En un tiempo hizo carrera la frase “el matrimonio es un mal necesario”. Quién lo dijo, no sé; sin embargo, cuando las parejas parten cobijas, uno comprueba que un mal si fue (al menos para los del aprieto) pero necesario no sé hasta dónde. De hecho, pensé titular esta columna de otra manera: “Las personas inteligentes no se casan; las demás sí”, pero luego recapacité: mis amigos, los felizmente casados (aunque no me consta) jamás me perdonarían una ofensa tan directa.

Antes la gente se separaba por motivos de fuerza mayor (una quiebra económica, por ejemplo). Tengo el pálpito de que hoy el repertorio del padrecito en el púlpito sería más amplio… veamos…

“… Y yo los declaro marido y mujer…”

Hasta que “donde comen dos, comen tres” los separe.

Hasta que la halitosis los separe.

Hasta que los santos caigan de su pedestal.

Hasta que la inapetencia sexual los separe.

Hasta que “tus cuentos chimbos” nos separen.

Hasta que el/la vecino/a del 504 los separe.

Hasta que el control remoto los separe. (¿Los casados todavía ven la tele juntos?)

Hasta que la bancarrota o la DIAN los separe.

Hasta que los separe uno de los suegritos (o ambos)

Hasta que los hijastros los separe.

Hasta que la Cenicienta (de por días o interna) los separe.

En los tiempos que corren, el amor y el matrimonio parecen asuntos efímeros, sin relevancia, ese algo que puede esperar. Así lo sugiere la escritora Vivian Gornik en “El fin de la novela de amor”.

Afirma en la página 146:

“… todo en todas partes del mundo conspiró para hacérnoslo saber. De pronto ¡existía el divorcio! Y la psicoterapia. (…) Los que nos habíamos casado para toda la vida, recibimos el indulto: éramos libres de corregir el error. Volveríamos a enamorarnos y esta vez lo haríamos bien. (…) Nos divorciamos y fuimos a terapia. Y he aquí lo que pasó: Amamos una vez y amamos mal. Volvimos a amar y volvimos a amar mal. (…) Comprendimos que el amor no nos hacía ni tiernos, ni sabios ni compasivos”.

Hasta que los secretos los separe.

Hasta que la incompatibilidad de caracteres los separe.

Hasta que la noticia del hijo por fuera del matrimonio los separe.

Hasta que la religión o la política los separe.

Hasta que el smartphone los separe.

El teléfono móvil amenaza cada vez más las relaciones románticas. The New York Times se refiere al ningufoneo. (¿hijo legítimos del verbo ningunear?). Yo te hablo y tú y tu teléfono móvil me ignoran; algo así. O sea. “que lo que Dios ha unido…”, sí lo separen la tecnología y las redes sociales (que se volvieron sexuales). 

Hasta que el portero del edificio los separe.

Hasta que el hartazgo los separe.

Hasta que la querida (¿o el querido?) los separe.

Hasta que la palabrota tal por cual los separe.

Hasta que una enfermedad terminal los separe.

Casarse ya no es el monte Everest a conquistar. El soltero quiere estar casado y el casado quiere estar muerto. Hay otros sueños por delante: los pajecitos y el vestido blanco pueden esperar, por ahora. El cuento de hadas ha muerto ¿o lo hemos matado? Culpen a la realeza (británica, española, belga, danesa…), que cada vez decepcionan más, como si en verdad fueran los villanos de carne y hueso de los cuentos de Charles Perrault, Hans Christian Andersen, Lewis Carroll o los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm.

Hasta que la tacañería los separe.

Hasta que tus “celos, malditos celos” nos separen.

Hasta que la rutina (o las acrobacias en el gym) los separe.

Hasta que “es mi prim@” los separe.

Hasta que el amor acaba / porque mueren los deseos por la carne y por el beso” y se nos rompió el amor de tanto usarlo” los separe.

Hasta que los separe el desorden, más  el tubo de la crema dental, más ¿esa toalla qué hace ahí?

Hasta que “era mi jefe” los separe.

Hasta que la violencia intrafamiliar (¿doméstica?) los separe.

Hasta que las borracheras (del uno, de la otra o en pareja) los separe.

El chiste es viejo y flojo.

—¿Te casaste por lo civil o por lo católico?

—Por lo estúpido.

Hasta que el mecánico Juan los separe.

Hasta que el “fenómeno del niño” (hijo del anterior matrimonio) los separe.

Hasta que el entrenador (demasiado personalizado) los separe.

Hasta que la falta de sazón los separe.

Hasta que la pornografía y otras adicciones los separe.

Hasta que la duda, bendita duda, los separe.

Hasta que el labial en la camisa los separe.

Hasta que las cuentas injustificadas de las tarjetas de crédito los separe.

Hasta cuando “lo que ayer nos unió, hoy nos separa…”  (viejo grafiti que debe leerse varias veces hasta entender su doble sentido)

Hasta que su mejor amig@ (ratón del queso) los separe.

El año pasado hubo 23 mil separaciones en Colombia, esto es casi dos mil parejas por mes, cuatro parejas cada hora. Nadie está dispuesto a tolerar a nadie. La poetisa Alfonsina Storni lo sabía:

“Comprendo que este vino / no es para mí, mas juega y rueda el dado / Yo soy esa mujer que vive alerta, tú el tremendo varón que se despierta / en un torrente que se ensancha en río, / y más se encrespa mientras corre y poda. / Ah, me resisto, más me tiene toda, tú, que nunca serás del todo mío”.

Hasta que WhatsApp los separe.

Hasta que Tinder los separe.

Hasta que se cansen de comer perdices.

Hasta que la luna de hiel los separe.

Hasta que haya más que quejadera que gemidos.

Un artículo aparecido a principios de este año en la revista Newsweek afirma que “enero tiene un apodo secreto en el mundo jurídico: el mes de los divorcios”.

Me parece bien que la gente se separe en enero para que cada cual alargue las vacaciones por su lado. No lo hagan en Navidad ni en septiembre, ni en el mes de las madres; tampoco en el del padre. Si rompen, rompan en halloween para añadirle más horror a la tragedia.

Hasta que los trapitos al sol los separe.

Hasta que los enredos de oficina los separe.

Hasta que “todo mundo lo sabía menos yo” los separe.

Hasta que el domiciliario los separe.

Hasta que esa vida de perros y gatos los separe.

Concedámosle el beneficio de la duda post-mortem a su alteza. En The Crown hay un diálogo interesante entre la reina Isabel II y su esposo Felipe de Edimburgo (episodio 2, temporada 5)

—Jamás vi tantos pensamientos tras los ojos de alguien.

—Gratitud, agradecimiento.

—¿Por qué?

—Tú me haces una mejor persona.

—Y tú a mí. ¿No es la meta del matrimonio?

 

Hasta que el malgenio los separe.

Hasta que brille primero la luz perpetua para uno de los dos.

Hasta que el fútbol los separe.

Hasta que un chisme los separe.

Hasta que los separe un muñeco de trapo (del tamaño de una persona).

Hasta que “eso era todo, menos amor”, los separe.

Hace 100 años (1924) Pablo Neruda, publicó su poemario “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”; lo describió como “un libro doloroso”.  Podría ser, se me ocurre, el regalo perfecto para los recién divorciados.

Empieza diciendo el poeta chileno en el poema número veinte:

“Puedo escribir los versos más tristes esta noche”. (…)

“Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.

Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.
Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
y estos sean los últimos versos que yo le escribo”.

Hasta que… colorín colorado este cuento de hadas ni había empezado.

¿Agregarían los lectores otra causal de divorcio o no tienen tiempo porque andan ultimando los detalles del suyo?

 

 

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