Le dijeron que tenía los días contados y se puso a llorar: El calendario.
Por esta época, los periódicos suelen llamar a los escritores para pedirles que escriban cuentos de Navidad. Nunca se les ocurre pedirles cuentos de Año Nuevo. Me encantaría cambiar esa historia, pero yo, un escritorzuelo sin futuro, no tenía ninguna idea para empezar. ¡Snif! Lo siento. No me llamen, yo los llamo.
El 31 de diciembre salí a la calle con el encargo de mis hijos de comprar las uvas de los buenos deseos y luego debía pasar a casa de las tías solteronas para la visita de rigor. El precio del racimo de uvas… por las nubes. Nada qué hacer: me tocaba seguir regateando para estirar el salario nimio.
—¡Llegará el día en que nos toque cambiar las uvas por el ritual de los 12 mamoncillos!, vociferó desde su ventana la tía Cuca, que es como el Gran Hermano que nos vigila a todos en el barrio.
El barullo estaba por doquier. Por un bafle salían Los Hispanos preguntándose porqué Adonay se casó, y de otro bafle bufaba el indio Pastor López; por el de más allá cantaba el señor de Faltan cinco pa´ las doce cuando todavía faltaban tres horas y pico para que el 2024 se evaporará de cansancio con todas sus viejeras, incluida una chiva, una burra negra, una yegua blanca, menos una buena suegra.
Salí a recorrer Bogotá con los calzoncillos amarillos y al revés (no necesariamente para que me duraran otro mes) y una maleta de viaje para darle la vuelta a la manzana, porque Mavé, la tarotista de El Espectador, me auguró que en el veinte veinticinco no me vería sin cinco si encendía velas rojas, muchas velas rojas. ¿O eran blancas?
Menos mal la maleta estaba vacía porque me la robaron a pocas cuadras. Gracias, estoy bien. Apenas fue un sustico, señor alcalde.
Caminé tanto que no supe a qué hora llegué a Soacha. De malas como la piraña mueca: no encontré velas ni veladoras de ningún color en el camino. Divisé a un grupo de señoras que, formando un círculo y vestidas de luto, apretaban contra su pecho las fotos en papel sepia de sus hijos ausentes, conscientes de que jamás de los jamases volverán a estar presentes, porque a pesar de desearles buena suerte cuando salieron de sus casas, ni Dios pudo guardarlos de la muerte.
Lloraron en demasía que las lágrimas no fueron en balde, porque colmaron los embalses y el agua nunca más escaseó en la ciudad.
En su ahogado dolor, en vez de copas de vino, levantaron simbólicamente sus corazones afligidos por las 6.402 víctimas de las ejecuciones extrajudiciales (falsos positivos) y en solidaridad con las familias de los desaparecidos de La Escombrera, que siguen reclamando respuestas y justicia 22 años después.
¿Por qué será que donde hubo muerte, ahí está el doctor Álvaro Uribe dando explicaciones? Pasó con los falsos positivos, está pasando con el hallazgo por parte de la JEP de restos óseos en La Escombrera. El país necesita saber si hubo relación entre la Operación Orión, al principio de su gobierno en 2002, con los desaparecidos de La Comuna 13 de Medellín.
Para miles de familias la muerte llegó como en Día de Inocentes. Inocentes sacrificados en un país donde el derecho a vivir parece un chiste macabro, mientras una parte del país político permanece sumido en estado de negación, como dopado (no sabemos si convenientemente).
El otro día, mientras repasaba la Constitución de 1991, me di cuenta de algo: Siendo Colombia un país violento por naturaleza, donde morirse de muerte natural es un milagro, los artículos once y doce deberían ser el primero y el segundo.
ARTÍCULO 11. El derecho a la vida es inviolable. No habrá pena de muerte. ARTÍCULO 12. Nadie será sometido a desaparición forzada, a torturas ni a tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes.
Cerré los ojos, miré al cielo sin estrellas por culpa de la polución y rendí tributo a las víctimas de todas las violencias, abrazando a aquellas madres verracas en memoria de sus muchachos.
Me acordé de mis propias desgracias y brindé por la noviecita aquella que me cambió por un primo y luego vino a mí pidiendo cacao cuando ya el cacao se había valorizado.
Emprendí el camino de regreso a casa porque faltaba menos de una hora para las doce y me acordé de la linda viejecita que me esperaba en Casaloma. Pero me embobé con los año viejos. Muñecos rellenos de trapos y pólvora que serían quemados a la medianoche. Uno que otro se quemará en las elecciones del 2026.
Esos muñecos parecían inofensivos así, inmóviles, amarrados a sus sillas. Ahí estaban, a la izquierda, Armando Benedetti saliendo a parrandear con su botellita de ron (vacía, según él, porque ya se rehabilitó); y bien a la derecha María Fernanda Cabal, Álvaro Uribe y el otro Uribe (Miguel), que es lo mismo pero distinto. Dicen que Miguelito se mandó a confeccionar unas encuestas a la medida de sus aspiraciones presidenciales. Si la vista no me falla, ese de allá es el doctor Galán, lleva puesto un casco blanco que no le queda tan grande como la Alcaldía.
Después creí ver que la senadora Cabal soñaba despierta.
—¿Qué sueña, doctora?, le pregunté.
—Sueño que soy la primera presidenta de este país, me respondió en un tono inusualmente amable, pero con mano firme y corazón grande.
—Sin embargo, la veo repaila (No Riopaila) en las encuestas, doctora, le dije. Se hizo la que no escuchó.
Cerquita estaba el doctor Uribe (Álvaro), a quien a sus 72 años ya le pesaban los huesitos y las carnitas. (Y no sean mal pensados, pues no me refiero al hallazgo de La Escombrera ni a los falsos positivos).
Donald Trump con su peluquín descansaba sobre varios bultos de cemento, al lado de unas varillas; Nicolás Maduro se abanicaba con unos papeles que parecían actas falsas y Elon Musk piloteaba un volador que lo llevaría directo a Marte esa misma noche. Él, vestido de Gucci y yo de Fuchi para recibir el 2025. Y más a la extrema derecha, Milei y Bukele conversaban sobre cómo se habían hecho célebres en sus respectivos países: Javier empobreciendo más a los pobres y Nayib violando los derechos humanos.
Al otro lado del charco, porque había caído una llovizna, retozaba Benjamín Netanyahu, con sus manos untadas de sangre: en una sostenía una pistolita que no era de agua y en la otra mano unas bombas de las que explotaban de verdad.
Cuando nadie me miraba, en nombre de todos los niños palestinos, vivos y muertos, agarré a Netanyahu de las bolas y lo pellizqué con ganas; luego le metí un pito encendido por donde sabemos. Yo, el escritorzuelo que no mata ni una mosca, hice explotar en mil pedazos al genocida, por decirlo literariamente, que es una forma de cometer crímenes con total impunidad… como los del primer ministro israelí.
Ya más tranquilo, caí en la cuenta de que a esa hora el Transmi estaba fuera de servicio y la aplicación de Uber había colapsado, lo mismo que mi salario nimio. En uno de los paraderos del SITP estaba la Loca Margarita tomada de la mano del Bobo del Tranvía. Ella miró su reloj del siglo pasado y me dijo con ternura trémula:
—Mijito, ¡el Metro se demora diez años más en pasar!
En su rostro cuarteado por el tiempo adiviné que ella no viviría para verlo.
—¡No puede ser, recibiré mi primer año nuevo en la calle!, lloré desconsolado; la loca y el bobo desaparecieron cual fantasmas.
Mis hijos estaban histericosos, entre histéricos y quejosos, reclamando las uvas de la ira para la cena.
—PAPÁ, ¿DÓNDE ANDAS QUE TE ESTÁN BUSCANDO PARA QUE ESCRIBAS UN CUENTO DE AÑO NUEVO?, me gritaron por WhatsApp. Por las mayúsculas supe que estaban encolerizados.
Las tías también ladraban energúmenas porque las dejé con los tamales y el masato servidos en Nochevieja.
—¡No, mijo! ¡Usted sí es un cuento!, me vaciaron al unísono a través de una nota de voz.
Y todos tenían razón. ¡Ese 31 de diciembre yo fui el cuento de año viejo!
PostData: Primero de enero: Querido diario: El año viejo ha muerto tras una agonía de 366 días. Heme aquí raspando la olla de la natilla.
FIN
Un venturoso 2025 para los lectores de este blog… y para los no lectores también. Hagan el propósito de leer más y beber menos.