Por: Nicolás Pernett
Este es el quinto o sexto fin del mundo por el que he pasado. En los ochenta me alcanzaron a desvelar los últimos coletazos de la Guerra Fría y de la destrucción mutua asegurada entre los soviéticos y los norteamericanos. Cuando cayó la Unión Soviética creí que íbamos a respirar en paz, pero entonces llegaron las profecías de final de milenio: que el día 6 del mes 6 de 1996 iba a nacer el Anticristo, que en 1999 un inmenso asteroide se podría estrellar contra la Tierra, que con el paso de 1999 al año 2000 se iban a enloquecer los sistemas digitales y la sociedad sucumbiría al caos. Tantas cosas.
Sobrevivimos al cambio de siglo, pero no pararon los anuncios de tragedias arrasadoras. El ataque a las Torres Gemelas de 2001 insinuó que la Tercera Guerra Mundial estaba a la vuelta de la esquina. ¿Contra quién? No se sabía, porque ya no estaba los rojos para pelear. Pero flotaba en el ambiente la certeza de que por algún lado vendría el enfrentamiento que abriría las puertas del infierno. Tal vez de Irak, tal vez de un grupo terrorista. Además, ahí estaban las profecías de Nostradamus para confirmarlo. Para qué más confirmación que las Centurias centenarias de un francés indescifrable.
Poco después volvieron a hablar del Anticristo, esta vez para confirmar que la fecha de su nacimiento había sido aplazada diez años y que ahora caería el 6 del 6 del año 2006. Tampoco pasó nada (o por lo menos aún no ha hecho nada el que en este momento debe ser un adolescente endemoniado). Luego se anunció, esta vez con más certidumbre, que el tiempo se detendría el 21 de diciembre de 2012, porque alguna piedra de los mayas había terminado allí su conteo estelar. Los que nos quedamos en nuestra casa ese día no vimos nada, y los que armaron tour con todo incluido a la península de Yucatán para ver el fin del mundo en su epicentro, tampoco.
Mientras todo esto pasaba en el nuevo milenio, Corea del Norte había terminado de desarrollar armas nucleares, así que ya todos sabíamos en qué dirección mirar para esperar el ataque de los cohetes de la inmolación final, y la gente corrió despavorida ante la aparición de las gripas del nuevo milenio. En las últimas décadas han llenado los titulares la gripa porcina, la gripa aviar y, finalmente, la sopa de murciélago de Wuhan. Con esta última vino lo que tanto habíamos esperado: la peste que erradicaría a la humanidad del planeta: el covid-19, una enfermedad que entre 2020 y 2022 ha matado a menos del 0,1 % de la población mundial. Sin duda, una tragedia enorme para todos los que perdimos seres queridos entre los más de seis millones de muertos, pero una cantidad insuficiente para cumplir las pesadillas (o las fantasías) de extinción de los humanos de la faz de la tierra. Tampoco fue tanto en comparación con la gripe española de hace cien años, con la peste negra de hace setecientos ni con la peor de las pestes de la historia: las enfermedades que mataron a casi el 90 % de la población aborigen de América durante la Conquista del continente.
Hoy se vuelven a prender las alarmas de la hecatombe final por la inminencia, esta vez sí, de la Tercera Guerra Mundial, empezada por la invasión de un tirano luciferino con delirio de conquistador en Eurasia, una zona que se ha movido entre el hambre imperial de Europa y de los zares por siglos y que ahora entra en un nuevo round de desolación y muerte.
Pero las trompetas del Apocalipsis han sonado ya tantas veces que uno siente que ya hasta se acostumbró a su desesperante sonido, a pesar de que esta vez sí es innegable la presencia del peligro, no como las otras veces. Por supuesto, cuando se apacigua la amenaza inminente nos olvidamos del peligro que nos pareció inapelable apenas unos días atrás y volvemos a creer que ha pasado la situación atípica y que ahora sí podremos continuar nuestras vidas “normales”. Hasta que llegue el nuevo anuncio del terror.
Porque si hay algo que a la humanidad parece encantarle es entregarse al pánico. Y en eso los hombres y mujeres de esta época, que tenemos acceso a una calidad de vida más alta y a una información más abundante de la que haya conocido cualquier habitante de la historia, no estamos muy lejos de los fanáticos medievales o de las comunidades más primitivas que veían el final del mundo avecinarse después de cualquier eclipse astral o porque el conteo de años pasaba del 999 al 1000. Somos unos bárbaros con WiFi. Las imágenes bíblicas del Armagedón han sido reemplazadas por los fotogramas las de la película Armagedon, pero la reacción es la misma: nos bombardeamos el pecho con grandes cantidades de adrenalina y cada evento parece un paso más en el camino seguro hacia el infierno. Nos gusta experimentar el miedo, y nada como una amenaza de muerte, real o imaginaria, para sentirnos vivos.
Muchas de las tragedias que nos han llevado a estos momentos de pánico colectivo sin duda han sido reales y no solo producto de nuestra paranoia. Después de todo, qué ha habido más real que el accidente nuclear de Chernóbil o las diferentes variantes de coronavirus que nos han atacado (y nos seguirán atacando) en este siglo. La inestabilidad política y los choques de grandes poderes político-militares se siguen produciendo cada año y la sobrepoblación y el cambio climático nos advierten que podríamos tener los siglos contados. Además, en la era de la información inmediata, cada noticia se magnifica y aparece en millones de teléfonos y pantallas al instante como el momento más grave de una crisis: desde la toma del Capitolio estadounidense hasta un bombardeo en algún lugar del mundo (entre los varios que hay cada año).
Todo esto ha llevado a muchos(as) a decir en redes sociales: “ya me cansé de vivir momentos históricos”. Como si la historia no hubiera sido siempre así, como si hubiera habido un momento en que los jinetes del Apocalipsis (hambre, guerra, muerte, enfermedad) no hubieran estado presentes en algún lugar del planeta. Los momentos históricos se suceden sin pausa. Lo que tal vez quieren decir estas voces desesperadas no es que estén cansadas de vivir sucesos en los que la historia se sale de madre y trae cataclismos extraordinarios (los eventos históricos), sino que están agotadas por vivir la historia, a secas, esa que está hecha de cambios y tragedias continuas.
Precisamente ese es el problema: que la historia se esté desarrollando como siempre. A los medios de comunicación y a los tuiteros alarmistas les gusta decir que las cosas que vemos cada día son eventos nunca antes vistos o que algo sucede por primera vez en la historia. No es cierto. Las pestes globales, las invasiones imperiales, las caídas de poderes hegemónicos, los ataques terroristas devastadores, los descubrimientos determinantes y todo lo que hoy nos parece noticia son sucesos tan viejos como los mitos.
Incluso los sucesos realmente nuevos, como el cambio climático inducido por los humanos o las armas termonucleares, no son del todo extrañas a las viejas costumbres de la humanidad. Ambas cosas no son más que viejos comportamientos humanos llevados a su extremo.
Alterar la naturaleza para beneficio de las sociedades es una práctica tan antigua como el hombre, y enfrentar los rigores de las consecuencias que estos cambios traen ya ha ocurrido en otras ocasiones. Eso sí, nunca antes con las consecuencias planetarias que el actual cambio climático está ocasionando. Pero si al hombre de las cavernas o a la mujer del siglo XXI se le ofrece la posibilidad de viajar más rápido, alimentarse más fácilmente y vivir mejor que sus antepasados, aunque esto implique dejar una huella dañina en el ecosistema, lo harán. La intervención destructiva en el entorno viene desde el primer Homo sapiens. Lo que pasa es que ahora somos casi 8 millardos de personas (y aumentando) montadas en este caminante cósmico y no hay palo que aguante esa vela.
Tampoco hemos escatimado recursos para construir y usar armas que dobleguen a nuestros enemigos. La guerra entre grupos humanos ha estado siempre escrita en el mismo libro en el que se han consignado las más nobles acciones de las que es capaz nuestra especie. Casi ninguna comunidad ha renunciado a reservar parte de su fuerza para defenderse (o atacar) a otro grupo de sus congéneres, y no se ha abstenido de usar para esto las armas que tenga a su alcance. Hasta el 9 de agosto de 1945.
Ese día cayó la segunda de las bombas atómicas que Estados Unidos lanzó sobre Japón y quedó claro entonces que había un arma tan poderosa que sería mejor no volver a usarla. Pocos años después, también tuvieron esta arma los rusos, los británicos, los franceses y una decena de poderes que ahora se apuntan los unos a los otros con misiles nucleares. Si un día decidieran dispararse acabaría el juego para todos. Por eso, en otra actitud plenamente humana, han preferido usar estas armas como amenaza. Desde que los asirios decoraban las entradas de sus palacios con escenas de decapitaciones de sus enemigos para que los mensajeros extranjeros lo pensaran dos veces antes de declararles la guerra, cuatro mil años antes del presente, hasta las bravuconadas de los líderes nucleares de hoy, la disuasión ha sido una de las herramientas preferidas de la política. Y también una de las más aterradoras.
Sin embargo, la disuasión de ahora es nuclear y está ligada a muchas variables incluso por fuera del control de los propios humanos que las crearon. Por eso muchos pensadores han advertido que en algún punto se hará inevitable el advenimiento de una hecatombe nuclear. En ese caso no será porque un evento externo a la historia la haya interrumpido, sino porque esta se ha seguido desplegando con las mismas dinámicas de siempre, sin medir el tamaño de su fuerza increíble en la actualidad.
Como lo dice Dan Carlin en el libro El fin siempre está cerca: “A menos que la raza humana sea capaz de romper patrones de conducta colectivos más viejos que la propia historia, podemos esperar que haya una guerra nuclear mundial en algún momento del futuro. Los grandes rivales geopolíticos regionales o globales de cualquier época llevan enfrentándose entre sí desde la aparición de las primeras ciudades en Mesopotamia, y no parece realista imaginar que esta situación haya terminado para siempre”.
Ante este panorama devastador la única esperanza es lograr lo que este autor duda que sea posible: romper viejos patrones de conducta. Ese sí que sería el fin de la historia (y no la imposición del liberalismo occidental a todo el mundo como vaticinó alguien hace unos años). El Apocalipsis no será una interrupción de la historia sino su obstinada persistencia. Por eso es más urgente que nunca desmontar el motor iterativo de la historia, dejar de repetirla, librarnos de ella.