El otro día conversaba con la manicurista sobre mis padrastros. Sí, padrastros y en plural.

—Si no los quiere en su vida, deje de leer periódicos, me dijo ella sin vacilaciones.

—¡Está usted loca! Me pide un imposible, señorita —repliqué.

—La tinta al contacto con la piel causa resequedad y padrastros. Le tocará usar crema hidratante —agregó.

Los periódicos se están volviendo una rareza y un día –espero que muy, muy lejano- serán nada más que una pieza de hemeroteca. Ya no se ven colgados a la entrada de droguerías o misceláneas. El señor con el periódico debajo de un brazo y paraguas en el otro, o el que lee sentado en el parque, en el metro o en el autobús, es un espécimen en extinción. Recuerdo al tío que pasaba horas felices leyendo en el baño.

Cuando no había teléfonos celulares, los periódicos se leían con tanta devoción que había tiempo hasta para llenar el crucigrama. Cargar un periódico te hacía ver como alguien interesante o al menos informado. Todavía hay bichos raros que leen el periódico con el desayuno del domingo.

Los domingos las familias se reunían alrededor del periódico, así tuvieran chimenea. La edición era gigante y traía revistas. Cuadernillos y más cuadernillos. Cada quien encontraba lo suyo: el papá las noticias de política, los jóvenes las páginas deportivas, los niños las tiras cómicas, las señoras el horóscopo, el desempleado los avisos clasificados… A cierta edad uno lee hasta los obituarios.

Ya nadie roba periódicos porque cada vez hay menos lectores. No lo digo yo. Lo dicen las noticias, vaya paradoja. Una vecina viene cada mes a que le regale periódicos para limpiar ventanas y hacer la cama del gato. En otro tiempo envolvían panelas y maduraban aguacates. ¿Quién de niño no hizo barquitos de papel?

Uno se hacía matar (no literalmente) por el periódico. Cómo olvidar la fiebre que causó El Espectador a finales de los años 80 con su concurso de los martes ¿Dónde está Javier? Llegábamos a la droguería antes de las 7:00 a.m. para ser los primeros en encontrar al rockero entre el gentío, en una doble página a todo color, para encerrarlo en un círculo y enviarlo al apartado aéreo 1367 de Bogotá.

Un locura semejante no se veía desde 1955 cuando el periódico publicó por entregas, durante catorce días consecutivos, el “Relato de un náufrago que estuvo diez días a la deriva en una balsa sin comer ni beber, que fue proclamado héroe de la patria, besado por las reinas de la belleza y hecho rico por la publicidad, y luego aborrecido por el gobierno y olvidado para siempre”. Su autor, Gabriel García Márquez, abrevió el título y convirtió su reportaje en el libro “Relato de un náufrago”.  

Gabo puso en sus memorias lo que pasó entonces: “La rebatiña para comprar el periódico en la puerta de El Espectador antes de que saliera a la calle era cada vez mayor. Los empleados del centro comercial se demoraban para comprarlo y leer el capítulo en el autobús. Pienso que el interés de los lectores empezó por motivos humanitarios, siguió por razones literarias y al final por consideraciones políticas, pero sostenido siempre por la tensión interna del relato”.

El 22 de marzo de 1987, en su cumpleaños 100, El Espectador publicó una edición gordísima donde venía un cuadernillo titulado “Autobiografía de un periódico”. Recuerdo haberlo leído de pe a pa durante varios días y, terminada la lectura, supe qué quería ser cuando grande: quería ser periodista. En un periódico. Eso y nada más. Tenía 16 años recién cumplidos. 

El puesto de periódicos y el voceador (repartidor de prensa) merecen un capítulo aparte en la historia del periodismo colombiano. Recuerdo con especial gratitud a Mariaté, una mujer amable que vendía periódicos extranjeros en la esquina de la carrera 7a con calle 19, aquí en Bogotá. Los viernes recogía mi ejemplar del domingo anterior de El País de España y la revista El País Semanal. Tengo la suscripción digital pero no es lo mismo.

“No veo ninguna posibilidad de que la actual generación de jóvenes acabe convirtiéndose en lectora de periódicos”: Wolfgang Münchau, periodista alemán.

¿Quién lee periódicos hoy? Buena pregunta. ¿Se están acabando los periódicos? David Remnick, el director de la icónica revista The New Yorker le dijo a un colega de El País algo que, digo yo, podría interpretarse como el principio del fin de los periódicos impresos: “Los más afectados han sido los periódicos pequeños y de tamaño medio. Publicamos hace un año una historia sobre el último reportero de medio ambiente en Virginia Occidental, epicentro de la minería del carbón. Lo despidieron. Así que ya no hay nadie que despierte cada mañana con la misión de escribir sobre el efecto de esa industria en el aire que respiras o en el agua que bebes. Me parece trágico. La desaparición de ese periodismo de proximidad está entre las causas de que nuestra imagen entre el público se haya vuelto terrible. No confían en nosotros…”.

Es posible que el periodista alemán tenga razón. El otro día le envié a mi hija mayor la foto de un artículo de página entera, a seis columnas, sobre un tema que, sabía yo, era de su interés.

—Te guardaré este recorte —le dije.

—Ahórrate la molestia, papá. Yo busco el artículo por internet —me contestó.

Llegué a pensar que sufría de papirofobia.

¡Caramba! ¡El mundo que conocíamos se fue al traste, mientras me amarraba los zapatos!

“Si bien el periodismo en general está en apuros, hay medios en ciertas partes del mundo que continúan siendo rentables, independientes y ampliamente confiables”, dice el último informe del Instituto Reuters. Advierte también que ahora la gente consume noticias a través de Facebook, Youtube, WhatsApp, TikTok y X, en ese orden.

Quienes pasamos por una sala de redacción, comprobamos que los reporteros de antes llevaban el periodismo en la sangre, lo mismo que -algunos- el licor los viernes por la tarde, antes, durante o después del cierre de edición.

¿Quién no le avisó a la familia, con el ego inflado, para que compraran el periódico del día siguiente porque su nombre aparecería en letra le molde? Un amigo enmarcó su primer artículo, hizo lo mismo con el cheque del primer sueldo. Créanme.

Se ejercía el periodismo por pura vocación, tanto que muchos pasaron sin escalas del bachillerato a una sala de redacción, pues no existían las facultades de periodismo en los años 50. Gabo lo dijo mejor: “… se aprendía al píe de la vaca, respirando tinta de imprenta, y El Espectador tenía los maestros mejores y de buen corazón pero de mano dura”, refiriéndose, entre otros, a don Guillermo Cano, el director.

El modelo de negocio cambió: ahora el alma desmantelada del periodismo son los clics.

Los periodistas de la Bogotá de antes eran gente prestante como los médicos y los poetas. Vestían de sombrero y gabardina oscura, a juego con el clima gris de la ciudad, pipa o cigarrillo en mano, frente a una ruidosa máquina de escribir, junto al diccionario de sinónimos, la grabadora y la libreta de apuntes. ¿Murieron los diccionarios? Nada se publicaba sin el visto bueno del corrector que se pillaba nuestras faltas ortográficas. Ala, ¿Qué será de la vida de esos personajes?

La generación de periodistas de la década 80 y del 90 (a la que pertenecí) de alguna manera fue privilegiada, testigos de una época dorada del periodismo colombiano, y de transformaciones en el mundo, sin olvidar que muchos reporteros pagaron el máximo precio por la lealtad al oficio, empezando por don Guillermo Cano: Pablo Escobar lo quitó del camino cuando del periódico iba hacia su casa.

Si usted no tenía con qué comprar un ejemplar, se conformaba con leer la primera página, ahí, colgada de la puerta de cualquier negocio. La noticia de hoy era más espeluznante que la de ayer; la gente estaba ávida de saberlo todo: el carro-bomba que explotaba, el personaje al que secuestraban, el futbolista al que mataban, el pícaro que tumbaba al Estado. La sangre estaba en los titulares o los titulares untados de sangre. Así que los periódicos –tanto como los noticieros de radio y televisión- eran parte de nuestra canasta familiar. No sé si lo sigan siendo. Que deje de circular un periódico debería ser motivo de tristeza, aunque no creo que sea el fin… no todavía.

“La “chiva” era para los periodistas lo que la “guerra del centavo” para los conductores de bus. Había que ser el primero en dar la noticia. Pero una noticia verdadera, no inventada.

El escritor Andrés Ospina cuenta una anécdota sobre el cronista José Joaquín Jiménez, quien solía escribir para diario El Tiempo sobre el hampa bajo el seudónimo de Ximénez. La mañana del 7 de marzo de 1935, Germán Arciniegas, el director, leyó con sospecha un titular insólito: “Picardías increíbles: El esqueleto del Libertador fue vendido a un anticuario”. El reportero aseguraba que un tipo venezolano había negociado, por cuatro mil pesos, los restos mortuorios de Simón Bolívar a una tienda de antigüedades. La misma nota afirmaba que el mismo tipo se presentó en el mismo anticuario ofreciendo la osamenta de cuando Bolívar tenía 17 años al mismo comprador, que obviamente se percató del fraude.

Jiménez se defendió alegando que la gente hablaba del asunto en el Café Granada. El autor de “Ximénez”, la biografía sobre el reportero judicial, recrea la conversación de aquel con el jefe:

—”¿De manera que en los cafetines cuentan un chisme y usted lo convierte en noticia?

—No son chismes. Son ´la voz del pueblo´.

—¿Y no se le ocurrió buscar evidencias antes de darle vitrina a ´la voz del pueblo´?

—Eso habría demandado mucho tiempo y seguramente en El Espectador se nos habrían adelantado contándolo”.

Varios tabloides estadounidenses reprodujeron la insólita “noticia” y la reprimenda de Arciniegas a Ximénez fue contundente: “Es mejor que la gente lo reconozca como un buen periodista. No como un buen chismoso. ¿Entendido?”.

Algún parecido con este tiempo no es mera coincidencia.

La verdad es el alma inquebrantable del periodismo, su “centro de gravedad, alrededor de esto lo demás se edifica solo”, dicho por don José “el Mono” Salgar, maestro de periodistas en El Espectador.

Muchos medios perdieron su fuerza y virtud por andar persiguiendo clickbaits. No sé si moriré antes de que mueran los periódicos impresos. Una buena parte de mi tiempo lo invierto (todavía) en leerlos y una parte de mi sueldo se va en cremas humectantes para evitar los padrastros por recomendación de mi manicurista. Estaremos de luto el día en que se silencien las rotativas. Hace rato se silenciaron los télex, los faxes y las máquinas de escribir.

Larga vida para el diario de mis amores, El Espectador de papel, decano de la prensa colombiana, o como dijo Fernando Vallejo “el único de los periódicos de los tiempos de Silva (el poeta) que ha perdurado y que hoy sigue saliendo día a día, religiosamente como sale el sol”.  

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