“El hombre inteligente busca una vida tranquila, modesta, defendida de infortunios; y si es un espíritu muy superior, escogerá la soledad”: Arthur Schopenhauer, filósofo alemán.

Un amigo me dice que no puede vivir solo porque se considera una persona inútil, de la clase de inútil que no aprendió a fritar un huevo, menos a preparar arroz o tender una cama. –En ese caso, le digo yo, necesitas una empleada, no una pareja.

Hasta hace un tiempo creía que en el mundo había dos tipos de personas: los felizmente casados y los felizmente solteros. Por experiencia propia, hoy sé que está surgiendo con fuerza una tercera categoría: los felizmente solteros por segunda vez. Personas, con y sin pareja, con o sin hijos, que disfrutan otra vez la soltería, después de haber gozado la luna de miel y padecido la luna de hiel que trae consigo la vida en común.

Culturalmente, se nos ha educado para ser parte de la tribu y formar la propia, pero no se nos educa sobre qué hacer cuando la tribu se deshace y toca recoger el reguero. Entonces, ¿por qué no naturalizar la soltería como algo inherente a la condición humana? Con eso, si un día nos enfrentamos a ella por segunda vez, podríamos asumirla sin drama y sin seguir creyendo que estamos obligados a la vida conyugal por el que dirán o por ese instinto gregario que nos llama a formar parte de la manada.

Que interesante habría sido que Jesús, quizás el soltero más famoso de la Historia, hubiese opinado al respecto. A mi modo de ver, la soltería es el mejor estado del ser humano y, sinceramente, después de un único matrimonio, no me veo en convivencia de nuevo –al menos por ahora- por una razón que explicaré más adelante.

Las nuevas generaciones tienen un concepto muy distinto sobre las relaciones y valoran más la independencia. A diferencia de quienes nacimos de los 80 hacia atrás, no creen que el libreto de la vida sea nacer, crecer, casarse, reproducirse, separarse, volver a juntarse y morir. Con o sin pareja, piensan más en la auto-realización o en viajar, por ejemplo, antes que en tener hijos, o incluso, en lugar de tenerlos. Hay quienes tienen claro que el mundo, como el palo, no está para cucharas, y esa me parece una actitud responsable con los no nacidos, sobre todo porque vivimos un presente incierto, nada malagueño; somos la gallina ciega sin saber dónde está el precipicio. En eso han jugado un papel importante, para bien y para mal,  las redes sociales, el espejo donde muchos podrían verse, no para compararse, sino para evitar cometer los errores en los que otros ya cayeron, sean amigos, familiares o famosos. Dije para bien y para mal, porque las redes sociales, junto con las aplicaciones para ligar, son hoy otra grave amenaza para las relaciones de pareja, pero esa es harina para agitar en otro costal.

Mi hija mayor acaba de independizarse, y ahora disfruta los beneficios de tener un espacio propio, lo mismo que su novio: “Mantengo todo en orden fácilmente, puedo dormir todo el día si quiero (risas); tengo tranquilidad para leer, me concentro más haciendo trabajo en casa, aprendí a ser más independiente de lo que era y se me facilita madrugar más, aunque eso es raro y no sé por qué”, me dice Kim. Ella lo tiene claro: aquellos que anhelan vivir en pareja, primero deberían vivir solos. Por mi parte, creo que las personas que viven solas se vuelven exigentes con lo que quieren, y desarrollan mejor el amor propio, un bien tan escaso y necesario, que muchos buscan reafirmar, de manera equivocada, en la otra persona.

Quien haya leído el ensayo “Una habitación propia” de Virginia Woolf sabe que la escritora inglesa comprendió la importancia de que las mujeres tengan dinero y un lugar adecuado para abrirse camino en la literatura, pero en el fondo sus palabras sirven para reivindicar la necesidad de que todos, hombres y mujeres, dispongamos de un espacio propio para habitarlo con libertad absoluta.

Las ventajas de vivir solos son infinitas: Llegas a la hora que se te da la gana, eliges entre tender la cama y no tenderla, no tienes que soportar las caras estreñidas de los demás, disfrutas de tu silencio y el del ambiente, no pierdes el tiempo en discusiones estériles, eres el único dueño del control remoto, andas empeloto si quieres y con las puertas abiertas, no tienes que encerrarte en el baño para secretear ni usar el modo avión, (a menos a la hora de dormir, lo que hago siempre para alcanzar un sueño reparador); invitas y te dejas invitar, pero la principal de todas: nadie se te toma el otro yogurt.

Las estadísticas lo dicen: cada vez hay más personas viviendo solas. El Dane los llama “hogares unipersonales”. Según el último Censo Nacional de Población y Vivienda, hasta 2018 había en Colombia 2.643.650 personas viviendo solas (57,9% hombres y 42,1% mujeres). Es decir, el 18,6% de los hogares colombianos son hogares de una sola persona. En el censo anterior (2005) los hogares unipersonales eran el 11%. Es de suponer que la cifra aumente conforme crece la población. De acuerdo con el mismo Censo, el 31,8% de quienes viven solos pertenecen a la generación de los “Boomers” (personas entre 55 y 75 años), el 27% son “Millenials” (como mi hija, entre 24 y 39 años) y el 22,1% somos de la “Generación X” (entre 40 y 54 años)

“La soledad es el patrimonio de todas las almas extraordinarias”, insistió Schopenhauer

Pero pongamos orden al tema: solteros y solos no son lo mismo. Aunque existen personas solas y solteras por elección (esa soledad deseada sería la ideal), también están los solteros y solos sin remedio, entre otras cosas porque son de malas en el amor -como el refrán: “el que vino, no convino y el que convino, no vino”- aunque también podrían aceptar que el destino es  caprichoso, y en ese caso hasta el amor es cuestión de suerte, (más que de química), reservado a dos personas con alta tolerancia al aguante que  aceptan, de manera honesta, que la condición de pareja, con sus más y sus menos, es muchísimo mejor que andar por la vida como ruedas sueltas; estoy por creer que, bajo esas condiciones de convivencia, el amor puede sostenerse en relativa calma, dando y recibiendo lo que cada quien espera para llenar sus expectativas individuales, otorgando más puntos a las virtudes que a los defectos. Al final, lo que quiero decir es que el amor se alimenta de la suma de las ventajas sobre las desventajas, inclusive las económicas, lo que si bien suena poco romántico sí es pragmático, en vez de hablar de almas gemelas o amor a primera vista, que no siempre son garantía de un final feliz. De tarea: ¿Se puede amar sin esperar algo a cambio?

Regresando al cuento, la soledad impuesta vuelve desdichada a la gente y la hunde en una melancolía sin fin, haciéndola más propensa a las enfermedades, incluso a morir prematuramente, según algunos estudios. A esa soledad amarga le canta Rolando Laserie: “Hola soledad… esta noche te esperaba / aunque no te diga nada / es tan grande mi tristeza / ya conoces mi dolor “.

A dicho grupo pertenecen ciertos jubilados que se paran en una esquina, a cualquier hora de cualquier día, con su mirada perdida en el horizonte, viendo las vidas ajenas pasar mientras la propia agota sus baterías. Siento pesar por aquellas criaturas, porque, sin haber cultivado una actividad que les apasione, la vejez los topó solos y desparchados. No quiero escupir hacia arriba, pero si he de llegar a viejito, que no sea flaco, ojeroso, cansado y sin ilusiones, como dice Oscar Athie.

“Todos los hombres, en algún momento de sus vidas, se sienten solos. Y lo están. Vivir es separarse de lo que fuimos para acercarnos a lo que seremos en el futuro”, dijo el poeta Octavio Paz.

Y, viéndolo con objetividad, es cierto. Un día nos daremos cuenta que la soledad siempre estuvo ahí, esperando su turno. La soledad que sobreviene a los descalabros emocionales (y la consiguiente urgencia de reemplazar al otro para, supuestamente, volver a estar completos, sin ni siquiera elaborar los duelos de las pérdidas, sin tiempos para darnos cuenta de si fallamos o nos fallaron); la soledad de estar solos en un país donde nadie nos conoce, la soledad de cuando los hijos hacen toldo aparte (el famoso nido vacío), la soledad del desarraigo, la soledad de la viudez, la soledad de la cárcel (desde donde Oscar Wilde escribió su maravillosa obra “De profundis”, fruto del rompimiento con su amante, Lord Alfred Douglas); la soledad del poder  y, la más contundente de todas las soledades, la soledad impostergable del sepulcro, tan personal e intransferible ella.

Defiendo la idea de que se puede tener pareja sin la obligación de compartir el mismo techo. ¿Qué necesidad de juntar a dos personas para que duerman siete noches a la semana, una de espaldas a la otra? Lo que al principio son dos durmiendo en cucharita, con el tiempo son los mismos dos, ahora como tenedores, buscando hacerse daño, de manera consciente o inconsciente.

Conozco parejas que decidieron vivir juntas pero no revueltas: habiendo amor entre ellos, duermen en camas separadas, (incluso en alcobas diferentes), lo cual me parece una sabía decisión. Así piensa una amiga, ex reportera, quien conoció el amor-amor a los cincuenta y tantos cuando ya medio mundo la había desahuciado en asuntos del corazón. En una frase novelesca me resumió toda su vida: “Fui felizmente soltera y solterona, fui felizmente casada, soy una viuda feliz”.

A mi juicio, las relaciones 24/7 imposibilitan muchas veces la realización personal, porque solemos empeñar nuestra individualidad en función de las prioridades de la otra persona, sacrificando las propias. Y cuando el otro o la otra se largan de nuestro lado nos damos cuenta, un poco tarde, que nos fallamos a nosotros mismos, por no ser primero yo, segundo y tercero yo, así suene egoísta. Con suerte, puedo decir que a mi segunda soltería le debo la escritura de mi primer libro y uno segundo en gestación, sacándole el máximo jugo a la soledad, sin tener espíritu de anacoreta, aunque ganas no me han faltado.

¿Cuántos sueños mueren por obligarnos a estar con otras personas? ¿Cuántos sueños mataron ustedes, queridos lectores, creyendo que ambos remaban hacia el mismo lado? “Rema tu propia canoa”, enseñó Robert Baden-Powell, el militar y escritor británico que fundó el Movimiento Scout. No hay que esperar a tener 70 años para lamentarse por haber abandonado el proyecto vital.

La convivencia es perjudicial para el amor y lo transforma en una costumbre dolorosa. No lo digo yo, lo dijo Rocío Dúrcal:  “…es verdad que la costumbre es más fuerte que el amor”.

La costumbre no debería ser una opción. Juzgando el asunto desde la letra de esa canción, se me ocurre pensar que el matrimonio solo ofrece dos posibilidades: o enloqueces o te acostumbras.  La costumbre no es razón suficiente para sostener una relación en pie (¡y a qué precio!), como tampoco lo son los hijos como excusa para soportar un matrimonio infeliz, habiendo agotado todas las fórmulas salvadoras.

Hay que darle sentido a la vida asumiéndose y aceptándose como un ser libre. El propósito mayor no puede ser el de convertirnos en la propiedad de alguien, una deformidad aberrante de las relaciones de pareja a través del tiempo. Con mi renovada soltería, me he convencido de que el ideal son las relaciones de pareja altamente afectivas y efectivas los fines de semana, habiendo dejado el suficiente margen para extrañarse y desearse. Para la melosería nos queda WhatsApp.

Concluyo robándome las palabras del escritor Haruki Murakami: “Prefiero una vida tranquila. Estoy feliz solo con tener libros, música y gatos”.

Gatos por ahora no necesito. Sólo el tiempo dirá si se trata de una soltería definitiva. Por ahora, me basta con abrir un libro entre semana para estar en compañía de seres increíbles que difícilmente conoceré en la vida real.

LAPI-DIARIO

LUNES: Oportuno editorial de El Espectador: “El impuesto saludable, en efecto, es saludable”, en defensa de la salud pública contra el efecto nocivo de las bebidas azucaradas y los productos ultraprocesados.

MARTES: Titular de El País: “Israel mata a más de 750 personas en Gaza en el día más sangriento”. ¿Les parece correcto seguir llamando “Tierra Santa” a esa sucursal del infierno? ¿Qué clase de diplomacia macabra es la que gobierna al mundo para que nadie pueda detener la carnicería israelí sobre el pueblo palestino? ¿Qué clase de Herodes resucitado está matando niños ante la mirada  indolente del mundo? ¿Ya le podemos dar a Benjamín Netanyahu el título de “El carnicero de Israel” o cuántos inocentes más deben morir para que el título sea merecido?

MIÉRCOLES: A esta aburrida campaña electoral la salvó el candidato Jorge Robledo: cuando le preguntaron si no está muy viejo para ser alcalde de Bogotá, respondió: “Yo les diría que tienen razón en esa preocupación si me estuvieran buscando, por ejemplo, para subir una nevera a un quinto piso, y a mí no me están buscando para eso”.

JUEVES: La iglesia católica aclaró que los animales no pueden ser tratados como familias, que se les debe tratar bien pero sin humanizarlos. (¿Y quién le prohibirá a la gente dormir con sus perros y sus gatos, que a esos extremos hemos llegado?).

VIERNES: Dice The Economist y amplifica Semana: “Gustavo Petro está tambaleando, es profundamente impopular”. Lo dice el semanario preferido de las élites económicas que, por supuesto, no quieren a Petro, empezando por la misma revista Semana, cuyos dueños son la poderosa familia Gilinski, es decir personas que ven el mundo desde la comodidad de sus chequeras, dentro de una burbuja de sofisticación, a la que no pertenecemos la mayoría de mortales. Leyendo el artículo, no encontré nada distinto a lo que ya han dicho los opositores, salvo el verbo tambalear. ¿Qué insinúan?

SÁBADO. ¿Qué pasaría si Oviedo es el rival de Galán en segunda vuelta?  Significa que los votos de Gustavo Bolívar podrían definir el futuro alcalde de Bogotá y eso dejaría bien parado al presidente Gustavo Petro para hacer el bendito acuerdo nacional.

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