“Dios manda en el cielo, yo mando en Colombia”: Pablo Escobar.
Sí hay muerto malo. Pablo Escobar fue uno. Pero murió facilito, en medio de disparos, sin sufrimiento, cual cobarde huyendo por el techo de su guarida, hace 30 años: Era el 2 de diciembre de 1993. Se fue debiendo miles de muertos. Al final se salió con la suya: obtuvo una tumba en Colombia y no la cárcel en Estados Unidos, a lo que tanto le temió. Merecía pudrirse en una celda gringa.
Tengo mis razones, como millones de colombianos, para odiar a Pablo Escobar. Un misógino, abusador de niñas y mujeres, que apuñaló a sus propios amigos por la espalda, y todo los demás calificativos que debería imputársele merecidamente: asesino, gánster, secuestrador, terrorista, traficante, hampón, hijo de la mala sangre, pervertido, feminicida, corruptor, mafioso, bellaco entre los bellacos. ¿Se les ocurre otro?
Sembró odio, bombas y zozobra en Colombia. El desgraciado hizo ricos a muchos y “célebres” a todos nosotros ante el mundo. Cada vez que nos requisan en un aeropuerto internacional deberíamos maldecir al malnacido. Aceptémoslo o no, Pablo Escobar se convirtió en nuestra “marca país”, un lastre del que todavía no nos libramos. No es símbolo de nada, tan solo otro lamentable accidente de la historia, con delirios de grandeza: “A veces yo soy Dios, si digo que un hombre muere, muere el mismo día”.
Nadie se equivoque: Jamás se conmemoran los años de muerte de un criminal. El próximo sábado debemos honrar a sus víctimas; en el prontuario del monstruo aparecen más de cuatro mil y unos 632 atentados en el transcurso de nueve años.
Escobar ordenó asesinar a don Guillermo Cano, un hombre virtuoso, con agallas, mártir del periodismo valiente. ¡Cuánta falta hace una pluma como la suya! Lo mataron el 17 de diciembre de 1986 cuando salía de su periódico, El Espectador, al que ingresó a la edad de 18 años. Fue una Navidad amarga para su querida familia, para la libertad de expresión y para una Colombia que entonces lloraba a un muerto distinto cada día.
A veces creo que su sacrificio fue en vano, porque al periodismo colombiano le quedó grande emularlo. De estar vivo, a lo mejor se lamentaría al ver a la prensa (¡no toda por fortuna!) en garras de la frivolidad y haciendo un periodismo altamente inflamable, a veces mediocre, con los valores trastornados y trastocados. Vergüenza debería darnos con un hombre de su grandeza ética y moral.
Esta Navidad recordaremos que hace 37 navidades mataron al buen periodismo. De eso dio fe el maestro Javier Darío Restrepo en esta magnífica crónica escrita al cumplirse 20 años del vil asesinato.
“El periodismo para Guillermo Cano no fue una fiesta, ni una carrera por el dinero o por la fama; tampoco fue una rutina de oficina ni un entretenido quehacer para pasar el tiempo; era, ante todo, una misión. Entre sus más remotos recuerdos solía inventariar aquella sensación de admiración cuando a los 10 años le dijeron que su abuelo había estado muchas veces en la cárcel «para defender la libertad de sus conciudadanos». Entonces no fue fácil entenderlo, «más tarde pude comprender que cuando se defiende honradamente un principio de justicia, no importan ni el fuego, ni el terror, ni la cárcel» consignó en su «Libreta de Apuntes».
Con el Premio Mundial a la Libertad de Prensa, desde 1997 la Unesco exalta su coraje. Sus frases siguen vigentes: “Necesitamos la paz para vivir civilizadamente y dejar de morir a destiempo y como salvajes”.
Su muerte estaba cantada. El 25 de agosto de 1983, don Guillermo Cano publicó la foto de un Escobar reseñado por la justicia y esa decisión, junto con los varios editoriales que escribió pidiendo mano dura contra los narcos, le puso precio a su vida.
“El representante suplente a la Cámara por el santofimismo, Pablo Emilio Escobar Gaviria, figura entre los seis individuos que el 9 de junio de 1976 fueron capturados en la localidad antioqueña de Itagüí con un cargamento de 39 libras de cocaína como culminación de un operativo montado por la seccional del DAS de Antioquia”.
Si en este país vale la pena ser periodista, es por figuras como don Guillermo Cano, que con su pluma y su equipo de periodistas, enfrentó a los poderosos carteles de la droga. El día que lo mataron yo tenía 15 años, no lo conocí; lejos estaba de sospechar siquiera que un día escribiría para El Espectador y que sería testigo de otra infamia de Escobar: la bomba contra el periódico, el 2 de septiembre de 1989.
Mil novecientos ochenta y nueve fue el año que estremeció a Colombia: un año trágico dentro una década trágica que vivimos enterita mientras nos hacíamos adultos y que, para fortuna nuestra, sólo vimos pasar a través de los canales 1 y 2: cada noche se ofrecía una millonaria recompensa por los líderes del Cartel de Medellín ($2.700 millones por Escobar).
Ese año de 1989 empezó con una masacre de los paramilitares en Santander a mediados de enero; de ahí en adelante la horrible noche no cesó: asesinaron a jueces y magistrados, incluso a un árbitro de fútbol y se canceló el campeonato nacional, se evacuaban edificios por amenazas de bomba o carros bomba que se activaban a control remoto, dejamos de ir a los centros comerciales, y los adultos a discotecas y bares; una bomba estalló dentro de un avión de Avianca en pleno vuelo con más de cien pasajeros; el genocidio contra la Unión Patriótica continuó a manos del paramilitarismo (amigos míos se fueron al exilio y al abuelo de una amiga lo desaparecieron en Puerto Boyacá); Ese año terminó con la muerte de Gonzalo Rodríguez Gacha, (alias El Mexicano, otro malnacido, compinche de Escobar), después de la bomba del DAS que mató a 63 colombianos.
Para decirlo con doloroso sarcasmo, la parca y las funerarias hicieron su agosto los doce meses de 1989. Irónicamente, también se le recuerda como una época dorada del periodismo colombiano: la prueba son los reporteros asesinados por buscar la verdad, y los que siguieron muriendo en los 90s, entre ellos el poeta Julio Daniel Chaparro, cronista de El Espectador, y el fotógrafo Jorge Enrique Torres: los mataron el 24 de abril de 1991 cuando realizaban una crónica sobre la violencia en el municipio de Segovia, Antioquia. Tres años atrás los paramilitares de Fidel Castaño habían asesinado a más de 40 personas.
A Bogotá la comparaban con Beirut, y a Colombia se la consideraba una especie de sucursal del infierno. Nadie quería tener nada que ver con nosotros. La periodista María Elvira Samper escribió “1989”, el libro sobre ese año maldito, y cuenta cómo el periodismo vivió bajo amenaza y clandestino para poder informar. En Medellín, por ejemplo, los periodistas o colaboradores del periódico no podían asomarse a cubrir los atentados de Escobar. Sus sicarios se infiltraban en las ruedas de prensa o en el lugar de los hechos para verificar cuál reportero del diario hacia el cubrimiento, como lo reveló en 2019 el fotoperiodista Luis Benavides a Noticias Caracol.
Crecí esos años en Ciudad Bolívar, que con sus tugurios y casuchas de colores bien podría ser un resumen de esa Latinoamérica que se desangra por el lado de los más pobres, adonde llegaron y siguen llegando los desterrados de nuestras múltiples violencias; allá donde la palabra futuro no existe porque escasamente la gente busca la manera de no morirse de hambre en el presente. ¿A quién le importa el mañana, viendo la lluvia golpear unas latas de zinc, discurriendo por las paredes de paroi, mientras el piso de tierra se va encharcando?
Cursaba primero de bachillerato (1984) cuando mataron al ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla. A mi colegio lo rebautizaron para honrar su memoria; y cursaba once (1989) cuando mataron a Luis Carlos Galán y estalló la bomba en El Espectador.
Yo formaba parte del equipo de jóvenes redactores de Espectadores 2000, el único proyecto de periodismo estudiantil que un diario importante impulsaba en Colombia; nació en el cumpleaños 100 del periódico (1987) y se publicaba cada miércoles, bajo la dirección de doña María Antonieta de Cano. Un amor de persona como toda la familia Cano. Conocimos Fidelena, la finca de Mesitas del Colegio, a una hora de Bogotá (llamada así por don Fidel y su esposa doña Elena Villegas Botero), donde pasamos un día de juegos, piscina y comida, demasiada comida. Fuimos una familia. Quien haya trabajado en El Espectador sabe que más que un periódico fue y sigue siendo una familia.
Luz Dary Vélez era subdirectora de la Revista del Jueves. “El Espectador parecía un campo de guerra. Fue escalofriante caminar esa mañana sobre escombros y ver mi agenda estampada en el cielo raso. Me corrió un sudor frío y pensé: Dios mío, pude haber muerto si unas horas antes hubiese llegado a mi puesto de trabajo. Lo que más me marcó fue la resiliencia de los Cano. Sin gritos, sin llanto, sin frases de venganza, con gran señorío y valentía rescataron lo que se pudo de semejante caos. Don José Salgar pasó por mi lado con el titular que decía: “¡Seguimos adelante!”, haciendo eco a un poema de María Mercedes Carranza, ´barrerlo todo y seguir viviendo´”.
Para entender el legado de la familia Cano, hay que leer esta maravillosa semblanza escrita por don Guillermo sobre su abuelo.
“Aquel hombre no temió ni a la cárcel ni a la pobreza en su conquista de una Colombia mejor y más libre. Se privó a sí mismo y a su familia de la comodidad, de la riqueza y de la tranquilidad. Trabajó con sus hijos y con su esposa en un camino erizado de obstáculos, y cuando lo sorprendió la muerte, en 1919, creyó dejar establecidos perdurablemente en Colombia ciertos principios elementales de libertad, y creyó ver en la historia de años de El Espectador un presente firme y un porvenir seguro”.
Juan Pablo Ferro era Jefe de Información: “Por el costado del Magazín Dominical entró la onda explosiva. Se llevó todo… menos lo construido por la publicación más emblemática del periódico. El recuerdo más especial es una fotografía autografiada por Andrés Escobar y que mi esposa Marisol Cano perdió para siempre”:
Ese 2 de septiembre de 1989 me estaba duchando en Casaloma cuando sonó el estruendo. De ese tenor fue el estallido que se escuchó en toda la ciudad. Era temporada de bombas, así que corrí medio enjabonado a escuchar el “última hora” de RCN Radio. Tomé la buseta que me llevó desde el sur de Bogotá hasta la Avenida 68 con calle 23. A decir verdad, hasta el puente de la calle 13, porque acordonaron varias cuadras a la redonda. Me las arreglé para ingresar por la parte trasera del periódico (la entrada principal únicamente estaba habilitada entre semana). Llegué justo cuando llegaban doña María Antonieta y su esposo, don Alfonso Cano en una camioneta vino tinto; gracias a ellos pude ingresar al edificio. Eran más o menos las 8:45 de la mañana. La bomba explotó a las 6:37 a.m. Hubo 37 heridos, ningún muerto.
Luz Dary Ayala era reportera: “Me estremecí con la noticia, le agradecí a Dios por no encontrarme a esa hora en la redacción y pedí por la vida de todos los que pertenecíamos a la entrañable casa editorial de los Cano. La pesadilla de las bombas de Pablo Escobar nos rompía el corazón, sentíamos dolor de país y una enorme impotencia para frenar el horror de esos años”.
Fui testigo de aquella escena de pavor que dejó la explosión, tuve el privilegio de tener en mis manos, desde ese mismo sábado por la tarde, la edición especial, en blanco y negro, y el gran titular “Seguimos adelante”, que circularía al día siguiente. “Dos horas más tarde, sobre los escombros, se había montado una redacción y un taller de emergencia para cumplirle a nuestros lectores… “, se lee en esa primera plana.
La redacción se llenó de reporteros internacionales. La noticia fue mundial. Cómo olvidar la imagen de los periodistas, escoba y bolsas en mano, recogiendo los escombros, y a María Jimena Duzán escribiendo en medio de aquellas ruinas.
Yo tenía entonces 18 años, estaba en pleno furor el rock en español, y en tres meses recibiría el título de bachiller académico. Escribí el discurso de graduación en uno de los computadores del diario.
Toda mi gratitud con la familia Cano, en especial doña María Antonieta, que nos enseñó a amar el periodismo y, en ese segundo hogar, nos brindó la oportunidad de ser parte de la historia de El Espectador, al que luego me vinculé, ahora si, como periodista de planta por espacio de ocho años (1990-1998), portando con orgullo el carné con el decálogo del buen periodista. (Me sigue costando trabajo uno de esos postulados: “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”).
Escribí para la revista Los Monos, que fundó Clara Helena Cano, una persona maravillosa que influyó en mi vida profesional; también para la sección cultural (en aquella época se llamaba La Guía, bajo la dirección de Emma Arcila y luego de Luz Marina Giraldo): la Telerevista que dirigía Germán Yances y la Revista del Jueves que dirigían Gloria Luz Cano y Luz Dary Vélez. Al lado del Magazín Dominical, dirigido por Marisol Cano, eran las mejores publicaciones de prensa.
De todos ellos y de muchas otras personas aprendí el oficio. El Espectador era una escuela. Lo sigue siendo: la mejor escuela de periodismo de Colombia, aquella donde también se formó el reportero Gabriel García Márquez desde 1954, casi treinta años antes de ser Premio Nobel de Literatura, cuando la sala de redacción se ubicaba en la Avenida Jiménez con calle 4ª. Gabo retrató el salvajismo de Escobar en “Noticia de un secuestro”, que en realidad fue el secuestro colectivo de nueve personas importantes (1990-1991), para evitar la extradición de los mafiosos. “Siempre quise escribir un libro en el que los colombianos pudiéramos ver nuestro propio horror como en un espejo”, dijo Gabo en 1996.
Luego de 136 años, El Espectador, el diario más antiguo de Colombia, sigue siendo ejemplo de un periodismo independiente: fiel a los valores que inculcaron don Guillermo y don Fidel Cano, quien lo fundó en Medellín en 1887. El espíritu de ellos está encarnado en su actual director, Fidel Cano Correa.
La nostalgia pega duro cuando uno cruza por la Calle 23 con 68: aquel edificio emblemático que Pablo Escobar con todo su poder no pudo destruir, se transformó con el tiempo en un parqueadero para la venta de carros nuevos.
Que nadie le lleve flores a Escobar el próximo sábado. La prensa colombiana tiene una obligación moral con la memoria de don Guillermo Cano, cuya tumba está en el Cementerio Central de Bogotá. Es a él a quien se le debe rendir el máximo tributo en estas efemérides.
LAPI-DIARIO
Lunes: Javier Milei, el nuevo presidente argentino, le agradeció al Papá Francisco su saludo de felicitación. Apenas unas semanas atrás lo había llamado “el representante del maligno en la Tierra, ocupando el trono de la casa de Dios”.
Martes: ¿Cómo es que el fútbol paraliza a un país y la guerra no le hace cosquillas a nadie? ¿Qué hay en nuestros cerebros? ¿Se lo han preguntado alguna vez? Lo importante es que les ganamos a Brasil y Paraguay.
Miércoles: La frase de la semana: “El rico argentino no es tan facho como el rico colombiano. El rico argentino es más decente porque está culturizado”, le dijo el periodista chileno Cristian Alarcón a María Jimena Duzán. Según la RAE, facho(a) es un adjetivo despectivo que se utiliza para hablar de la gente que es fascista o que apoya “una ideología política reaccionaria”.
Jueves: Esta puede ser la fotografía más costosa de la historia colombiana reciente. Alguien haga la suma para saber cuántos ceros a la derecha tiene la imagen de los industriales más poderosos del país al lado del presidente Gustavo Petro y su esposa.
Viernes: Doce mil muertos después, Israel liberó a 39 palestinos presos y Hamás a 24 rehenes israelíes. ¡190 muertos “costó” cada uno de ellos! La indolencia es cuestión matemática.