Uribe, Petro
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Por: Jerónimo Carranza Bares

Sin recurrir al diccionario ni a las innumerables interpretaciones de la palabra ideología, digamos que la mejor es la de Marx, según la cual esta es el espectro de la burguesía. Podríamos decir que es la figuración del poder.

Representaciones ideales (o idealizadas) de la burguesía colombiana hay que descartar, de antemano, fenómenos como el duquismo o el gavirismo, por la falta de carácter del referente primero y de carisma, en el caso del segundo. Los dos expresidentes –Duque y Gaviria– y a quienes les cabría una presencia burda en el espectro de su clase, no convocan a nadie.

Pero, aún peor que ellos, se halla el pastranismo. Por defecto, lleva a pensar en el padre del personaje y aún vivo delfín, Andrés Pastrana Arango. Porque antes de quedarse con el poder en las elecciones polémicas de 1970, Misael Pastrana Borrero engendró a un oscuro galán de pacotilla, hijo suyo que también pudo hacer lo mismo. Nada, y quizás fue peor.

Por su parte, el samperismo remite a la politiquería y al caso de los narcocasetes revelados por Pastrana Arango en las elecciones de 1994. Pero Samper es un referente menos autómata como político y, eso sí, la imagen que tiene, gracias a esos casetes y a una reunión en Panamá, en los años 70, es más cercana a la de la burguesía contemporánea: corrupta, narcotraficante y de alcurnia.

En cuanto al santismo, le pasa lo mismo que al gavirismo: su ser carece de gracia y todos saben que Juan Manuel pudo ser presidente en dos periodos gracias a la misma cualidad de Gaviria: la inteligencia del jugador –los dos son economistas, así como Samper.

Ese talento les ha permitido a los tres seguir activos en la opinión pública, pero sólo para ponerlos en contra o en el mismo costal de los dos únicos políticos colombianos que despiertan admiración, amor y odio en millones de compatriotas: los contradictores Álvaro Uribe y Gustavo Petro.

Si es posible reconocer el término del uribismo como una grandeza para sus seguidores y lo mismo sea en el caso de los petristas, que hasta rechazan tal afiliación –igual que el apóstol al negar tres veces al crucificado–, se puede decir que solo existen dos ideologías vivas en Colombia. Uribismo y Petrismo.

Al decir que cada una de estas dos corrientes de sendos personajes se basan en la imagen de la clase burguesa, se aprecian las formas convenidas. Por una parte, la propaganda armada de los tres huevitos de Uribe, sobre sus virtudes: trabajar, trabajar y trabajar.

Un eslogan acoplado con otro rasgo de la burguesía criolla: su gusto por los símbolos de la opulencia señorial. Tierras, ganado y voz de mando, tradición que admiran los colombianos. A eso, se añade el guion que el expresidente ha fabricado de su vida, que lo retrata como un triunfador enfrentado a la adversidad.

Por su lado, Petro denota en los medios a otro tipo de burgués, exitoso de manera distinta, más cercana a la idea maliciosa hecha sobre él en el tiempo, la de un pobre con una suerte inmerecida, un resentido. Tiene una familia controversial –demasiadas controversias hay–, nunca llega temprano –porque es el patrón– y no habla inglés –porque se da el lujo de no matricularse en esa materia obligatoria– y se envanece de sus logros –aunque sean confusos e inciertos–.

Pero, sobre todo y al igual que la mayoría burguesa que orienta a la opinión –por ejemplo, periodistas como Néstor Morales o Julio Sánchez Cristo–, Gustavo Petro Urrego no es de una familia de la rancia burguesía, con panoplia de presidencias y cancillerías –como tampoco lo fueron Pastrana Borrero, Betancur Cuartas o Gaviria Trujillo– y eso es una dificultad para que el cienaguero de oro llegue a ser reconocido como una persona virtuosa por parte suya, de esos que se sienten entroncados a la colonia.

Quizás sea por eso que una gran cantidad de petristas vergonzantes prefieren –preferimos– asentir con la cabeza a las críticas contra el presidente, antes que contradecir el criterio de gente como Alberto Casas o Alejandro Gaviria, quienes saben mucho más que uno.

Petro también es economista y egresado de una universidad privada, como los tres ejemplos anteriores –Samper, Gaviria y Santos–. Es significativa esta inclinación por una escuela liberal y privada, al revés de Uribe, quien es profesional de una carrera más tradicional, el derecho, al igual que el centro de estudios del que se graduó, una universidad pública.

La lógica del poder indicaría que la corriente de economistas en el gobierno que se impuso desde la década de 1990 –con excepción de Pastrana, un abogado, como Uribe– debió seguir con alguien como Juan Manuel Santos, del perfil encomendado para aplicar la doctrina paradójica, en su caso: El neoliberalismo o la supresión del Estado. Acabar con el aparato del cual han vivido generaciones de burgueses de manera directa o indirecta.

Sin embargo, en 2002 se prefirió una manera más expedita de hacer las cosas: mano dura. Uribe Vélez había llegado a la política en su departamento, por los años setenta, con posturas cercanas a la izquierda y tuvo contactos con Gilberto Molina, cabeza del socialismo colombiano.

Pero ese proselitismo guardaba otros intereses que llevaron a su destitución como alcalde de Medellín, en 1982. Con el tiempo, resurgió su figura como senador, al sostener en el congreso las reformas del Estado.

Después obtuvo la gobernación de Antioquia y desde este punto, el señor se mimetizó sin dificultad en la conciencia de todos: Uribe es Dios, le decía un convicto de la rancia burguesía al testigo que ha hablado en su contra en los estrados judiciales y quien ha podido escapar de la muerte en varias ocasiones, a diferencia de la mayoría.

Petro Urrego contra Dios, es así la cuestión materialista de la lucha por la ideología. Porque, a pesar de todo, el presidente actual no se considera socialista sino liberal y, por lo tanto, afín con las ideas políticas básicas del sistema: libertad de expresión y de cultos, separación de poderes y respeto de la propiedad privada.

Al gobernar en cada una de estas esferas, el presidente debería actuar en contra de los poderes que han impedido que se realicen tales fundamentos, cuando existen monopolios de la información y de cultos –por ejemplo, el crucifico que cuelga en las cortes de justicia, a pesar de que es inconstitucional–, o se cuenta el registro millones de hectáreas despojadas y, por tanto, de falta de derechos de la propiedad a lo largo de décadas, por qué no de siglos. O la realidad de las ramas del poder público, en las que se exigen prebendas y puestos a cambio de la decisión política, lo que se llamaba simonía en el orden feudal.

Colombia nunca llegó a los términos que la ideología ha querido crear: una democracia estable, con instituciones probas y justicia para todos. Si Petro se niega a acudir a tales formas que han dejado la situación del presente será condenado ideológicamente, acusándolo de corrupto.

Al hablar de corrupción se entiende algo genérico pero odioso sin igual, ya que se considera la tara colombiana: la viveza. Un fenómeno de la ideología. El otro es más vivo, se suele pensar. En el caso de Petro, toca demostrar que es más vivo que Duque, que Santos y que Uribe. Algo muy difícil, aún.

Si no es un vivo, deberá ser catalogado de bobo. Su obsesión con los palestinos, con el cambio climático, con los pandilleros y con los derechos humanos. No es Bukele. Le faltan huevas. Hay que generar un modelo autoritario de nuevo corte, más sofisticado, un tecnocrático de la fuerza.

Una propaganda eficaz para las elecciones puede ser la de exaltar la imagen de una caballista o de una cantante de rancheras. Una aspiración ideológica más genuina que la de creernos etnia cósmica, preocuparnos de los frailejones y hacer hidrógeno verde, temas propios de las personas ociosas y marihuaneras.

Si los astros se alinean a su favor, se materializará el modelo postliberal de Petro, cargado de poética existencialista y alcanzará su fin –su realización– un proyecto capitalista y humano, algo contradictorio. Por lo tanto, es más probable que triunfe el orden de la estructura. Una nueva líder, decidida, altanera y obediente a ella.

 

 

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