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Si Gabo escribió “Memoria de mis putas tristes”, yo quiero escribir “Memoria de mis putos cigarrillos”.

Dejé el vicio y nací dos veces. Mi cuerpo está libre de humo. El jueves 31 de enero cumplí cinco años sin encender cigarrillos. Ese mismo año, 2020, celebré mi renacer haciendo un podcast en el que invité a otros exfumadores a contar su experiencia. Pueden escucharlo aquí.

Aprendí a fumar por pendejo. Era una noche gélida de agosto de 1990. En medio de aquel frío bestial, un compañero de la facultad me ofreció uno “para entrar en calor”. Quisiera regresar a ese momento y tener la valentía de decir ¡No! O al menos hubiera querido vomitar para saber que estaba haciendo un pacto con el diablo, pero ni tosí.  

Hice del acto de fumar un ritual. Calada tras calada, entre bocanadas de humo, sentado, me contemplaba con el cigarrillo en la mano, llevándolo a la boca, como si fuera el más apetitoso de los bocados, y no el hábito horroroso que en realidad es.

Con los años entendí que la canción de Sarita Montiel era puro embuste. “Fumar es un placer, genial, sensual”.  La industria tabacalera quería hacerse rica y la propaganda hizo el milagro, a costa de nuestra salud.

Cada año mueren en el mundo más de ocho millones de criaturas a causa del tabaco, según la Organización Mundial de la Salud, OMS. Añade El País de España: “Los fumadores habituales pierden, en promedio, entre 10 y 14 años de vida”. Me pongo a pensar: una persona que en condiciones normales estaba destinada a vivir 80 años, podría perecer a los 66 por ya saben qué.

“En definitiva, el mejor cigarrillo es el que no se fuma”, me dice, con suficientes razones, la doctora Ana Milena Callejas, neumóloga oncológica. Ella trabaja para el Instituto Nacional de Cancerología, aquí en Bogotá, así que ha visto el padecimiento de quienes enferman de cáncer por esta causa.

Menos mal ninguno de mis cuatros hijos, ya todos adultos, cogió el mal camino del papá.

No tengo nada bueno qué decir del cigarrillo. Perdí dinero comprando por paquetes y al menudeo. Estropeé la ropa con el olor impregnado en ella. No hablemos ya del mal aliento, disimulado a lo maldita sea con chicles. Hoy pienso en lo que debió sentir la gente cuando me les arrimaba “oliendo a mico”, después de una noche de farra y humo. Fumar y beber… ese matrimonio infeliz. 

Ahora detesto el olor del cigarrillo y que fumen cerca de mí. No soporto ver gente fumando en la calle, después de que fui uno de ellos. Me pongo irascible si fuman en los parques por donde troto o camino, aunque percibo la angustia de estas personas y las compadezco. En los ojos del fumador hay una mirada de profunda tristeza, a veces de derrota, la procesión por dentro.

Comenzando este 2025, la ciudad de Milán, Italia, estrenó una norma que “prohíbe fumar en la calle a menos de diez metros de otra persona”, con multas de hasta 240 euros, (más de un millón de pesos colombianos), según informa el diario La Vanguardia. En Bogotá necesitamos una ley igual con multas adicionales para quienes dejan las colillas tiradas en la calle.

Por ahí derechito legalicemos otras prohibiciones callejeras: prohibido escupir, prohibido sacar perros sin bozal y castigo social para los amos que se hacen los pendejos con el popó, prohíban los bicitaxis con motor, etcétera.

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En el colmo de la adicción, en los años 90 recogíamos colillas del piso en las fiestas a las 3:00 de la mañana para salvar lo que quedaba de ellas –lo sé, da asco- y cualquier día entre semana salía a medianoche, preso de la ansiedad, a comprar cigarrillos o pedirle uno al guarda del edificio. Preso de la ansiedad, tengan en cuenta ese término. Una vez, siendo editor de una revista de salud, no sé cuántos cigarrillos fumé escribiendo un artículo sobre sus daños en la salud.

Gabriel García Márquez,  que llegó a consumir cuatro cajetillas diarias (¡120 cigarros!), dijo una vez: “Tuve que aprender a escribir sin fumar porque me di cuenta de que el cigarrillo me estaba matando”. Lo dejó en 1975 mientras escribía “El otoño del patriarca” en Barcelona.

Yo no llegué a los extremos de mi escritor favorito. Fumaba pocos pero consciente de que un solo cigarrillo ya es malo. Fumaba porque si y fumaba porque no. Fumaba si recibía buenas noticias y más fumaba si las noticias eran malas. El fumador, como el bebedor, siempre encuentra justificaciones. Fueron casi 30 años envenenándome y apenas llevo cinco limpiando mi organismo. 

Hoy pienso que si hay organizaciones de alcohólicos anónimos, deberían crear una para fumadores empedernidos. Grupos de ayuda para darse moral mutuamente y cesar el consumo. Cuando lo prohibieron en oficinas y espacios cerrados, creamos horarios para salir a fumar al aire libre, antes y después del almuerzo. Lo recuerdo y hubiera querido invertir esas horas en mi vicio favorito, ese sí bendito: el maravilloso vicio de leer.

Era de los que encendía un cigarrillo con la colilla del anterior, que igual confesión hizo el escritor peruano Julio Ramón Ribeyro en su cuento “Sólo para fumadores”.

Por mi culpa, por mi gran culpa, maté muchas plantas, pues también fumé de puertas para adentro. Escribí un cuento precisamente llamado así: El asesino de plantas. No sé cómo pude envenenarme dentro de mi propio espacio, que debió ser siempre un lugar sagrado para mí y para mi familia.

Al vivir solo, me sentaba en la sala con cigarrillo y cenicero –siempre con tinto- y “disfrutaba” esos -¿Tres? ¿Cuatro? ¿Cinco?- minutos que tarda en esfumarse el cigarrillo, mirando literalmente hacia el techo, haciéndome preguntas existencialistas sin respuestas; fustigándome, como sintiéndome indigno de vivir.

¡De dónde mi defecto si ninguno de mis padres fuman! Tal vez es la herencia del abuelo materno, que hasta los cincuenta y tantos fumó President Pielroja sin filtro. Mustang -del azul y del rojo- y Montecarlo fueron las marcas en mi época; lo digo más bien con vergüenza. Sí, la doctora tiene razón: El mejor cigarrillo es el que no se fuma.

Ayer leí en The New York Times un dato que me sorprendió: “… el tratamiento más definitivo para cualquier problema que puedan estar experimentando no es la medicina o la cirugía: es la vivienda. Uno de mis pacientes, que luchó durante años para abandonar el tabaco, dejó de fumar el día que se mudó a su nuevo apartamento. Cuando le pregunté qué había cambiado, su lacónica respuesta fue: “Menos estrés y más sueño”. Era una receta para mejorar la salud que ojalá pudiera prescribirle a todo el mundo”. Ya lo saben, por si quieren ensayar.

Lo diré sin rodeos: 2020 fue el año más feliz de mi vida. Ese año, terrible para el mundo por la pandemia, fue el año del cambio: Ese 31 de enero dejé de fumar y finalizando el año me convertí en abuelo (19 de noviembre), pero sólo me enteré de la buena nueva hasta finales de marzo. La alegría que sentí cuando Paula me dio la noticia llorando, apenas se vio empañada por los titulares de prensa que informaban el número de fallecidos por Covid. En mi familia hubo dos muertes: el esposo de una prima y el tío de mi madre. ¡No quería que nada malo le pasara a la criaturita que venía en camino!

A los 40 años me hice consciente del daño tan tenaz que me infringía. Se notaba en los dedos amarillentos y en el olor a tabaco; yo me hacía el gringo, desoyendo consejos. La peor parte corría por mi sangre. Toda clase de químicos ––entre ellos, cientos de elementos inflamatorios que producen daños a nivel de arterias y tejidos- invadiendo mi cuerpo, impregnando mis órganos y alterando para mal las cifras de colesterol, que junto con los triglicéridos altos, me convirtieron en una bomba de tiempo. Era candidato a un infarto seguro. Hoy los niveles de todo están en su lugar, gracias además a la alimentación y al ejercicio regular.

Hay suicidios que se cometen de una y hay suicidios que suceden en cámara lenta. De los segundos estoy hablando. O cambiaba o me moría jovencito, y sin conocer a mi nieta, cuyo nacimiento, sin yo saberlo, ocurriría ocho años después, con 48 años.

Estrené los cuarenta con sudadera y tenis especiales para running; desde entonces hice de la actividad física mi nueva “adicción” en el mejor sentido de la palabra y de los gimnasios mi templo.

Seguía fumando, aunque menos, pero gracias al deporte mi cerebro experimentó una especie de reseteo que, poco a poco, fue curando en mí la ansiedad por fumar, un proceso que requirió tiempo y paciencia. El día que dije no más, fue ¡no más! Me fumé el último cigarrillo un viernes de tragos y el sobrante lo llevé a casa prometiéndome ser capaz de no sucumbir ante la tentación de tenerlos cerca. Un mes permanecieron ahí los benditos cigarrillos, en algún lugar de la cocina, haciéndome coquitos, hasta que los tiré a la basura y lo mismo hice con el cenicero.

Mi fuerza de voluntad ha sido mi mayor seguro de vida hasta hoy.

Suspendo aquí porque me quedé de ver con mi nieta. A sus cuatro añitos, entró al Jardín y no aguanto las ganas de saber cómo fue su primer día de cole. También por esta personita valió la pena mandar el vicio a la porra. Se puede, amigos; ánimo. Y si usted no fuma, siéntase afortunado y hágame el favor de compartir este artículo.

6 consejos para dejarlo

La doctora Ana Milena Callejas señala que no es una misión imposible, pero se requiere apoyo. “Pueden aparecer síntomas de abstinencia que pueden condicionar recaídas, en cuyo caso es importante buscar ayuda médica, porque al ser una adicción, se tipifica como una enfermedad que requiere atención, y para ello existen herramientas farmacológicas y psicológicas de apoyo”, afirma.

  1. Mientras se plantea una estrategia con el médico, el paciente puede probar cosas como dejar un día sin fumar y anotar los síntomas de abstinencia que más le generan disconfort (dolor de cabeza, ansiedad, hambre, irritabilidad, depresión, falta de sueño, etcétera), lo que resulta clave para conocer el nivel de dependencia y plantear las pautas de manejo.
  2. Se recomienda romper rituales cotidianos: beber café y fumar, ver televisión y fumar, leer y fumar… Se trata de desactivar la necesidad de consumir cigarrillos al hacer dichas actividades.
  3. Haga ejercicio, coma saludable y realice actividades para mantener la mente ocupada, como parte del proceso para abandonar el hábito.  
  4. Haga del hogar un entorno libre de humo: dentro de casa no se fuma. Cuando hay más de un fumador, es importante plantearse dejar de fumar para no “antojar al otro”.
  5. No compre cigarrillos al por mayor (paquetes) “para ahorrarse unos pesos”, ya que eso implica disponer de la tentación en casa. Se trata de ayudar al cerebro a reorganizar prioridades y estímulos, minimizando la necesidad del consumo.
  6. Los cigarrillos electrónicos son igual de peligroso que los cigarrillos convencionales. Se promocionan falsamente como una herramienta para dejar de fumar. Se están empezando a identificar efectos proinflamatorios en la salud y afectaciones sobre el ADN, que es nuestro mapa genético.
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