Se frotan las manos los que quieren que este presidente se caiga. Como si tuvieran frío. Deben tener grande esa úlcera.

Un año después me sigo preguntando cómo es que Gustavo Petro llegó a ser presidente de Colombia sin haber muerto en el intento y cómo al cumplirse el primer año de gobierno alcanzó una imagen positiva (48,8%) que supera la negativa (45,7%), según la Gran Encuesta del Centro Nacional de Consultoría y CM&, teniendo al Cristo de espaldas, léase una oposición que vocifera sin proponer, una Fiscalía que se convirtió en el cuarto poder, un hijo que le salió pícaro  y una parte de la prensa con trastorno bipolar, inducido por medio los titulares, como si bobos fuéramos para no darnos cuenta de que nos venden proselitismo por periodismo.

De ese mismo sondeo, un dato llama la atención: El 82% de los colombianos quieren que al presidente le vaya bien. Un sentimiento de genuina nobleza y amor por el país, nada que ver con esa actitud mezquina de una oposición insensible que desde el Congreso se le atraviesa como vaca muerta a las reformas. Cómo no, si a puerta cerrada y güisqui en mano, liberales y conservadores están defendiendo sus apetitos burocráticos, esa solitaria que infecta por dentro nuestro sistema político. Ahora, con más razón, se replegarán en el escándalo del momento para justificar la inconveniencia de cualquier reforma; así que démonos por mal servidos, como si el sueldo que se les paga no saliera de nuestros bolsillos.

Honorables: usen la misma sagacidad para interpretar el querer de la gente: El 70.1% de los colombianos quiere un gran acuerdo nacional. El país es como la familia: uno quiere estar bien dentro de ella porque no tiene otra.

De lejos, el balance más objetivo de estos primeros 365 días, lo hizo la periodista María Teresa Ronderos en su columna de El Espectador, en la cual expone los desaciertos del presidente pero igualmente destaca sus logros. “… limpió la casa de alimañas que saqueaban los dineros de las regalías y de la paz, y propuso algo que es tan sencillo como emocionante: que el desarrollo económico consista en conseguir que todos los colombianos vivan con dignidad (y no sobre rellenos de basura como en Tumaco) y recuperar el agua que hemos contaminado y secado”.

Sin embargo, todavía hay quienes sufren de urticaria porque un ex guerrillero se pasea por el Palacio de Nariño como Petro por su casa. Ignoran que entre las élites criollas hubo simpatizantes del M-19 y también los que se unieron a sus filas siendo un grupo insurgente. El propio Felipe Zuleta Lleras (nieto del expresidente liberal Alberto Lleras) escribió lo siguiente en sus memorias (un libro, por cierto, mal escrito): “En el Externado, en esos movidos años ochenta, estaba en su apogeo el Movimiento M-19 que había nacido en abril de 1970 cuando, de manera misteriosa, ganó las elecciones…  Misael Pastrana Borrero… (…) varios de mis compañeros eran abiertamente miembros del M-19. En no pocas ocasiones me invitaron a unas reuniones con el comandante Jaime Bateman, de quien, decían, me quería conocer. Eso nunca pasó, pues, entre otras cosas, durante el gobierno del presidente Julio César Turbay (1978-1982) la represión era muy fuerte”.

Inteligente como es, Zuleta Lleras prefirió no echar por el inodoro los privilegios de cuna: le sacó  brillo al apellido en la cosa pública y amplía es su hoja de vida como burócrata, contado por él: “A pesar de haber yo militado en el Moir, -escribió- tengo desde chiquito alma de oligarca…”. (Más allá de la familia presidencial, Intermedio, página 39).

En otro libro, “Anecdotario de mis guerras”, (editorial El Búho), Javier Correa Correa (él si un buen escritor, además de periodista y profesor universitario), cuenta que “había varios ´guerrilleros del Chicó´, entre ellos algunos cercanos al M-19, y guerrilleros que de verdad habían empuñado las armas tras renunciar a las comodidades de su vida burguesa”.

El propio Javier Correa (Barranquilla, 1959) vivió una vida de película en su doble papel periodista y militante (se llamaba Hernán Jaramillo), con la muerte acechándolo, sin haber disparado jamás un fusil, mientras asesinaban o desaparecían a sus amigos, algunas de esas historias dieron origen a su primera novela, “La mujer de los condenados” (Elibros editorial)

“No fue fiebre de adolescente lo que me impulsó a unirme a la guerrilla del M-19. Fueron las ganas de cambiar las condiciones económicas, políticas, sociales de este país”, anota en el epílogo, con el cual remata 53 pequeñas crónicas reveladoras a lo largo de 195 páginas.

Igual sentimiento brotó en mí las veces que voté por Petro para presidente de Colombia. Eso me costó el afecto de algunos amigos, a los que solo les faltó tildarme de guerrillero. Una amiga, ofuscada, guasapeó:  “Esperaba eso de cualquiera menos de ti”, como si yo hubiera cometido el crimen del siglo. Le aclaré que no voté pensando en mí, en la familia o en las puertas que la vida me abrió. Antes de ser bloqueado le expresé que voté por esas millones de personas que no son más que una estadística de exclusión y pobreza en los fallidos planes de sucesivos gobiernos. Si me está leyendo, sepa que me criaron en medio del barro y, por si no lo sabe, hay vida y seres humanos más allá de sus cómodas burbujas. Esa gente merece otra suerte. Están luchando por ser alguien en este mundo.

Antonio Caballero, un periodista con pedigrí y un profundo sentido de los social, escribió en su única novela, “Sin remedio”, que “los pobres viven prácticamente a la intemperie, bajo techos de cañas y cartones que ni techos son, y dejan pasar el agua, el viento, el sol, el frío, y hacinados de a cien en cada tugurio; y sin acceso a los bienes de la sociedad de consumo, a las rosas, y en general a todas las cosas, por falta de plata, lo cual para ellos no es más que un sueño ajeno”. Eso es Colombia, una nación sin remedio, no de hoy, desde siempre.  Pero resulta muy jodido entenderlo si uno lo ha tenido todo desde chiquito.

Javier Correa también nos recuerda los orígenes de Carlos Pizarro, el primer ex guerrillero que quiso ser presidente de Colombia, llamado comandante Papito en el M-19 por su figura y porte, “un hombre bonito, ex alumno de la prestigiosa Universidad Javeriana, hijo de un almirante y una mujer encantadora que hacía figuras eróticas en cerámica, alguien con un carisma que lo proyectaba como un invaluable dirigente de Colombia”.

Pero a Pizarro lo mataron en 1990, como mataron a Jaime Pardo Leal (1987) y a Bernardo Jaramillo Ossa (1990), que también soñaron despiertos con el cambio hasta cuando los atravesó una bala cobarde.  Con la elección de Petro se hizo justicia con ellos y miles más, hombres y mujeres, que murieron por pensar distinto.

Aceptemos entonces que el presidente de Colombia se llama Gustavo Francisco Petro Urrego hasta que la justicia demuestre otra cosa. Al emprender su segundo año, le corresponde desinfectar la casa de sus propias sabandijas. Pero ya cumplió su sueño de ser presidente. Ocupémonos ahora de los nuestros, y nunca está de más ver en qué andan metidos nuestros hijos. Mejor cuidarse de las úlceras.

  • Lapidario

 “No tiene un padre enemigos como los hijos traviesos”: Lope de Vega.

 

 

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