Quiero decir algo sobre “Noviembre” antes de que quiten esta película colombiana de cartelera.
Quiero decir algo sobre “Noviembre” antes de que quiten esta película colombiana de cartelera.

Quien no tenga nociones previas sobre la tragedia del Palacio de Justicia, difícilmente entenderá de qué va la nueva película del director colombiano Tomás Corredor. Pero vale la pena verla, porque es otro retrato de lo que somos. Verla y después venir a leer estas líneas para que conversemos, porque es un asunto que apasiona y genera rabia cuatro décadas después: la herida que no cierra.
No creo que “Noviembre” haya sido un título afortunado para la película sobre el Holocausto del Palacio de Justicia ocurrido en 1985. Holocausto creo que era un nombre más apropiado para algo que en realidad no tiene nombre. “Noviembre” también se hubiera podido llamar una película sobre la tragedia de Armero que ocurrió el mismo mes del mismo año. No está de más decir que “Noviembre” también es el título de una película española.
No hay en esta cinta una historia concreta o un hilo conductor, sino un montón de personas, encerradas en un baño, sumidas en el desespero, con unos diálogos que por ratos se vuelven frases sueltas. Se entiende que esos momentos debieron causar un caos de Padre y Señor mío, pero era obligación de la película ordenar toda aquella barahúnda en un relato comprensible para el espectador, sobre todo para aquellos que nacieron después de 1985, y que seguramente llegan a la película con preguntas y salen confundidos, sin el contexto previo. Yo tenía 14 años, y sigo teniendo el mismo interés por cada cosa nueva que se diga sobre este acontecimiento, así que agradezco esta cinta.
No soy experto en el tema del Palacio de Justicia, pero películas como “La Siempreviva” me parecen el tipo de apuesta audiovisual que tocan la fibra humana desde un ángulo original, creíble, que es lo que se espera del cine basado en hechos históricos, y no opiniones encubiertas, aunque sean válidas, que lo son. Lo que quiero decir es que en “Noviembre” hay más mensaje que historia; incluso la historia de amor, que la hay, quizás merecía un mayor desarrollo.
Los diálogos de “Noviembre” son frases más afanadas por establecer una verdad que por generar un relato cinematográfico: la responsabilidad de la fuerza pública, de los militares colombianos de la época, tras la retoma del Palacio, después del asalto por parte de la guerrilla del M-19. Creo que es una verdad que muchos en este país compartimos, pero del séptimo arte se espera algo de mayor peso, y no la mera posición política de su autor o autores.
Lo que vemos en la cinta corresponde al desenlace natural de los hechos: Una guerrilla inexperta, miope, casi torpe o ingenua, que se topa con la fuerza descomunal de un ejército con la suficiente experiencia y munición para cometer la barbarie que se cometió en el Palacio de Justicia, no las bombas de fabricación casera de la guerrilla.
El gobierno de Belisario Betancur y los generales Rafael Samudio Molina y Miguel Vega Uribe –para entonces Ministro de Defensa—, se llevaron a la tumba muchas explicaciones sobre su responsabilidad en aquel episodio, que terminó con más de cien personas inmoladas adentro (una treintena de insurgentes, entre ellos), y un número impreciso de personas que, vivas, desaparecieron afuera.
Un Belisario Betancur que quizás fue mejor poeta que presidente, y cuya gran virtud fue haberse sabido retirar a tiempo de la vida pública, ejemplo que no siguieron otros expresidentes con rabo de paja, como lo tuvo aquel.
Se le abona al director el trabajo previo de investigación, que incluyó documentales, la lectura de expedientes (leí que se leyó unos 6.000 folios, en los que encontró 53 testimonios de personas que estuvieron en el baño) y de los libros El Palacio de Justicia, una tragedia Colombiana, de Ana Carrigan y Noches de Humo, de la periodista Olga Behar. Sin duda, un material de lectura obligada para entender lo que pasó.
También debemos aplaudir los efectos especiales, el uso de las imágenes reales del Palacio en llamas (destruido y vuelto a reconstruir), y el ambiente lúgubre que se vivía en los alrededores de la Plaza de Bolívar, dos días y una noche esperpénticos. El tanque real que derribó la puerta principal de aquel recinto sagrado es una imagen que muestra la dimensión de aquel horror, una escena que nos recuerda que la ficción se queda corta ante la realidad.
Parecíamos un país en guerra, la materialización de esa parte del himno nacional que habla de la horrible noche. Ese hubiera sido quizás otro título apropiado para esta película. El horrible anochecer que vivieron, entre el 6 y el 7 de noviembre, los que, calcinados, no pudieron ver otro amanecer por culpa de las decisiones de un gobierno sordo que actuó indolente. Ya sabemos que los gobernantes sufren problemas de oídos ante los ruegos. Recuerden que la avalancha de Armero que cobró 25 mil vidas también habría podido evitarse.
Apropiados resultan también los segmentos radiales que se desempolvaron del archivo, qué grato resulta volver a escuchar la voz de Juan Gossain de cuarenta años atrás, antes de que el gobierno tomara la radio por su cuenta para distraer la atención de la opinión pública con fútbol, generando más desazón del que ya había en ese momento en el país.
Hoy vuelvo a escuchar la voz del magistrado Alfonso Reyes Echandia, presidente de la Corte Suprema de Justicia, y se me parte el alma. ¿Por qué Betancur, como comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, no ordenó el cese al fuego como lo clamó aquél pobre hombre desde el interior del Palacio? Un villano el primero, un héroe el segundo.
Comoquiera que fuese, al final como espectador me queda esa fea sensación de una película incompleta, sin ese algo que emocione a cabalidad: a la tensión le faltó atención. Entre gritos, disparos que aturden y la explosión de una bazuca, que se suceden de manera intermitente durante los 72 minutos que recrean 28 horas inenarrables, todo lo que queda son unos diálogos inconexos y un afán editorializante.
No obstante, la angustia que aquellas personas debieron sentir, en medio del humo asfixiante, es algo que uno alcanza a percibir: desde la comodidad de la silla, se siente la impotencia claustrofóbica de quien está condenado a su destino, preso en aquella fortaleza que parecía indestructible, una manzana completa con sus cuatro pisos y sus tres sótanos, como lo recuerda el podcast “Arcanos y Reyes”, que también recomiendo para mayor comprensión.
En una entrevista con el diario El País de España, Tomás Corredor, el director, confesó lo siguiente: “Diana Bustamante, la productora, me dijo ´aquí hay una película, pero toca explicar menos´. Yo tenía la necesidad de contar todo lo que pasó, y me dijo ´suéltese o se tira la película´”.
Al final, creo que ambos se equivocaron: ella por sugerir y él por obedecer. No lo digo yo. Lo dicen las caras de las personas que salieron conmigo de la sala medio vacía, algunas con muchas ganas de ahorrarse los comentarios.
Pero hay que celebrar que el cine colombiano se ocupe de las horas más oscuras de nuestra historia; así no llenen salas, esta clase de películas son más que necesarias en un país desmemoriado.
En este punto, debo decir que me gustó mucho la puesta en escena de un drama colectivo donde los colombianos podemos vernos reflejados, pues ahí se juntan la sociedad civil y los paladines de la justicia, en medio del fuego cruzado entre el poder (representado por el ejército) y la resistencia, representada por un grupo de rebeldes. Lo que somos y lo que hemos sido se resumen en esas 28 horas y las que siguieron, que no fueron menos estremecedoras, sobre todo para las familias de las víctimas.
Para tristeza mía, creo haber entendido que la identidad que nos une a los colombianos es, en el fondo, ese eterno sufrimiento compartido, que es a la vez la suma de miles, millones, de dramas personales, que se juntan para la fatalidad cuando se está en el lugar y hora equivocados.
Podríamos decir incluso que en Colombia se nace con la tragedia de ser colombiano sin saber dónde harán nido el mal presagio y la desdicha. Como nación, somos el resultado de esos dolores compartidos —de unos muertos compartidos—, y a pesar de eso todavía no hemos sido capaces de hallar el punto de encuentro como sobrevivientes de la tragedia. El día que la memoria (la del arte, el cine y la literatura) nos haga conscientes de qué nos pasó y por qué nos pasó, ese día quizás podamos empezar a hablar, también, de una identidad compartida, aquello que conjure nuestro infortunio.
Queda la pregunta de por qué esta cinta no ha merecido el despliegue publicitario que sí recibió “Un poeta”, por ejemplo. La buena noticia es que estará disponible en la parrilla de Prime Video.
¿La vieron? ¿Les gustó? Vayan a verla, es un acto de fe en el cine colombiano: no se guíen por la crítica ajena, ni siquiera la mía que es solo una opinión.
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