Como el paso por el poder es efímero, a poco de haberse ido queda borroso el recuerdo de la mayoría de los personajes que ocuparon lugares de importancia en el escenario político. Las obras que ellos mismos hubiesen considerado notables pueden terminar despintadas en el río del olvido, como diría el mexicano Gutiérrez Vega. Sus yerros, al mismo tiempo, resultan difíciles de borrar, particularmente cuando han representado injusticia, castigo y muerte de gente inocente.

Si quienes ejercen poder tuvieran conciencia de todo ello, tal vez obrarían con mayor prudencia. Medirían con cuidado el alcance de sus palabras y de sus decisiones. Por un momento se pondrían en el lugar de aquellos a quienes sus órdenes pudiesen causar daño. Abandonarían tal vez ese ánimo y ese tono de suficiencia que con frecuencia acompaña a gobernantes y tomadores de grandes decisiones, perdidos en el bosque de halagos de quienes elogian todo lo que hagan y rendidos ante el empuje de su egoísmo descontrolado, cuando no perverso.

La desaparición de Henry Kissinger, poco después de cien años de una vida llena de incidentes ligados al destino del mundo a lo largo del último siglo, obliga a hacer esas cuentas de luces y sombras que con ecuanimidad recomienda el profesor Raúl Velásquez. No puede ser de otra manera, pues sumarse al coro de los elogios por sus realizaciones como inspirador de la política internacional de los Estados Unidos, conforme a los intereses de la entonces primera potencia del mundo, y a la aclamación de su inteligencia para interpretar acontecimientos posteriores, resultaría un ejercicio incompleto.

No se puede negar que Kissinger fue el más importante estratega de la acción internacional de los Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial. Su influencia no se limitó a la época en la que actuaba como consejero de seguridad nacional y luego jefe de la diplomacia estadounidense, sino que continuó prácticamente hasta su muerte. Siempre como referente y generador de ideas e interpretaciones de acontecimientos y procesos.

Los conocedores dicen que tomó lecciones de la forma como en su nativa Europa las grandes potencias resolvieron ponerse de acuerdo, dentro de las diferencias, después del ajuste de cuentas que terminó con la derrota de la causa napoleónica. La consagración del equilibrio de poder. A partir de lo cual pensó en el mundo y logró influir en su destino con base en la historia y la combinación de la acción política con los intereses de los Estados Unidos. Por lo cual su marca fue la del realismo, el pragmatismo y la búsqueda de la estabilidad, sin preocuparse por la perfección.

Conforme a esa manera de ver las cosas consiguió bien que mal remendar, tanto en el orden interno como hacia el exterior, el descalabro de la derrota de su país en la Guerra de Vietnam y darle forma a una modalidad de contención y equilibrio a la Guerra Fría. Para ello sirvió mucho su trabajo de división del campo comunista, al producir esa apertura hacia China, que además se adelantó a plantear un nuevo esquema de reparto del poder entre las potencias. Todo esto con el ensamble de compromisos de moderación en materia armamentística y el establecimiento de canales de comunicación fluida con la Unión Soviética.

De manera sistemática concibió la forma como su país habría de actuar en todos los tableros y en todas las regiones del mundo, con el señalamiento de las “obligaciones” de cada parte en el correspondiente esquema de colaboración con los Estados Unidos. La consagración de una potencia global requería precisamente de la atención de esa necesidad de omnipresencia en condiciones ventajosas. Poco importaba el molesto compromiso requerido en muchos casos con regímenes abominables, con tal de obtener el resultado. Léase su apoyo a dictaduras como la de Chile o a causas represivas en otros escenarios.

En regiones agitadas por problemas advertidamente insolubles, a pesar del peso de Washington, como el Oriente Medio, se empleó a fondo en busca, por lo menos, de una especie de modelo de convivencia entre los principales actores de una confrontación que ya se anunciaba perdurable. En ejercicio de la opción de poner en práctica “el arte de lo posible”, contribuyó a la paz de Israel con Egipto y Jordania, con lo cual dio un respiro y cambió el mapa de las animosidades regionales, a un ritmo diferente.

Con motivo de su muerte, y luego de haber pontificado, en ocasiones de manera equivocada, sobre los emprendimientos exteriores de los Estados Unidos en las últimas décadas, no ha faltado quien acuse a Kissinger de “haber sacrificado valores de los Estados Unidos a nombre de los valores de los Estados Unidos”. Distancia entre la prédica y la realidad que no deja de poner un manto de sombra sobre su memoria.

En medio del fragor de la guerra de Vietnam, y en busca de una salida que no diera la impresión de una derrota, Kissinger recomendó a Nixon bombardear “secretamente” a Camboya para no despertar a los propios opositores americanos a la guerra y quebrar el ánimo de los vietnamitas que habían encontrado santuario para algunas de sus fuerzas en tierras camboyanas, y obligarlos a negociar en condiciones favorables a los Estados Unidos. Fue la “Operación Menú”, que cegó la vida de al menos cien mil camboyanos inocentes por órdenes dadas desde oficinas de Washington.

Las luces que iluminaron entonces el cielo de Camboya no eran de esperanza ni de libertad. Eran más bien los resplandores de miles de bombas “cluster”, caídas del cielo sobre campesinos y aldeanos, como castigo de inocentes concebido para satisfacer los intereses estratégicos de una potencia mundial temerosa de ser humillada en el Sudeste asiático, algo que en todo caso no pudo evitar.

El precio en vidas humanas y destrucción de patrimonio de pobres, fruto de su estrategia maquiavélica, jamás fue pagado por ese “genio de la diplomacia” galardonado después con el Premio Nobel de Paz. Medalla sin brillo en el pecho del autor de esa decisión indolente y criminal que facilitó, además, la llegada al poder del exterminador disidente comunista Pol Pot, que dejó a su propio país sembrado de calaveras.

Para sopesar las consecuencias inhumanas de su recomendación respecto de Camboya no le alcanzó a Kissinger su mente visionaria. Tampoco para calcular que su pragmatismo contribuiría no solamente al afianzamiento de su país sino también a su desprestigio, y al desprecio que en muchos lugares del mundo se siente hoy hacia los Estados Unidos.

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