuentas. Si bien es cierto que Rusia desde el punto de vista convencional no ha podido ganar en tres años la Guerra en Ucrania, y no resistiría una confrontación de esa naturaleza con los demás europeos unidos, cuenta sí con el mayor arsenal nuclear del mundo. De manera que la idea no es solamente buscar la forma de aumentar el presupuesto para impulsar nuevos desarrollos de armamento convencional, sino consolidar, en conjunto o de manera individual, una capacidad de resistencia nuclear que permita el bloqueo efectivo y la disuasión de las intenciones de Rusia respecto de Europa.
Para lo anterior cuentan con dos potencias nucleares: Francia y el Reino Unido. La primera, que obra de manera autónoma y ha ofrecido cubrir necesidades de otros países, que por su cuenta aplicarían, como Alemania, el mismo principio de De Gaulle para desarrollar su propio proyecto, pues nadie garantiza que la valiosísima reconciliación francoalemana encuentre hacia el futuro campeones de la talla y la conciencia de Helmut Kohl y François Mitterrand. El segundo, que por ahora tiene la desventaja de depender en gran medida del apoyo de los Estados Unidos para mantener vigente su capacidad nuclear.
El primer ministro de Polonia, Donald Tusk, mencionó el “profundo cambio de la geopolítica estadounidense” y señaló la necesidad de aprovechar “oportunidades relacionadas con las armas nucleares”, en “una carrera por la seguridad, no por la guerra”.
Los asiáticos, como Japón, Taiwán, vista por China como Provincia rebelde, y Corea del Sur, han hecho también sus cálculos y manifestado su interés en armarse por su cuenta adecuadamente, al ver con qué facilidad Trump retiró, así fuese temporalmente, la ayuda y el cubrimiento de inteligencia a Ucrania, y cómo advirtió a más de treinta Estados que no contarían con los Estados Unidos para protegerlos, si no gastan en defensa, tal vez comprando armas americanas, un porcentaje mayor de su PIB.
Israel maneja el asunto con toda discreción y a su capacitado ejército puede sumar fácilmente poderío nuclear. Irán anda empeñado en el uso de la tecnología nuclear que ya tiene, al servicio de su defensa. Arabia Saudita, Egipto y Turquía, para mencionar solo algunos de los muchos otros interesados, pueden entrar también en la carrera, en vista de las circunstancias. Y así por todas partes, al punto que el Tratado de No Proliferación Nuclear firmado por 191 países, que entró en vigor en 1970, saltaría por los aires, como puede suceder en estos casos con los tratados internacionales, para dejar el mundo expuesto a un nuevo panorama de alta peligrosidad.
Los gobernantes actuales de los Estados Unidos parecerían no haber contemplado el futuro nuclear del planeta con la visión y la seriedad requeridas. Así, toma fuerza el argumento, antes propio de especialistas, de que se vive ahora más que nunca el peligro de una confrontación nuclear. Aunque también puede surgir la idea, igualmente peligrosa, de que la proliferación de armas nucleares equilibraría las cosas a tal punto de que nadie se atrevería a hacer estallar la primera bomba.
Sería mucho mejor no obligar a la humanidad a vivir sobre un escenario plagado de bombas que en cualquier momento podrían destruirlo todo en este rincón del universo. Caso en el cual ya se sabe en qué quedarían las proclamas populistas y actitudes supremacistas y egocéntricas de “líderes” cuyo sentido de responsabilidad, capacidad visionaria y voluntad de verdadera paz merecen seria revisión.