A pesar de las proclamas de la independencia americana en el sentido de rechazar el gobierno de los reyes británicos, en los Estados Unidos ha subsistido una cierta fascinación por la realeza, que se advierte en el culto por las incidencias de la vida de familias que reemplazarían a la nobleza, en el interés por las noticias de la vida de las cortes extranjeras, principalmente europeas, e inclusive en la tradición de agregar ordinales a los nombres de los hijos, nietos y biznietos de una saga cualquiera. 

Algo hay de fondo también en la proclama ahora de moda para rechazar la tendencia autoritaria del presidente de turno, con dos palabras que en ese mismo país tienen significado más profundo que el de la simple oposición, dentro de una democracia, a quienes tienen talante de dictadores: “No King”. 

Entre chiste y chanza, el presidente no ha escapado a la tentación de permitir que circulen imágenes suyas con la cabeza coronada. Su sentido del ejercicio del poder, con ese disfraz, parece ir mucho más atrás de las revoluciones americana y francesa: “el poder soy yo”, parece decir con sus declaraciones, que le deparan ostensible placer. Algo que tiene seguidores y defensores, pues muchos prefieren que haya alguien que mande con fuerza y no con tibiezas. Así se ejerza el poder, como sucede también en otros países, tocando al oído y con una confianza casi patológica en un ego que se cree genial y todopoderoso. 

Nadie más feliz que el presidente de los Estados Unidos al recibir la carta de invitación del Rey Carlos Tercero de la Gran Bretaña a visitar oficialmente por segunda vez su país y alojarse en su castillo más significativo. Invitación fina y oportunamente calculada por una diplomacia que hace bien su oficio y que puso al rey en ese trance a cambio de que el presidente se sintiera agasajado y no fuera a desatar sus furias arancelarias en mala hora contra la otrora metrópolis colonial de una nación que se ufanó de ser de inmigrantes, justo hasta su retorno a la Casa Blanca. Nadie más feliz que el mismo presidente caminando casi despegado del suelo por los corredores de Windsor y sentado a manteles en un salón que jamás podría imitar en Mar a Lago, donde hay oro pero falta el peso de la historia. 

Como las “casas reinantes” europeas, sin excepción, se han convertido más bien en símbolos de países democráticos en donde cumplen una función protocolaria pero no hacen negocios y son más bien, comenzando por la británica, mucho más sencillas y prudentes que lo que la gente piensa, un presidente con el carácter del actual no tiene mucho que hablar con ellas. Allí no se disputan por la amistad de un personaje suigéneris aún para los estándares estadounidenses, donde la tradición presidencial no solo ha sido elevada sino que ha estado rodeada de funcionarios profesionales y conocedores del mundo y de las “obligaciones ineludibles” de una gran potencia, muchos de los cuales han sido despedidos porque su profesionalismo resulta incómodo. 

Sin mucho qué hacer ante o con las cortes europeas, el presidente y sus socios de negocios han encontrado un escenario perfecto para “hacer muchas cosas”, en un mundo diferente, donde sí que hay reyes y príncipes y demás dignatarios que ostentan no solamente títulos sino poder efectivo para desarrollar emprendimientos en común y dialogar en dólares más que en cualquier otro lenguaje. Además, no se puede negar, que están al mando efectivo de países de significación geopolítica, revestidos del poder que todavía confiere el petróleo.

Los árabes, a lo largo de su extensa historia, han sido protagonistas de negocios de todas proporciones desde mucho antes de la aparición del capitalismo. Saben que en materia de negocios tiene gran valor el acierto en el conocimiento de la contraparte mucho más allá de la evaluación de su capacidad económica, que es apenas uno de los factores a tener en cuenta. Entienden que es preciso romper barreras invisibles y “calibrar” el alma del otro, con sus fortalezas y debilidades. Y que en materia de negocios el placer se deriva en muchos casos de lo enriquecedor de la experiencia personal más que de la ganancia obtenida, que no es sino dinero. 

Dentro del estrellato del mundo árabe contemporáneo brilla con luz propia y poder y ambiciones incontenibles Mohammed bin Salman Al Saud, el hijo del rey Salman bin Abdulaziz Al Saud, quien le ha delegado poderes completos, que el depositario ha aprovechado para dirigir un proceso de transformación del país en todos los campos posibles, como lo acreditan medidas de cambio en el orden social, el propósito de tránsito al uso de energía nuclear en previsión de un futuro de decadencia del petróleo, que aunque lejano hay que prever, y el tejido de una red de relaciones internacionales de primer orden. 

Cuenta Bob Woodward, el legendario periodista que destapó el escándalo de Watergate, que en una visita del senador republicano Lidsey Graham, el príncipe Mohammed, conocido como MBS, mandó traer una cesta con algo así como 50 teléfonos desechables, cada uno marcado con el nombre de un destinatario exclusivo. Así se comunicó, delante de Graham con Donald Trump lo mismo que con Jack Sullivan, el uno en el desierto político entre sus dos presidencias y el otro en la Casa Blanca, junto a Joe Biden. 

La estrella de MBS pasó por un periodo de opacidad cuando se le achacó la autorización final, al menos, del asesinato de Jamal Ahmad Hamza Khashoggi, periodista del Washington Post y opositor inclemente del gobierno de los Saud, que fue al parecer vuelto trizas y desaparecido en un consulado en Turquía. Sospecha de responsabilidad que, según los medios, fue confirmada por la CIA, que no es cualquier cosa. 

Faltaba que regresara a un segundo mandato, inédito y casi inverosímil, un presidente dispuesto a hacer negocios de diferente índole con Arabia Saudita. Propósito que solamente se pude cumplir si se tiene una buena relación con MSB, el muy hábil dueño del poder, con quien hay que contar para hablar lo mismo de inversiones mutuas que de la situación y el futuro del Medio Oriente.  

Una “productiva” visita del presidente de los Estados Unidos a Riad, llena de pompa medio oriental, dio lugar a conversaciones muy importantes en torno a asuntos como la normalización de las relaciones con Israel, la eventual alianza americano-saudí para hacer frente a Irán, y el futuro de Siria, cuyo nuevo presidente fue presentado con todos los honores, y la posibilidad de un Estado Palestino. También sirvió para la inspección de proyectos inmobiliarios, con campos de golf y las inevitables torres, promovidos en territorio saudí por la familia y amigos del presidente.

Fue después de todo eso que vino la invitación a Su Alteza Real, como degusta al decirlo el presidente, para que visitara la Casa Blanca, donde fue recibido con la gracia un poco escuálida de las pompas americanas para visitantes orientales -faltan siglos de historia-. 

Cuando una periodista se atrevió a preguntar a su alteza el árabe sobre la desaparición del periodista en Estambul, su alteza el americano la reprendió por agredir al visitante, algo que no hizo cuando agredieron vilmente a Zelensky, y fue más allá para defenderlo y decir que el desaparecido no le gustaba a mucha gente y que el príncipe, que se frotaba nervioso las manos, no tenía nada que ver con eso. 

Rehabilitado luego de esa visita, en el mundo que depende para tantas cosas del ocupante temporal de la Casa Blanca, MBS salió del encierro y vuelve a jugar a lo grande como factor no solamente de negocios multimillonarios para su país, que se beneficiará de nuevas tecnologías y de un intercambio de inversiones rentables, sino que tendrá mucho qué decir en las discusiones sobre el futuro del Medio Oriente, mientras los encantados en América con la magia de las mil y una noches lo tratan con reverencia.

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