Santiago tenía 20 años cuando dejó novia y su empleo como mesero en un restaurante para irse a la Argentina; por aquella época se decía que la vida allá estaba barata y muchos colombianos fueron a probar suerte. Anhelando estudiar Comunicación Audiovisual, llegó a Buenos Aires en 2007, pero una serie de hechos desafortunados, a los que todavía hoy no les encuentra una explicación lógica, pausaron sus sueños y por poco acaban con su vida.

Mientras estudiaba en la Universidad de Palermo se enamoró de Paula, a quien conoció en el hostal donde ambos vivían y, convencido por ella, emprendió camino hacia la Universidad Nacional de Rosario, la ciudad del Club Atlético Newell´s Old Boys, a tres horas por carretera desde la capital. Ahora estudiaría Antropología.

“Debí haberle dicho que no, porque lo que me pasaría luego me marcó para el resto de la vida”, me cuenta Santiago, mientras bebemos cerveza en un bar del centro histórico de Bogotá. Nos conocemos del mismo taller de literatura al que ambos asistimos. Por ratos, al charlar, tengo la impresión de que él está en dos mundos a la vez.

Todo empezó a mitad de 2008, cuando terminó el primer semestre de Antropología. Santiago seguía enamorado de Paula, sin ser correspondido.

“Con otros compañeros vivíamos en una pensión universitaria. Y un día, de la nada, estando solo en mi cuarto, los empecé a escuchar a ellos y a ella dentro de mí, como si se apoderaran de mi cuerpo. Presentía que esas personas hacían magia conmigo. Los confronté y les pregunté qué me estaban haciendo”.

Entre aterrados e indiferentes, aquellos no entendían nada, así que nunca le respondieron y él siguió igual de confundido, sin respuestas, aturdido por las voces que ya no lo dejarían en paz nunca más.

Por relatos de terceros, Santiago terminó por creer que la cultura argentina tiene que ver mucho con lo que le pasó. “Es una cultura bastante compleja en el trato, los trastornos mentales son muy comunes y es normal ir al psicólogo; allá el psicoanálisis está muy desarrollado”.

Se fue del lugar, creyendo que al alejarse se protegería de cualquier peligro. Las cosas empeoraron porque terminó viviendo en la calle, sin dinero, paranoico, casi zombi y víctima de la xenofobia. “Los argentinos son nacionalistas y te juzgan por la apariencia. Me decían cosas feas y despreciativas. Me llamaban forro, que allá es un insulto, (comparar a las personas con un preservativo, tratarlas de poca cosa). Yo era muy fiel a mis convicciones, alguien orgulloso de sí mismo, y sentía que los rosarinos me querían pisotear, hacer daño. Terminé solo, afectado psicológicamente, peleando con mi cabeza”.

Estaba atrapado, porque por un lado no quería regresar a Colombia trayendo “ese problema”, pero al mismo tiempo pensaba que si regresaba se curaría de lo que sea que tuviera.

Vivió en las calles durante seis meses, durmiendo bajo una carpa en un parque de las afueras de Rosario, con hambre y con frío porque ni cobija tenía para abrigarse. Buscó entre canecas la comida.

“De niño aprendí que uno nunca debe recoger nada de la calle, pero en mi cabeza la voz de esa muchacha me decía `hazlo, hazlo`. Comí de lo que encontré en la basura. Fui un gamín, digámoslo así”.

Sufrió inanición -perdió 15 de sus 70 kilos-, y a pesar de la debilidad extrema en que se hallaba, las voces seguían ahí. Hasta que a doña María Isabel le llegó la noticia de que su hijo vagaba por las calles, desharrapado y “hablando solo”. Amigos de la familia lo buscaron, lo encontraron, lo rescataron y finalmente Santiago pudo regresar a Bogotá. “Yo creo que fue Dios el que me dijo: toma tus maletas que nos vamos para tu casa”.

El paciente esquizofrénico

No fue sino hasta cuando llegó a Bogotá que un médico psiquiatra le confirmó que había sufrido un brote psicótico, ruptura temporal de la realidad, uno de los muchos trastornos mentales descritos por la ciencia. El dictamen fue devastador: esquizofrenia paranoide, una condición donde la persona alucina voces y alucina imágenes.

“Puede que tarde muchos años en ordenar de nuevo su cabeza y sus pensamientos, pero usted no ha perdido los signos vitales, eso significa que puede ubicarse espacial y temporalmente”, añadió el especialista para infundirle ánimos.

Él, sin embargo, se negaba a aceptar esa verdad: “Pensaba que esto era como un juego mental que desaparecía de la forma simple como había aparecido”.

Desde aquel primer día, dieciséis años después, sigue escuchando voces en su cabeza y viendo en imágenes a personas extrañas que se volvieron parte de su realidad cotidiana, su paisaje psíquico.

Las imágenes a la que se refiere Santiago son recreaciones de la mente. En ella se le aparecen, a horas indistintas, una mujer bellísima, un niño, un muchacho ancho, de pelo corto que viste de gris y un señor canoso, calvo, delgado, alto y muy serio; todos le hablan con acento gaucho.

“Ahora mismo, mientras hablamos, no los escucho, pero siento que el muchacho está aquí con nosotros de alguna manera. Está lejano pero desde allá se comunica conmigo. Él sabe que tú me estás entrevistando y que ambos estamos tomando el mismo taller de literatura, porque ellos me vienen siguiendo. Él sabe que te llamas Alex y eres periodista. Me siento perseguido, espiado por esas voces, como si invadieran mi intimidad a todas horas”.

Mientras avanza la conversación se me ocurre pensar lo que pasaría si esas criaturas imaginadas de repente aparecieran de cuerpo presente. Santi me aterriza: “Esto que me pasa no se lo deseo a nadie, es un infierno”.

Insiste en que a ninguno de esos personajes los conoció en la vida real. “Sólo existen en mi imaginación. También aparece una muchacha muy guapa, diciéndome que soy frondio y pobre, pero me doy cuenta de que ella gusta de mí”.

Desde hace dos años empezó a escuchar voces que sí le son familiares, como la de una tía y la de una prima. “Me ha pasado también que después de hablar con un amigo, y él se está yendo, empiezo a escucharlo en mi cabeza”.

“Me dicen que el origen de todo está en el cerebro, porque no es posible que las personas se puedan comunicar telepáticamente. Te sientes perseguido, espiado, como si lograran saber lo que tú comes, lo que ves, lo que escuchas, lo que tocas, lo que hueles, porque se meten con tus sentidos”.

Una metáfora podría explicar lo que se siente vivir así. La esquizofrenia paranoide es como un radio o una tele que cargas en la mente sin que se apaguen nunca. “No tienes cómo apagarlas porque no sabes dónde está el botón de encendido. Las medicinas y dormir es lo único que me ayuda, a veces”.

Quien vio la película Una mente brillante, sabe de qué se trata: A pesar de su esquizofrenia, el genio matemático John Forbes Nash Jr. obtuvo el Premio Nobel de Economía por la llamada “teoría de juegos”.

“Ese profesor veía a una niña en su cabeza que le hablaba. Cuando veas a una persona hablando sola, es posible que le esté respondiendo a las voces que escucha en su mente”, me dice Santiago, quien leyó además Lo que no tiene nombre (la historia de Piedad Bonett sobre su hijo Daniel), para entender mejor esta enfermedad.

Regresó a Colombia convertido en otro distinto al muchacho extrovertido, enamoradizo (llegó a tener dos novias al mismo tiempo), recochero y bailarín que sus amigos habían despedido dos años atrás en el aeropuerto. “Me veían como a alguien antipático, cerrado, huraño”.

“Lástima lo que pasó contigo, no eres el mismo que yo conocí”, le dijo una de sus amigas.

“De cierta manera se sintieron decepcionados de mí y los entiendo. Es como si perdieras el prestigio, la imagen que tanto luchaste por cuidar. Decían cosas como `él se enloqueció´. Mi vida se estropeó”.

En la casa las cosas no fueron mejores. “Mi madre no sabía qué hacer conmigo cuando explotaba o me ponía irascible. Tuve que irme y regresé después pidiéndole perdón. Ella ha sufrido y llorado mucho por mí. Llegamos a agredirnos verbalmente, pero nunca fui violento con ella; cuando no sabía qué hacer, llamaba a una ambulancia, llegaban los paramédicos y lo siguiente era despertar en una clínica de reposo. Creo que traumé a mi familia con mi comportamiento”. 

¿Hay vida después de la esquizofrenia?

La primera vez en un centro psiquiátrico comprendió que millones de personas en el mundo están batallando contra sus propios demonios: adicciones, desórdenes alimenticios, demencias, depresiones y trastornos de la personalidad, como la esquizofrenia que padece él.

Tres crisis fuertes en años distintos lo mantuvieron confinado durante meses en instituciones psiquiátricas. Con la última, en 2020, una doctora le confirmó su condición. “Esto es crónico y lo acompañará hasta que usted se muera. La esquizofrenia paranoide no tiene cura”, le soltó sin contemplaciones.

Santiago cayó en depresión. Sigue viendo al psiquiatra y al psicólogo una vez por mes. Debe tomar un medicamento de por vida todas las noches y cada tres meses recibe una inyección de otro fármaco.

“Llegué a creer que podía manejar esto solo, pero es imposible llevar una vida normal sin ayuda de las pastillas. Tengo pesadillas. Tomo medicinas porque se me dificulta dormir. Hay noches que he pasado de largo. Es un suplicio, porque cuando estoy solo más afectado me siento. Empieza con la psicosis, creer que eres la causa de todo lo que pasa a tu alrededor. Si estoy acompañado, no. Entonces, trato de salir, ir a parques y socializar; donde haya gente me siento mejor”.

Con todo, de manera admirable, entre una recaída y la otra, trece años después de haber empezado la carrera, en 2022 por fin obtuvo su título en Comunicación social y periodismo; luego hizo tres meses de prácticas escribiendo para un programa diario que se transmitía en directo por uno canal privado de televisión, pero renunció porque “necesitaba dedicar tiempo a curarme”.

Hoy se siente preparado para serle útil a la sociedad, pero no ha conseguido empleo. Todo lo que pide es una oportunidad.

Sin recursos, Santiago se ha privado de muchas alegrías y los buenos momentos que ofrece la vida, incluida la posibilidad de tener una relación de pareja.

“Concluí que en mi condición es mejor estar solo. Tengo amigos y nada más. He conocido personas muy bonitas y me he enamorado. Una de esas personas me ayudó mucho para seguir adelante. Yo tenía miedo de mí y asumí que los demás también me temían por los fantasmas pesados que llevo encima. Ella me enseñó a verme como una persona normal, pero me alejé para no hacerme daño, porque deseaba que sintiera cosas por mí y ella estaba comprometida. Ya una vez sufrí por amor, no quiero pasar por lo mismo”.

Conforme pasa el tiempo, ha ganado confianza y recobrado su valía. “Desde 2016 la enfermedad ha evolucionado para bien. Estoy más tranquilo, socializo más, puedo dormir mejor y me siento mejor ubicado en el mundo. Lucho cada día para volver a ser quien fui, trato de engañar a mi cabeza”.

Le gusta leer a los poetas nadaístas Jotamario Arbeláez y Gonzalo Arango, y escucha radio para mantenerse informado y sentirse acompañado; quiere ser escritor y tener su propia revista literaria. También le gustaría trabajar como librero o hacer trabajo social.

“El estigma de la sociedad –dice- y el de las propias familias es muy grande. Falta mucha comprensión sobre los trastornos mentales. Hay mucha gente sola en la calle pasando hambre y encima luchando contra su cabeza. No se hace lo suficiente por estas personas”.  

Todavía convive con su madre; la relación entre ellos mejoró, ella ha sido su verdadero apoyo, pues el papá los abandonó por irse con otra mujer cuando él tenía diez años y su hermana Alejandra tres. “Discutimos por cosas normales, como cualquier familia, pero he aprendido a controlar mis impulsos; ella ya no me controla como antes”.

Nada desea más en el mundo que le ofrezcan un trabajo que le permita independizarse a sus 37 años, pues lo que gana doña María Isabel a sus 64 años no alcanza para cubrir los gastos de ambos.

Sigue creyendo que de no haberse ido a la Argentina, sería la misma persona sana de antes, porque en su familia, materna y paterna, no hay antecedentes de enfermedad mental. Sin embargo, la doctora Ana María Salazar hace la siguiente precisión: “El viaje fue el detonante, pero él ya tenía la vulnerabilidad; es decir, un riesgo mayor al resto de la población para padecer este trastorno. A lo largo de la vida, cualquier persona vive diferentes situaciones estresantes (una ruptura amorosa, la muerte de un familiar, la pérdida de un empleo, etcétera), y cualquiera de ellas podría actuar como precipitante. Así que si no hubiera viajado, posiblemente otra vivencia podría haber desencadenado la enfermedad, aunque eso no lo sabemos con precisión”.

Santiago guarda la esperanza de que un día se casará, pero tiene claro que no habrá hijos “por este mundo tan tenaz”. En su voz serena percibo el deseo genuino de quien quiere ser otra vez el alma de la fiesta… esa que se apagó a los 22 años.

Yo creo que mi amigo está poniendo todo de su parte para que las luces de la fiesta se enciendan de nuevo para él.

Escríbanle, así sea para saludarle: [email protected]

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