Acostumbrada a interrogar, Kamala Harris no se vio confortable, y mucho menos suficiente, en su condición de interrogada. Tal vez eso se deba a que la entrevista que concedió a CNN estuvo rodeada de un clima de expectación desmedida, por el hecho de que, como candidata demócrata, no había concedido ruedas de prensa. Algo que su oponente, que convoca periodistas para decirles siempre lo mismo en la “sala presidencial” de su mansión de Florida, rodeado de banderas y decoración estrafalaria, consideró como un grave defecto.
La puesta en escena, al parecer sugerida por la propia campaña demócrata para que pareciese una conversación de cafetería, fue desafortunada. En primer plano aparecía, voluminoso, el candidato a vicepresidente, sonriendo a toda hora, mientras ella lucía opaca, al fondo, como si fuera menos importante.
Además de lucir minúscula, Kamala no miraba a la cámara, que era donde estaban los destinatarios de su mensaje, agachaba la cabeza, o al menos la mirada, y parecía vacilar para encontrar las palabras, a pesar de que tuviera respuestas preparadas para todo. Su actitud no era la de una presidente y parecía como si se sintiera sometida a un interrogatorio de esos que ella acostumbraba a realizar desde la posición confortable de fiscal o de congresista, por los cuáles llegó a ser famosa.
Todo eso, en la era de las imágenes que reemplazan los mensajes de fondo, reviste importancia. Y es así porque precisamente de las campañas estadounidenses han salido esos estándares de la publicidad política convertida en espectáculo, que minimizan el fondo para privilegiar la forma. Estándar adecuado para el contexto de una sociedad de características acentuadamente mercantiles. Para no hablar de aspectos cursis, destinados a divertir con la faceta humana de figuras públicas, como las preguntas sobre las actitudes de la sobrina de Kamala o del hijo en lágrimas de Tim Walz a la hora de la Convención Demócrata.
El modelo de entrevista no podía ser más representativo de una democracia de características sui generis: pre grabada, interrumpida por comerciales, centrada en un cuestionario lleno de lugares comunes, y carente de profundidad. No otra cosa podían ser las preguntas estereotipadas sobre aquello que la candidata haría el primer día de su eventual gobierno, su opinión sobre la figura política del presidente que la catapultó a las alturas, y la forma en la que atendería necesidades cotidianas de la gente a la que no le alcanzan los ingresos para pagar holgadamente los servicios públicos.
Tratar de poner a la entrevistada en evidencia por sus posiciones cambiantes respecto de temas como el de su antiguo rechazo y su nueva actitud favorable al fracking, en estados clave para la elección, no podía ser sino muestra de ignorancia política; como si lo que uno piensa a los treinta años debiera seguirlo pensando por el resto de la vida; como si no hubiese posibilidad de refinar conceptos, e inclusive como si en el oficio de la política no fuera perfectamente posible “traicionarse” muchas veces a sí mismo. Tono similar al de la pregunta al candidato a vicepresidente sobre la inexactitud de su referencia a haber estado en combate, que de paso produjo una respuesta digna de preocupación: que su gramática no es tan buena.
Hay que reconocer que la exigencia para Kamala parecería más alta que la orientada hacia su oponente, pues a ella tratan de adjudicarle, como vicepresidente, decisiones que corresponden en realidad a los presidentes. Con el agravante de que a la hora de campaña todo vale, y el éxito o el fracaso de los mensajes en el ánimo de sus destinatarios es lo que cuenta.
Es posible que, ante la legendaria insuficiencia conceptual del candidato expresidente, que ya se sabe lo que piensa y expresa en frases patentadas de corte populista que aterrizan suavemente en los oídos y la voluntad política de millones de ciudadanos, la gente estuviera ansiosa por escuchar de la candidata algo muy distinto.
Ahí está el reto de Kamala de aquí en adelante. Si bien en esta entrevista no dijo mucho, tampoco cometió errores que le puedan costar caro en ese proceso tormentoso de una campaña presidencial que reviste características de evento histórico, dentro y fuera de la Unión Americana. Por lo cual de ella se espera mucho más, no solamente en lo programático, incluyendo su inevitable agenda internacional, sino una actitud creíble como gobernante de la que sigue siendo primera potencia del mundo.
Es comprensible que no se quisiera apartar del legado de Biden, pues ella viene de ser su coequipera y mal haría en traicionarlo. Si bien muchos demócratas votarán por ella a ciegas, debe buscar precisamente ese electorado difícil de conquistar, que es el que va a definir la elección bajo un sistema en el que el peso del voto de cada ciudadano no es el mismo. Como se sabe, Hillary Clinton sacó sobre Trump más de tres millones de votos directos de los ciudadanos, pero no ganó la presidencia.
La candidata de ahora ya anunció que desea pasar la página de la última década, en la que, según ella misma, sucedieron cosas contrarias al espíritu de su país. No quiso, como hubiera podido con suficiencia y argumentos de sobra, entrar en la discusión sobre su condición de india o de negra, que con ánimo pendenciero y carga de aparente racismo planteó su adversario, que también procede de inmigrantes y ha formado familia con parejas procedentes de los Balcanes.
Los electores demócratas, y muchos más, dentro y fuera de los Estados Unidos, desearían que Kamala continuara su carrera hacia la presidencia con el tono, el temple y la fuerza de la imagen que en pocas horas sacó a Donald del puesto de “joven” frente a Biden, y lo hizo ver como un viejo lleno de mañas y lugares comunes.
La campaña no está ganada ni perdida. Falta el trámite de rituales dispendiosos en todos los niveles. El que quiera ganar debe tener éxito en todos los aspectos. Estará abierta la cacería de votos indecisos. También se podrá intentar el traspaso de fronteras en busca de votos tradicionales del partido contrario.
Al criticar la tardanza en que su rival compareciera ante los medios bajo la modalidad de entrevista, Trump logró marcar el tono de la campaña. Si lo vuelve a hacer en el debate de septiembre, no tiene nada de raro que sea capaz de avasallar, como es su costumbre, a una señora que no tiene las tablas, la arrogancia, ni la desfachatez de su oponente para peleas callejeras; así cuente con entrenamiento de sobra para ocupar el estrado, como interrogadora, frente a transgresores experimentados de las reglas del Estado de Derecho.