El Cardenal Pietro Parolin, Secretario de Estado, reza ante el féretro del Papa Francisco | Crédito: Vatican Media

Francisco I, antes llamado Jorge Mario Bergloglio a secas, siempre me pareció un papa bonachón y bienintencionado. No soy católico pero aplaudí muchas de sus frases, así cayeran en tierra árida, es decir, en un mundo indolente, ¿desespiritualizado?, que tomó hace rato el atajo de la autodestrucción. Un mundo que hipócritamente dice creer en un Dios pero no le teme, ni le obedece, pese a que lo pueblan algo así como 1.300 millones de católicos, aunque se rumora que cada vez son menos en Europa Latinoamérica.

Yo fui católico. Como todos, por mandato familiar.

De niño capaba catequesis para ir a leer a la biblioteca del barrio.  No entendí cómo aquel cura joven fumaba en su despacho, tenía una novia colegial y los domingos sermoneaba a diestra y siniestra, como si él fuera un dechado de virtudes. Aborrecía las misas porque me parecían un cuento ya conocido que, a excepción de la lectura del día, se repetía cada domingo como disco rayado. Aquel suplicio terminaba cuando el sacerdote invitaba a darnos el saludo de la paz y después los fieles se iban a comportarse como perros y gatos con sus congéneres.  

Si mucha gente ha huido del catolicismo es culpa de la misma iglesia, que sigue anquilosada, a pesar de que el papa Francisco enhorabuena echó a andar unas reformas revolucionarias.

De joven me convertí en cristiano evangélico –habría que decir protestante- siguiendo el ejemplo de mi abuela materna. Me encantaba la escuelita dominical, hice el papel de Jesucristo en una celebración de Semana Santa y soñé con ser pianista como el hijo del hermano Pepe, el pastor de aquel rebaño.

Eso no me impidió emocionarme cuando Juan Pablo II visitó Bogotá en 1986, y corrí como un loco quinceañero por el Parque El Tunal para verlo. Me parece que fue ayer: su sonrosado rostro se veía a través del papamóvil, apenas a unos metros de mí. No me pregunten por qué, pero ver a un papa de cerca es una experiencia religiosa.

Por las vueltas que da la vida, y por los cambios que la lectura obra en las personas, terminé siendo un agnóstico de los que, ya cincuentón y sin cuentos, coquetea con el budismo tibetano. El día que muera el actual Dalái Lama me dará mucho pesar; aunque tengo claro que es otro hombre común y corriente, para sus seguidores está a la altura de los papas católicos. Se calcula que hay unos 535 millones de budistas en el globo.

Otro ejemplo de lo que significa ser un buen católico lo recibí del padre Sebastián Bonjorn Sales, un apóstol de la caridad, que así lo define este perfil del periódico El Campesino, que habla de sus obras bondadosas en favor de los más pobres, entre ellas un colegio para cinco mil estudiantes. Oficiaba en la parroquia de La Sagrada Familia, en el barrio El Carmen, al sur de Bogotá, donde viví hasta mis diez años. El sacerdote español, nacido en Cataluña el 9 de enero de 1928, llegó a Colombia llegó en junio de 1964 y aquí murió el 28 de febrero de 2012.

Pero, ¿cuál es la utilidad del papa y del papado para un mundo tan descuadernado como el actual?  ¿De qué sirve que un papa se pronuncie en favor de la paz, en contra de la guerra, en defensa de los homosexuales o del planeta, si quienes tienen el poder de detener las inequidades están imbuidos en vanidad y ambiciones? Es una iglesia que tiene poder, sí, pero más poder sobre los feligreses que sobre los políticos y los poderosos, que invocan a Dios en sus discursos –para que conste que buenos cristianos son- pero hacen lo que les viene en gana. 

Pensemos: ¿De qué nos sirvió que el papa Francisco viniera a Colombia (2017) a implorar por la reconciliación nacional? Desde el Plebiscito de 2016 (cuando el No rabioso de una mayoría envenenada rechazó el acuerdo de paz), aquí permanece levantado ese muro infranqueable de insensatez donde la guerra y su horrible noche no cesan. Yo creo que de tanto matarnos nos volvimos alérgicos a la paz.

El papa Francisco enseñó con actos y con la bondad de sus palabras, digamos que fue un Jesús adaptado a nuestro tiempo; por el pensamiento progresista de uno y otro, podríamos aceptar la idea de que ambos fueron hombres políticamente de izquierda, con una profunda sensibilidad social, si los vemos a la luz de esa imagen benevolente que no han vendido la Biblia y el cristianismo.

Jorge Mario Bergioglio fue un rockstar  espiritual, capaz de celebrar una misa en Filipinas a la que asistieron seis millones de personas. ¿Qué estrella ha reunido a tanta gente?

Así lo describe este perfil de la revista The New Yorker: “Francisco fue la antítesis de un hombre fuerte. Fue el modelo de líder mundial: un hombre astuto, inquisitivo y práctico que afrontó decisiones difíciles en circunstancias difíciles y respondió con humildad”.

Al decir “¿quién soy yo para juzgarlos?”, refiriéndose a los homosexuales, se puso al nivel de todos los seres humanos, bajándose de su altar de representante de Dios en la Tierra para recordarnos, a propósito de Su Santidad, que bajo el cielo no hay santos, pero sí gente humilde, como él (fue demasiado humilde para ser argentino), con su pasado de luces y sombras, como cualquier mortal.

Si el resto de la humanidad hiciera al menos una quinta parte de lo que este papa y Jesús pregonaron, otro cuento contaríamos.

El papa ya hizo su parte, ¿Cuándo haremos nosotros la nuestra? Para mí que el cielo, si lo hay, se gana no con golpes de pecho, sino con acciones de genuino cristiano.

Quiero creer que el papado y el Vaticano sirven para mucho más que escribir novelas de intrigas o llenar de turistas la plaza de San Pedro.

No importa que el nuevo papa sea blanco, negro o amarillo. Lo importante que es que pueda seguir la operación limpieza que empezó Francisco para acabar con una iglesia pecadora, que tiene los pecados de la carne y del dinero encima, y que todavía se resiste a dejar a un lado su misoginia para otorgarle, como pretendió él, poder a las mujeres. La verdadera revolución católica podría venir envuelta en dos palabras: ¡Habemus papisa!

Pero seamos justos: después de dos mil años y pico, en algo ha cambiado la iglesia católica, porque en nuestro tiempo los papas mueren de muerte natural, no asesinados.  

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