Desde el fogón

Publicado el Maritornes

Las otras pandemias

Ha sido un largo silencio. Llevamos buen tiempo bajo un cielo ominoso, cobijados por un sol que no deja entrar del todo su propia luz. Más que el ubicuo tapabocas hemos estado llevando tapaojos. Por una rendija de ese tapaojos solo vemos estadísticas sobre una enfermedad de origen no del todo develado, y el poco esclarecido comienzo aporta otro velo a la sombra que nos cubre.

Entretanto, las realidades menos visibles de ayer, y de mañana siguen requiriendo una atención concertada, visible, enfocada, con visos de alarma como la alarma que nos ha llevado a encerrarnos bajo llave y a mirar con recelo a los demás transeúntes de la vida. ¿Cómo, si no con alarma, sino con sentido de urgencia, afrontar que en Colombia hay cada año alrededor de 11.000 denuncias de maltrato infantil, o alrededor de 12.000 homicidios anuales, o que  uno de cada cuatro niños sufra de desnutrición, o que haya una distancia tan abismal entre la calidad de vida en las zonas solventes de las ciudades y las zonas apartadas en los departamentos más pobres?

Tal vez podamos contabilizar en la prensa y en tableros digitales visibles para todos cómo van nuestros esfuerzos por construir escuelas, para capacitar a los profesores, para hacer acueductos, para brindar salud prenatal y protección a la primera infancia, y más allá. Estamos como la tía hipocondríaca que cuando su sobrina le cuenta de un cáncer, ella se explaya en los detalles de su uña encarnada. Esta obsesión pandémica es la uña encarnada de la tía egoísta, la que se rehúsa a ver los otros sufrimientos que otros han arrastrado siempre ante la indiferencia de muchos, y la impotencia de unos pocos que tratan de buscar remedios sin lograr movilizar las conciencias con el apremio necesario.

Covid para acá y Covid para allá y entretanto… tantos entretantos que no hemos cubierto con celo en las noticias, tantos entretantos de personas con dolores hondos, altos y transversales, tantas lanzas atravesadas en el corazón de los que nunca encontraron justicia para sus causas justas, solidaridad para las penas que otros les causaron, amparo en momentos de la mayor vulnerabilidad. Como la gallinita trula cacareamos que el cielo se va a derrumbar… y seguramente que a muchos el coronavirus les derrumbó el cielo, pero lo que se nos olvida es cuán poco quizás nos importó ese derrumbe cuando ocurría por costumbre sobre las cabezas de personas solas e impotentes, sobre niños que vieron estallar en pedazos su infancia.

De pronto una vez despertemos de este pánico colectivo, de este mirarnos de reojo y respirar a escondidas, de esta hipnosis impuesta al son de estribillos y estadísticas repetidas como una letanía, de pronto despertemos con una mirada puesta de manera más intencional en aliviar otras pandemias del alma, la de la indiferencia, la de la mentira, la de tratar de “resolver” a punta de violencia, la de mirar para otro lado cuando los niños de tantos países se crían en el fango de la desesperanza, dejados a merced de las tormentas que les roban la infancia.

No puede ser que esta pandemia nos deje como fantasmas que se deslizan a escondidas contra los muros en ruinas de los futuros soñados. Por el contrario, es muy posible que vayamos abriendo los ojos a un sentido de hermandad más hondo, a entender por fin que “omo sum, humani nihil a me alienum puto”; y como hemos visto en esta pandemia que nada de lo humano nos puede ser ajeno, tal vez logremos unirnos alrededor de atender al menos alguna de las mil otras pandemias.

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