Esta es la mirada de un lector, no la de un crítico; Dios me libre de ser uno.

Si los libros tuvieran olor, que en realidad lo tienen, el que tengo en mis manos de muchas maneras sería un libro embriagador, de lomo a lomo, empezando porque huele a licor, sensualidad-sexo, música y literatura. Seguimos a Ana Magdalena Bach para cogerla in fraganti: cuando no lee sus libros y cuando tiene al marido lejos; la cana al aire de una mujer ¿felizmente? casada. A lo mejor, algunas lectoras sentirán ganas de ser ella, arrastradas por la protagonista hacia un ¿anhelado? adulterio, del mismo modo que un lector abochornado preferirá no estar en el pellejo de aquel hombre felizmente anestesiado por el engaño.

“Se acaballó sobre él hasta el alma y lo devoró para ella sola…”.  

La escena nos recuerda los fogosos encuentros de Lady Chatterley con su amante en la erótica novela de D.H. Lawrence.

Para un escritor en ciernes, En agosto nos vemos, (Penguin Random House), es una preciosa lista de recomendaciones literarias –a la dama le gustaba leer “novelas de amor de autores conocidos, y mejor cuanto más largas y desdichadas”- o le permitirá sumergirse en la intriga, inventada por mí, de por qué la señora Bach guardó un billete de veinte dólares en la página ciento dieciséis de “Drácula”, la obra de Bram Stoker.

El mundo vuelve a aplaudir a Gabriel García Márquez, porque regresó esta semana del más allá, pero nadie está obligado a leerlo, entre otras cosas porque él mismo lo sentenció: “La única razón por la cual uno vuelve a leer a un autor, es porque le gusta”. (El olor de la guayaba, página 49). Memorable es la frase que usó en su biografía, Vivir para contarla, al describir la sensación primera cuando leyó El Quijote: fue “como un purgante a cucharadas”, pues a Gabo le aburrían “las peroratas sabías del caballero andante y no me hacían la menor gracia las burradas de escudero”.

Luego surgió un milagro digno del realismo mágico: “… un amigo me aconsejó que lo pusiera en la repisa del inodoro y tratara de leerlo mientras cumplía con mis deberes cotidianos. Sólo así lo descubrí, como una deflagración, y lo gocé al derecho y al revés hasta recitar de memoria episodios enteros”.

“En agosto nos vemos” es una obra sencilla que se deja leer facilito y podría ser la iniciación al universo de Gabo para los primíparos, una ventana que conduce hacia la grandeza del único colombiano universal. Facilito de leer: Como cuando a usted le cuentan un chisme, solo que este tiene belleza lingüística en su tripa. En la página 108 la historia demostrará que en materia de habladurías un hombre con tragos (y rechazado) puede ser más peligroso que una mujer sobria.

Metería las manos al fuego (en sentido literario) por Gabriel García Márquez, porque pocos saben cuánta dicha me han proporcionado sus libros. Siento cierto pesar por las almas que se diluyen en la nada habiéndolo tratado con desdén, sin leerlo. Desaparecen huérfanas de Gabo. Sería interesante, pues, conocer la opinión sobre esta novela de alguien que jamás ha leído nada de él. Con gusto cedo mi ejemplar (con carácter devolutivo, claro está) a cambio de una opinión.

Se dice que la historia quedó inacabada en el sentido de que el Nobel consideraba que no estaba lista o lo suficientemente pulida. Yo digo, sin embargo, que la novela está inconclusa por otra razón: porque la protagonista podría quedar a expensas de un final abierto que podemos cerrar los lectores. ¿Inconclusos también sus deseos carnales? ¡Las maravillas que podrían hacerse desde un taller de literatura!

Podríamos retomar la historia e imaginar –por ejemplo- otros finales para Ana Magdalena Bach, porque en el fondo cada historia deja de pertenecer al autor cuando llegan al regazo del lector. Lo que llaman la “magia de leer” no es otra cosa que ese momento en que escritor y lector se encuentran habitando el mismo libro, sin necesidad de conocerse jamás, pero ahí están, cómplices el uno del otro, como nosotros cómplices (¿acaso juzgadores?) de la mujer madura.

Incluso, podríamos jugar a especular si la esposa infiel, con arrugas en el cuello “que ya no tenían remedio”, existió en la vida real y si existió el senador que construyó el primer hotel de turismo “a nombre suyo con dineros del Estado”, porque tipos de esos existen en la realidad. El autor se reservó el nombre de la ciudad de residencia de los esposos, ¿lo que hace suponer que apenas dejó pistas débiles para no levantar sospechas? ¿Tiene ésta obra un pie en la realidad y otro en la ficción? Quiero creer que sí: como Crónica de una muerte anunciada. Y al igual que ésta, ¿se publicó muchos años después para no mortificar a alguien? Conjetura adicional, al principio, es la otra ubicación geográfica del relato sobre la que habrá certeza: “…allí habían nacido una poeta y un senador grandilocuente que estuvo a punto de ser presidente de la República”.

De hecho, el propio Gabo dijo que “todos los seres humanos tienen tres vidas: pública, privada y secreta”. ¿Corresponde esta novela a su vida secreta o a la de alguien más? Me asaltó la duda por el término ‘prestidigitador’ que usa en la página 44, y que lo asocio con esta declaración de hace 50 años: Soy escritor por timidez. Mi verdadera vocación es la de prestidigitador, pero me ofusco tanto tratando de hacer un truco que he tenido que refugiarme en la soledad de la literatura…”. (Retratos y autorretratos, 1973).  Por otro lado, en la página 193 de Vivir para contarla, hablando de sus épocas de bachiller, cuenta que “además de escribir mis bobadas, hacía de solista en el coro, dibujaba caricaturas de burla, recitaba poemas en las sesiones solmenes…”.

¿Le prestó Gabo cualidades a Doménico Amaris (esposo de Ana Magdalena)? En la página 43 lo describe así: “…era un seductor de salón y un caricaturista musical, capaz de salvar una fiesta con un bolero de Agustín Lara…”.

Insisto: ¿existió Ana Magdalena Bach?

Sigamos…

Hay que leer “En agosto nos vemos” olvidándonos de los críticos y poniendo oídos sordos a las reseñas (spoilers en el lenguaje de moda), para que nada ni nadie contamine nuestra apropiación íntima de sus párrafos. Desde joven aprendí algo: se ve la película, después se lee la crítica, y eso si a uno se le da la gana.

No soy crítico literario, ni quiero ser uno. Dios –si existes- líbrame de ese mal y preserva en mí las ganas de disfrutar de los autores que me gustan, no para dármelas de artista luego, porque a lo único que aspiro es a dármelas de lector, con la ilusión de contagiar a otros mis antojos literarios.

Gabo, que sentía aversión por los críticos, hablaba de ellos como uno hablaría de un cólico. “Yo siempre he tratado de ser muy claro y preciso cuando escribo: intento llegar directamente al lector sin tener que pasar por el crítico”. Se lo dijo en 1981 a The Paris Review.

Quienes no gustan de García Márquez dirán que la escribió en noches de desparche, o que a lo mejor estaba borracho; la verdad ya la sabemos y nos dolió mucho: que la máquina de las remembranzas se le empezaba a averiar en los años 90 y para 2010 el alzhéimer ya hacía estragos. Es, entonces, otro mérito del relato, razón de más para sí leerlo. (Me resulta difícil imaginar a Gabito desparchado siquiera cinco minutos de su prolífica existencia creativa).

Además, él ya está por encima del bien y del mal… poco le importará lo que digamos de su obra póstuma.

En “Gabo y Mercedes: una despedida”, su hijo Rodrigo transcribe una conversación entre el escritor y su secretaria, en medio del jardín de su casa en México:

¿Qué hace aquí afuera don Gabriel?

—Llorar.

—¿Llorar? Usted no está llorando.

—Sí lloro, pero sin lágrimas. ¿No te das cuenta de que tengo la cabeza vuelta mierda?

El mejor crítico de Gabo es Gabito mismo: se anticipó a todos con la crítica más corta y mordaz a su obra: “Este libro no sirve. Hay que destruirlo”. (Página 8). Sospecho que la Divina Providencia y los dioses supremos del Olimpo se confabularon para que el libro llegue a nosotros, desatando la furia de unos y la felicidad de todos. Pensemos: ¿En qué sentido dijo él que el libro no servía? Acaso ¿para qué debía servir? (Podríamos debatir sobre ¿para qué sirve la literatura?) Y si había que destruirlo, ¿Por qué no lo destruyó Gabito? ¿Qué pasó después por su mente para permitir que las cuartillas sobrevivieran… para fortuna nuestra? ¿Están las claves en el libro mismo? ¿No hay claves y estoy alucinando?

Podríamos tener muchas conversaciones al calor de unas ginebras con hielo y soda, para sentirnos capaces de todo, como Ana Magdalena Bach, pero en este caso para comprender por qué Gabo no tuvo el coraje de romper su manuscrito ni las varias versiones que hubo de él.

“En agosto nos vemos” está recién salida del horno, así que toca esperar con paciencia mientras las hipótesis se cocinan a fuego lento. Solo puedo transcribir la frase que nos dejó en “Cien años de soledad”: “No se le había ocurrido pensar hasta entonces que la literatura fuera el mejor juguete que se había inventado para burlarse de la gente…”.  Hoy pienso que si algo lo hizo genial fue su mamadera de gallo… ¡ni muerto ha dejado de hacerlo, quizás porque muerto del todo no está!

Cualquier escritor que se haya sentido eclipsado por Gabo podrá considerar que el hombre de Aracataca en un acto de generosidad, descendió del Olimpo y les dejó el camino libre con esta novela cortísima para que labren el suyo, sin acusarlo más de no dejarlos ser. Es como si, bañado de humildad, Gabito se pusiera a la altura de cualquier principiante. Él fue de carne y hueso hasta que sus lectores lo cubrimos de divinidad. Bien lo dice Cristóbal Pera en la Nota del editor (página 136): “Mi agradecimiento más profundo a Gabo, por su humanidad, su sencillez y el afecto que siempre repartió ante cualquiera que se acercara a él pensando que era un dios para demostrar con su sonrisa que era un hombre”.

No lean “En agosto nos vemos” si no quieren.

Siendo Gabo patrimonio de la humanidad, es una lástima que muchos colombianos no sepan que primero fue patrimonio nuestro, antes de que el mundo hiciera suyo, en 1982, al cataqueño que salió de una aldea para crear Macondo y demostró que Macondo es la Tierra misma. Cada criatura sobre este planeta nace y muere en Macondo: su mente prodigiosa nos convenció de semejante cosa.

Un amigo suele decir: —“He sido bueno con mi madre. Cuando ella muera, no tendré cargos de conciencia”. Yo digo: —He leído a Gabo. Y doy fe de que nunca murió, porque los buenos escritores, o mejor, los escritores amados, se quedan a vivir por toda la eternidad en sus libros. Así que dejen de decir que la inmortalidad no existe. Existe, solo que no es para todos.

En Facebook hice el chiste de que si la novela quedó a mitad de camino, como muchos creen, no debió llamarse “En agosto nos vemos” sino “A mitad de agosto nos vemos”, porque Ana Magdalena regresa cada 16 de agosto a un pueblo de pobres en el Caribe con un cementerio indigente, imágenes que flotan en mi mente desde que leí esas palabras, con ese poder suyo de sembrar cuadros en nuestras cabezas, sin poder luego ahuyentarlos, como aquel de Remedios, la bella, ascendiendo al cielo envuelta entre sábanas.

“… Y se perdieron con ella para siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria”. (Página 271 de Cien años de soledad).

Este año el mundo celebra los 97 años de vida de Gabo y llora los diez primeros de su muerte con este libro que parece enviado desde ultratumba, como si lo hubiera escrito en el más allá, pero no: lo escribió en el más acá, quedó como quedó y en vida se opuso a su publicación, pero sus hijos desobedecieron la orden porque, según relata el propio Rodrigo en el libro “Gabo y Mercedes una despedida”, el escritor les dio una contraorden: Página 91:“Cuando esté muerto, hagan lo que quieran”. Y gracias a aquellas palabras, hoy lo estamos leyendo de nuevo con la emoción de siempre, así mucha gente se sienta ofendidísima, reclamando respeto por su última voluntad.

Mi teoría: La voluntad última de un escritor siempre debería ser la voluntad de sus lectores: ¡qué no habríamos dado por convertirnos en gitanos y haber leído hasta las líneas de sus manos!

Leer un libro póstumo de Gabo es casi como si el escritor hubiese resucitado. El realismo mágico en su más diáfana esencia. La prueba “material”, en 137 páginas, de la inmortalidad. No me pidan cordura porque entonces me sentiría extranjero en Macondo.

Lean “En agosto nos vemos” porque después de esta obra no habrá un libro nuevo más de Gabriel García Márquez. ¡Lo juro!

 

 

 

 

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