Como en la historia del “hijo pródigo”, el que se porta mal puede terminar premiado. En política, eso depende de la solvencia para pagar el retorno del díscolo al redil.

La entrada de Suecia a la OTAN ha sido lo más parecido a un tortuoso proceso de gestación asistida. Los medios “naturales” de su acceso a la alianza no funcionaron como se podría esperar de su condición europea, nórdica, occidental y democrática.

Polonia, Chequia, Bulgaria, Estonia, Letonia, Lituania, Rumania, Eslovaquia, Eslovenia, Albania, Croacia, Montenegro, Macedonia del Norte, y la propia Hungría, entraron después de la Guerra Fría a la Alianza Atlántica. Lo hicieron de manera expedita, como si estuvieran huyendo de su pasado comunista. Con ello cambiaron, en favor de Occidente, la geopolítica de Europa, en sus dimensiones Báltica, Central y Balcánica, tan apreciadas por Stalin, sus antecesores, los zares, sus sucesores, los jerarcas de la nomenclatura soviética, y ahora el jefe del Kremlin de Moscú.

Ante la inesperada agresión de Rusia contra Ucrania, Suecia y Finlandia no tardaron en abandonar su legendaria condición de neutralidad y solicitaron entrada a la alianza. Ambas querían establecer, de una vez, su pertenencia formal al bloque de defensa occidental. Finlandia entró en 2023. Para Suecia el camino fue más tortuoso. A su entrada se opusieron Turquía y Hungría, que interpretando al profesor David Roll, bajo sus gobiernos actuales, tienen un cierto tinte de “democracias falseadas”.

Erdogan comenzó por condicionar la admisión de Suecia al ingreso turco a la Unión Europea. Idea que después abandonó porque se trata de asuntos muy diferentes. La presencia en Suecia de opositores kurdos al régimen de Ankara, que los considera terroristas, y la quema pública de ejemplares del Sagrado Corán frente al parlamento sueco, contribuyeron a dañar el ambiente. En la puja, Suecia accedió a extraditar algunos dirigentes kurdos requeridos en Turquía y a modificar leyes favorables a refugiados de significación política. Turquía recibió aviones F-16, esenciales para su esquema defensivo, y terminó dando vía libre a la admisión.

En el caso húngaro el obstáculo provino de las características personales del primer ministro Viktor Orbán, que no pierde ocasión para refrendar su condición de oveja negra, tanto en el seno de la Unión Europea como de la OTAN. Su país, con diez millones de habitantes, representa apenas el uno por ciento del poderío económico de la Europa comunitaria, pero el uso que hace de su poder de veto, con el argumento que sea, le convierte en bufón incómodo para los euro-ortodoxos y héroe por los contradictores externos e internos de la Unión.

Para nadie es un secreto que, al terminar la Guerra Fría, se presentó una rebatiña de acomodamientos a realidades que había que inventar y manejar de manera oportuna y adecuada, para ubicarse dentro del desorden de un nuevo orden mundial. El reto más grande fue para una serie de naciones, sueltas ya del dominio soviético, o salidas de otros fracasos del experimento comunista, obligadas a la búsqueda de un nuevo modelo político, una nueva orientación de la economía, una nueva cultura cívica y alguna afiliación internacional.

Fueron esas las circunstancias bajo las cuales tanto la alianza militar del “Atlántico Norte”, como la Unión Europea, decidieron jugar a las admisiones urgentes de países en busca de un nuevo destino. Candidatas ideales, en ese momento crucial, eran las del antiguo bloque soviético, y de la antigua Yugoslavia. Todo en desmedro de Rusia, que después de haber sido cabeza de imperio andaba en su propia búsqueda, que a lo largo de la última década del Siglo XX dio tumbos, para terminar, desde el cambio del milenio, cada vez más dependiente de una persona que hasta ahora domina el escenario prácticamente a voluntad.

La gestión de los cambios radicales que exigían las circunstancias correspondía a personas criadas bajo el antiguo modelo, desconocedoras de la práctica de las liturgias del mundo capitalista y de los modelos político, económico y cultural que han acompañado el proceso de su desarrollo.

Dentro de esos personajes está Orbán, que comenzó su carrera política a la cabeza de un movimiento estudiantil que reclamaba en 1989 la salida de las fuerzas militares soviéticas de su país. Participó luego en todo el proceso de transición hacia una democracia de corte occidental. Desde entonces tuvo asiento en la Asamblea Nacional a la cabeza de un partido de derecha radical, el Fidesz, que lo llevó a ser primer ministro desde 1988 hasta 2002 y ahora otra vez desde 2010 hasta hoy. En el interregno fue jefe de la oposición.

Bajo su primer mandato, Hungría entró a la OTAN. Pero Orbán nunca ha dejado de mantener una relación amistosa, marcada por la simpatía mutua, real o aparente, nunca se sabe entre políticos, con Vladimir Vladimirovich Putin, con quien comparte su afiliación a la derecha postcomunista, su religiosidad, su deriva autoritaria y su hostilidad hacia la ortodoxia de la Europa comunitaria y del mundo occidental. Parecen almas gemelas, que se quieren y se hacen favores, al punto que en Europa existen dudas sobre la solidez del compromiso de Orbán con la guarda de secretos de la OTAN, lo mismo que sobre su capacidad para encabezar, por turno, la Unión Europea, contra cuyo funcionamiento no deja de poner obstáculos.

Como quiera que Orbán no ha sido respetuoso de la libertad de prensa y de la independencia de la justicia, y ha propiciado reformas constitucionales que alejan a Hungría de la tipicidad de un Estado de Derecho, ha sido objeto de críticas, entre otras por parte de Suecia. Razón por la cual la solicitud de ingreso de esta última a la OTAN fue motivo de regodeo para el jefe del gobierno húngaro, que aprovechó para montar uno de esos espectáculos que suele presentar, como lo ha hecho ante la ayuda a Ucrania o el manejo de la crisis migratoria, desde una plataforma nacionalista, euroescéptica, ultra cristiana, enemiga del mestizaje, que pugna por “la pureza de la raza húngara” y sostiene abiertamente que su modelo es el de una “democracia iliberal”.

Todo lo anterior hasta que, después de una visita a Budapest del primer ministro sueco, Ulf Kristersson, se despejó súbitamente el camino, y el lunes 26 de febrero el parlamento húngaro aprobó la entrada de Suecia a la OTAN. Votación realizada horas después del anuncio de que “Hungría compró cuatro aviones suecos Saab JAS Gripen”, de los cuales ahora tiene en Leasing catorce y son la esencia de su fuerza aérea.

Luego del espectáculo de Orbán, con la entrada de Suecia a la Alianza Atlántica se cierra un capítulo de movimientos estratégicos desfavorable para Moscú. Después de atacar a Ucrania “para contener el avance de la OTAN y mantenerla alejada de sus fronteras”, termina con el Báltico y el Mar del Norte completamente controlados por esa alianza que considera su enemiga y la amenaza más preocupante para su idea de una nueva Rusia imperial.

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