“Se empezó a preguntar si su vida merecía la pena, si alguna vez lo había merecido”. (De la novela Stoner, de John Williams, escritor estadounidense, 1922-1994)

Hace rato no reía tanto viendo una comedia donde todo es graciosamente absurdo. La serie australiana “Fisk” (ya disponible en Netflix, doblada al español) trata sobre un singular bufete de abogados especializado en sucesiones y testamentos. Personajes, diálogos y situaciones son ocurrentes. Los hechos intrascendentes de la vida y la gente deschavetada se juntan aquí. Jamás se me hubiera ocurrido, por ejemplo, un pleito para definir en qué porcentajes deben repartirse las cenizas del difunto. Hace apenas un par de días un amigo perdió a su pareja tras batallar contra un tumor cerebral, que le confinó primero a una silla de ruedas y luego a una cama, sin habla y sin memoria. La realidad y la ficción se juntaron la misma semana. Aquel cadáver, convertido en polvo, se transformó en alimento de un arbolito. Me parece un buen destino.

Me gusta estar vivo. Me pregunto si un día podré decir lo contrario: ¡odio estar muerto! Con cada temblor de tierra vuelvo a pensar en la muerte. No sé si ella piensa en mí. Espero que no. (No todavía porque es muy temprano).

La inmensa mayoría de los seres humanos seremos olvidados; en cuestión de años nadie hablará ni bien ni mal de nosotros, así como no hablamos bien ni mal de los tatarabuelos, ya que ni siquiera sabemos sus nombres. ¿Qué rasgos de nuestra personalidad heredamos de ellos? Niansesabe.  Creo que no hemos hecho el intento de averiguarlo. ¿Nos rajamos en un examen sobre nuestro árbol genealógico? Tal vez…

La vida de los seres comunes y corrientes sólo importa mientras estamos vivos. Después será como si hubiéramos pasado sin ton ni son por la Tierra, con más pena que gloria. La certidumbre es tan abrumadora como saber que en promedio el ser humano vive (con suerte) un poco más de cuatro mil semanas. Visto así parece poquito, una fugacidad, prácticamente nada. Tan frágiles y vulnerables que, encima, la tercera parte de ese tiempo estamos dormidos. Muertos en vida, insinuó Edgar Allan Poe: “Dormir, esas pequeñas rebanadas de muerte, cómo las aborrezco”.

¿Un lector de 40 o 50 años sabe el nombre de sus dos bisabuelas y sus dos bisabuelas? Se acordarán de nosotros los que hoy están vivos pero cuando ellos también mueran, ya no habrá nada de nada, ni siquiera una fotografía en la sala de alguna casa porque ahora las fotografías se “cuelgan” en la virtualidad, y van desapareciendo conforme subimos la selfie de hoy: la virtualidad es y no es, un sí pero no.

En cambio, los álbumes familiares eran reales. Las visitas con onces incluían, además del chocolate con pan para untar sobre la yema de un huevo frito, la maratón obligada hacia atrás: la fotografías del bebé empeloto en la tina de baño, las fiestas con el trencito y el baile de la escoba, los tíos tirando paso, pola en mano, todos chistosos con sus pantalones bota campana; las tías creídas y pintorreteadas, con su copete Alf, listas para el coqueteo; el perrito al que recogimos en la calle y metimos debajo de la cama para que no lo encontraran, el paseo de olla con los que se “ahogaban” en lo pandito o, en su defecto, el asado familiar los domingos para matar el guayabo, despedir al que se  iba al Servicio Militar o celebrar a la embarazada; los compadres que bautizaron al cuba, la vecina buscando lo que no se le había perdido, el tío que fue de primeras a la Costa, se levantó una mulata y nos trajo el equipo de sonido con el que reemplazamos la grabadora viejita, los matrimonios con las hermanas del novio o la novia vestidas con el traje de la misma tela y color…

El álbum familiar es el salvavidas de la memoria. El libro del que podríamos echar mano para escribir cualquier obituario. ¿Qué será de la vida de Fulano? ¿Lo chusca que se veía Zutana ahí? ¿Mírele la pinta a Perencejo?… El álbum familiar nos lanza a la nostalgia, nos saca sonrisas, suspiros y lágrimas, es la única máquina del tiempo real para viajar a nuestro pasado íntimo, así como la única máquina real para viajar al futuro es la ciencia ficción.

No soy persona de ir a velorios, tampoco a funerales y menos de los que levantan la tapa de los ataúdes para verle la cara al muerto. Deberíamos levantar con más frecuencia la tapa del bizcocho. Lo otro es un acto morboso, ¡al fin humanos! Al muerto hay que verlo a los ojos pero en vida,  cuando aún pueda agradecernos por una palabra bonita y bien dicha…  Mi abuelo la tenía clara: “No importa que nazca ñato, lo que importa es que respire”.  Es verdad: estar vivos es lo importante.

Después de muertos hasta las flores de los cementerios parecen muertas, o al menos huérfanas. Muertos somos ficción. Nos falta viveza para entender la muerte sin que nos achicopale. El que comprende la muerte, entendió la vida, se me ocurre.

Cuando alguien cercano muere me asalta otra certeza: El mañana está pintado en el calendario. Te pueden sacar del juego en cualquier momento. Bogotá es una ciudad que te mata por estrés, por contaminación o mientras metes la llave para entrar a tu casa. Morir de muerte natural se volvió un lujo. Debería ser otro de los derechos humanos, pero no está consagrado con esa especificidad en ninguna Constitución.

Cuando nadie nos nombre más, habrá sido el final de todo. Y cuando ese final llegue, me surge una preocupación: ¿Quién escribirá nuestro obituario?

¿Quién dirá si fuimos buenas o malas personas, si nos levantábamos de buenas o malas pulgas?

¿Qué escribirá si nuestro paso por la vida valió la pena, si fue en vano o si vivimos al son de los tarros?

¿Quién dirá cuál era mi comida favorita?

¿Quién describirá el tamaño de nuestros sueños?

¿Quién recordará cómo era la piel que cubrió nuestro esqueleto?

¿Quién se acordará de nuestras virtudes, quién enumerará mis defectos?

 ¿Quién certificará si fuimos felices o de los otros?

¿Quién llorará juntando nuestras bobadas?  

¿Quiénes contemplarán una foto de papel, orgullosos de haber caminado a nuestro lado?

¿Quién gritará de rabia en solitario por habernos dejado de hablar?

¿Quién dirá si somos un muerto bueno o de los otros?

¿Quién se acordará que un día nos vio llorando?  

¿Quién les dirá a los vivos que soñábamos despiertos? 

¿Quién recordará las veces en que, felices y borrachos, bailábamos sobre las mesas, cuando recién estrenábamos la vida y ésta todavía no dolía?

¿Quién dirá que nos fuimos achicando en el camino de la vida: la vista, la estatura, las ganas… todo reducido a nada?, ¿yendo hacia la nada?

¿Quién dará fe de a qué edad dejamos de comer mocos u orinarnos en la cama?

¿Quién dirá sin sentir vergüenza que no fuimos monedita de oro?

¿Quién repetirá nuestras muletillas?

¿Quién dirá sí éramos el mismo o alguien distinto con tragos en la cabeza? 

¿Quién hará las cuentas de nuestros amores y desamores y nuestros imposibles?

¿Quién confirmará que nos fuimos de este mundo en contra de nuestra voluntad?

¿Escribirán únicamente lo bueno de nosotros y se omitirá lo malo, o del mismo modo en el sentido contrario?

¿Quién se atreverá a decir que la muerte nos sienta bien después de levantar la tapa?

¿Quién se ofrecerá a escribir nuestro obituario para contar que fuimos y ya no somos?

  • Lapidario

Si nadie escribe su obituario, deje escrito su epitafio. Algo es algo.

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