Desde que mataron o encanaron a sus precursores ya no son tan ostentosos ni hacen tan evidente su afán de protagonismo. Eso se lo dejan a unos mimados con ilusión de jeques que adoptaron nuevas elegancias como megáfono de sus poderes heredados. Los que conservan los brillos empalagosos son recicladores de estéticas. Estos nuevos se…
Desde que mataron o encanaron a sus precursores ya no son tan ostentosos ni hacen tan evidente su afán de protagonismo. Eso se lo dejan a unos mimados con ilusión de jeques que adoptaron nuevas elegancias como megáfono de sus poderes heredados. Los que conservan los brillos empalagosos son recicladores de estéticas. Estos nuevos se distanciaron del llamar la atención ridículamente porque la primera generación de traquetos les enseñó que más vale una vida de lujos solapados que una cárcel en Estados Unidos o una bala prematura en cualquier acera.
Una mirada apenas aguda puede reconocerlos: unos más jóvenes que otros, algunos de ellos con títulos y nombres divinamente, ya adoptados por las élites, pero todos con la misma mirada nerviosa, la misma inseguridad de sus rabos de paja. Son cautelosos, pero logran hacer maniobras para comprar Fiscalías. Viajan en asientos privilegiados, tratando de disimular operaciones y rellenos, ostentan conocimientos en financias mundiales, posan de empresarios o integrantes de alguna Unidad de Trabajo Lícito (UTL), pero fallan al disimular.
Pero todavía hay algunos que conservan huellas de la era estridente de los carteles. Me crucé con uno en algún aeropuerto, en una de esas caravanas parsimoniosas de emigración en las que unos agentes escanean, otros controlan, otros verifican la validez de los pasaportes y otros conducen a los menos afortunados a las salas aisladas de Alerta Aeropuerto. Me generó un asco que no sentía hace años. No tuve la calma para expresarle mi aversión, o asumir la vocería de una generación que creció entre bombas, secuestros y las esperanzas que generaba una gran Constitución.
El hombre llevaba por lo menos una cabeza de altura, aunque una jiba le empieza a pegar el mentón a un pecho cansado. Tendría unos cincuenta años. Se ocultaba bajo una gorra cualquiera y se había dejado crecer la barba canosa siguiendo la tendencia del que se quiere venderse como leñador. Tenía los brazos descubiertos.
Yo, que algo sé de las imágenes icónicas de Colombia, reconocí en su antebrazo derecho la mirada burlona de Pablo Escobar Gaviria preso en 1976, cuando sonrió para la foto de registro penitenciario, sabiendo que le apretaba el gaznate al país y que su horda de políticos, agentes, sicarios, patrulleros, directores de controladoras aéreas, traficantes y matones impediría que sobre él cayera alguna forma de justicia seria.
Ya he visto visto camisetas y mugs destinados a turistas pubertos, malinformados y ansiosos por gritarle al mundo que son tan simples como las drogas, el sexo y el reguetón que motiva su vida meimportaculista. Pero una cosa es adoptar estereotipos ramplones en visitas en las cuales gastan poco y delinquen mucho y otra es ofrecer la propia piel como lienzo prostituido por la mafia.
El zig zag de la fila volvió a dar sus curvas. Confirmé que el rostro del peor criminal de la historia colombiana no era lo único que el malandrete (que también entraba a mi país de destino) se había tatuado.
En el otro brazo estaba lo que también reconocí como patrimonio de mis pesadillas: la estructura de un edificio de por lo menos diez plantas cuyos marcos heridos dejaban ver los pasadizos vaciados por el horror. El tatuador había dibujado con sevicia y precisión la escena desgarradora que generó la bomba contra el DAS el 6 de diciembre de 1989: dos carros en primer plano, uno de ellos un taxi, destruidos por la expansión de más de 500 kilos que los lamesuelas de la cocaína detonaron cobardemente contra la vida de 53 personas, la integridad de otras 600 y la salud mental de un país entero.
Entre la estupefacción y el asco seguí con la mirada al tipo. Otro tatuaje leí en su nuca: “Plata o plomo”. La caligrafía enrevesada bien podría también anunciar la marca de un lubricante íntimo o el nombre-marca de cualquier reguetonero que canta luchando contra el estreñimiento.
Tres marcas se mandó a hacer este pelandrún para venderse como simpatizante de un cartel que asesinó, robó y dañó a través de la cobardía y la bajeza, que incluso traicionó a sus propios integrantes para mantenerse con el negocio y escalar en el poder.
El trácala los exhibía sin pena, acaso inconsciente de la vergüenza y la rabia que despierta. Seguía la línea del casquivano, diciéndole a medio mundo que simpatizaba con lo más bajo de la humanidad.
Supongo que tipos así se extinguirán poco a poco. Seguirán ostentando sus relaciones (ficticias o reales) con los grupos más asquerosos de la historia, retorciendo cada vez más silenciosos narrativas de salvadores y provocadores para justificar su adoración por el que supo hacer las cosas “a su manera” y “no dejarse de nadie”. Algún día los “artistas” dejaran de copiar las ostentosidad y el mercado volverá a preferir el talento a las ganas baratas de atención.
Mientras tanto no es de extrañar que los hilos de la mafia lo operen taimados de corbatas finas y empresas fachada. Finalmente los números de producción y consumo de cocaína siguen en escalada. Qué importa el resto si hay un buen negocio…
Ningún moralismo acompasa estas palabras.
Todos los seres vivos son cuadros complejos y se construyen a partir de una variedad de grises. Expreso un sentimiento de lástima por alguien que no se sabe discípulo de lo ruin, apenas un instrumento de quienes nunca aceptaron que tenemos que vivir bajo mínimas reglas para no perdernos ante leyes agresivas de la supervivencia del menos peor.
Sigo a un Popper, a lo mejor trastocado por la rabia al expresar mi absoluta resistencia a aceptar o siquiera tolerar este gesto de crueldad descarada. No tolero lo que no tolera unos mínimos principios por la compasión.
Tatuarse es la prueba de presencia en el mundo, en palabras de David LeBreton. Intervenir la piel es ir más allá del color que nos diferencia o nos une a los otros. Es el paisaje de nuestra vida, las marcas que elegimos expresar, una seña que se abre a los demás para que nos interpreten.
Aquel anónimo vocero del crimen canta con nostalgia tribal otra gentuza que arruinó vidas y países y que sigue causando sufrimiento en campos y ciudades. Arma una narrativa de sí mismo basado (al menos en estos tres adefesios) en su simpatía por incontables muertes injustificadas, crueles y feroces.
Las nuevas generaciones de narcos (que abundan) y terroristas (los de verdad, no los que imponen los dueños de las guerras) son menos ruidosos. Pasan desapercibidos, acaso porque ahora su red de contactos es más sutil y amplia, más silenciosa en la eficiencia de los procesos por estar cada vez más cerca de los poderes. Otro se han quedado con la estética de barrio falseado por el oro y la música fácil, inventándole altura a los oficios ruines.
Ellos, los que controlan el negocio desde emprendimientos fachada o cargos públicos, ya no se dan a sumar muertos porque han entendido que lo espectacular de la guerra sucia está reservado para los pobres. Como parte de la estrategia distractora botan al caldero a unos que se tragan un cargamento menor en bolsa de condón. Dotan con armas a unos que tienen hambre, más rabia, poco corazón y sangre barata. A otros les ragalan tatuajes. Seguro se lo celebran.
Y sudan sus perfumes discretos cuando ven las filas que hacen los que tienen que hacer inmigración por ventanillas insomnes y no por la que aceptan sus pasaportes diplomáticos o sus torcidos impunes. No se tatúan. No les hace falta. Callan el estigma pestilente en el alma que les tocó. No eligen nada para su piel. Porque no pueden.
Robert Max Steenkist
(1982). Escritor y educador. Opiniones sin ataduras.
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