Por: Nicolás Pernett

De ti habla la historia mandó un corresponsal especial a los Juegos Olímpicos de París. Pero parece que el muy vivo se voló con los viáticos y no envió ningún artículo. En su lugar publicamos este texto de otro visitante a los Juegos.

La temperatura estuvo tibia y el rosé se mantuvo frío durante estas dos semanas de Juegos Olímpicos en París. Los precios, por otro lado, subieron como el mercurio de un termómetro en verano. El tiquete de metro duplicó su valor y nunca antes me fue tan necesario saborear despacio el vino, porque solo me alcanzaba para una copa exquisita de vez en cuando. Tal vez por eso los estadios han estado llenos, pero los restaurantes y bares de la ciudad no mostraron la misma aglomeración que suelen tener en esta época del año, según me contaban los meseros. Estos fueron unos Juegos incluyentes en el número de mujeres compitiendo (que por fin llegaron a ser la mitad de los participantes) y demostraron una apertura sin timidez frente a todas las orientaciones sexuales, pero fueron excluyentes sin compasión de aquellos que no pudieran pagar lo suficiente, una situación que parece repetirse por doquier en estos tiempos.

París, Stade de France. Foto: Nicolás Pernett

Aunque la afluencia de turistas a París no fue tan alta como esperaban los organizadores, todos los días en las calles se vieron ríos de personas paseando los colores de sus banderas en la ropa y en la piel. A pesar de que se vieron representantes de casi todas las naciones de la tierra, estos peregrinos a los Olímpicos parecieron ser casi siempre los mismos: grupos de jóvenes que seguramente gastaron los ahorros de sus vidas en una aventura precaria compartida con sus mejores amigos; fanáticos de larga data que han asistido a varios Olímpicos y parecen acompañar a los deportistas de sus países a cuanta justa se les presente; parejas recientemente ennoviadas, besuqueándose detrás de cada quiosco a pesar del aroma a orines de las calles; parejas con hijos jóvenes que correteaban a mayor velocidad que los atletas; parejas de jubilados, que andan despacio y ya saben anticipar los caprichos de sus esposos desde antes de que los piensen; siempre la misma pareja, aunque venga en diferentes razas o edades. Holandeses, que se distinguen por ser tan altos como los edificios del entorno; japoneses, que andaban en grandes grupos, como bandadas de gansos; estadounidenses, preguntando los precios en inglés y exclamando “awesome” ante cualquier pendejada; y brasileros, que fueron la delegación latinoamericana más numerosa y pusieron un poco de ruido en las calles parisinas. Y, sobre todo, franceses, muchos franceses, por todas partes.

Foto: Nicolás Pernett

Se calcula que cerca del ochenta por ciento del público de los Juegos fueron nacionales de otros departamentos de Francia. Aunque los franceses participando en los juegos fueron poco más de quinientos, hubo millones de compatriotas gritando en los estadios por los colores blanco, azul y rojo, buscando la panadería más cercana a su Airbnb y practicando el deporte nacional por excelencia: criticar. Que hay demasiadas ratas en las calles, que la organización de los Juegos encargó la fabricación de la mercancía oficial a los chinos y el transporte de los deportistas a los japoneses, que hay demasiadas señales y canciones en inglés durante los eventos, y, sobre todo, que es imposible andar con libertad por las calles ante todas las vallas y bloqueos que pusieron con motivo de los Juegos. Pues, durante estas semanas, París se llenó de barreras que no eran parte de ninguna prueba de obstáculos, sino que se pusieron para contener a los colados en la ceremonia de apertura y para organizar a los espectadores durante las competencias que se desarrollaron en las calles. Para ver la arquitectura de París con libertad era mejor ser uno de los corredores de la maratón que un turista. Tal vez por eso decidieron elevar la llama olímpica hasta un globo cautivo en los jardines de Tullerías: para que todos los asistentes que no se pueden mover por las calles pudieran, por lo menos, mirar hacia arriba y encontrarla. Algunas de estas vallas se han puesto frente a restaurantes y brasseries que han visto su público reducido por la dificultad de acceder a sus sillas. En las ventanas de algunos de estos negocios se puede leer: “4 semanas con barreras y sin clientes ni compensación. A la mierda los Juegos Olímpicos”.   

Sin embargo, nada de esto impidió que los locales se gozaran los Juegos, pues los franceses saben que quejarse no tiene nada que ver con ser infelices. Muy poco después del comienzo, al ver los resultados positivos que empezaban a tener sus deportistas, el país entró en modo olímpico, sin prestarle mucha atención a las polémicas que se desarrollaron en otras partes del mundo sobre los contenidos inmorales de la ceremonia de apertura. Después de todo, la inmoralidad hace mucho tiempo hace parte de las costumbres del país, es decir, de su moral. Los anfitriones llegaron a estar de segundos en la tabla de medallería general y, aunque los resultados positivos bajaron en intensidad y terminaron en el quinto lugar, el entusiasmo de sus fanáticos nunca amainó. En la mayoría de competencias, muchas de ellas realizadas con el fotogénico fondo de la Torre Eiffel, el museo militar los Inválidos o el Palacio de Versalles, el canto más escuchado fue “allez les bleus” para alentar a los atletas nacionales. Y los héroes deportivos galos coparon diarios y telediarios: los hermanos Félix y Alexis Lebrun dominaron en tenis de mesa y han puesto a miles de niños a jugar ping-pong en los parques; el yudoca guadalupeño Teddy Rinner demostró con contundencia que la fuerza de Francia está en sus departamentos ultramarinos (una forma elegante de llamar a las colonias); el nadador León Merchand ganó varios oros por moverse como pez en el agua entre docenas de competidores en las piscinas olímpicas y la atleta Cassandre Beaugrand ganó el oro en la triatlón después de nadar en el río Sena y vencer a las numerosas bacterias E. Coli que no pudieron derrotarla. 

Stade de France. Foto: Nicolás Pernett

Los Juegos Olímpicos terminan y, como siempre, al final se perdonarán todos los errores e injusticias cometidas en su nombre al momento de despedirse de otra edición de este evento comercial y político en el que todavía creemos como ideal noble. Por mi parte, me gasté la plata que no tenía en unos pasajes que valieron oro y ni siquiera alcancé a broncearme, pero cumplí la fantasía largamente acariciada de presenciar unos Olímpicos, aunque muchas veces fuera desde la barrera. La ceremonia de clausura pasó la antorcha a los Estados Unidos, empezaron los Juegos Paralímpicos en los mismos escenarios majestuosos de los Olímpicos y, cuando todo esto termine, París volverá a ser la misma ciudad de siempre: laberíntica, pretenciosa, grosera, hermosa. Una ciudad que no necesita llama olímpica para ser siempre luz.  

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