Bogotá está imposible, lo dice la gente… en la esquina donde vende jugo de naranja doña Mercedes, ella que todo lo ve como Dios, al igual que el señor de los aguacates; en la cafetería, a la entrada del conjunto, en la peluquería donde Lizeth, la venezolana, que me recomienda el champú de cebolla para no quedarme calvo (aunque mi madre dice que el romero es más efectivo) y hasta en el taxi y en el bicitaxi todos comentan que el ladronerío está alborotado y que a los comerciantes los tienen extorsionados. Si, así está la Bogotá de mis amores y la Bogotá de mis terrores, a la que Fernando Vallejo llama “capital del matadero”, en esa magnífica biografía suya sobre el poeta José Asunción Silva, aquel bogotano ilustre que a cada santo le debía una vela de lo endeudado que vivió hasta el día en que se mató de un tiro en el corazón. Y así anda más de uno en estos tiempos: viviendo al fiado, abriendo un hueco aquí para tapar otro hueco allá, y los más pobres amedrentados por los temibles gota a gota, sin que nadie haga nada.

No entiendo cómo no se ha escrito la gran novela sobre los ladrones de Bogotá: los hay de todos los pelambres. Es como estar en la Londres victoriana, descrita por Charles Dickens en su novela Oliver Twist, donde una banda de ladronzuelos mantiene azotada a la sociedad: aquí como en el libro hay disparos, muertos y robos a personas, casas y negocios. Sin querer justificar a nadie, la miseria y las desigualdades son caldo de cultivo fácil para la delincuencia; fue lo que quiso mostrar Dickens.

Bogotá aterra, y no hablo de los trancones ni de la ciudad sucia que se inunda. A mi hijo de 17 años le quitaron el celular tres tipos en automóvil, con cuchillo y sin pinta de malandros, mientras él esperaba el SITP cuando salía de la universidad. (Regla No 1: Los ladrones también visten a la moda)

¿Y el burgomaestre? Bien, gracias. Carlos Fernando Galán a veces parece ausente, y eso que tenía afán de ser alcalde desde cuando se lanzó la primera vez en 2011 y perdió frente al hoy presidente, Gustavo Petro, y la segunda ocasión (2019) cuando Claudia López lo dejó viendo un chispero… hasta que a la tercera (2023) se le hizo el milagrito.

A propósito de alcalde y alcaldadas, se cumplen sus 100 primeros días de gestión este martes 9 de abril (¡vaya coincidencia!), otro aniversario más de El Bogotazo, cuando los rateros hicieron y deshicieron en la ciudad de apenas 540 mil habitantes. En su obra “Mataron a Gaitán”, Herbert Braun habla de los saqueos: “El pillaje se extendió con rapidez y en él participó todo el mundo, salvo algunos de los gaitanistas más devotos”. (…) “A los pobres de Bogotá se les unieron (…) gentes de la clase media para quienes la mercancía en las vitrinas eran símbolo de un modo de vida que les provocaba envidia”. (…) “Vendieron su botín a precios ridículos a gente de clase media y media alta que aguardaban a las puertas de sus casas”. (…) “Fue un momento para tener lo que los ricos habían tenido siempre”. (…) “Se robaban entre sí y se rapaban el fruto del pillaje”. (…) “Algunos habían saqueado más de lo que podían cargar y dejaban las cosas en la calle, donde sabían que otro, tan merecedor como ellos, habría de recogerlas”.

Ya puede dormir tranquilo el señor alcalde, a la vuelta de unos años lo espera una candidatura presidencial; mientras tanto, los ciudadanos esperamos que su discurso de posesión no quede en puro bla bla bla.

“Trabajaremos por una Bogotá que adopte nuevas tecnologías y trabaje hombro a hombro con la Policía para desarticular el crimen, mejorar la seguridad en el entorno urbano e impulsar una sana convivencia ciudadana para que todos sus habitantes recuperen la tranquilidad. No más lavadas de manos o peleas entre los que tienen la responsabilidad de mejorar la seguridad en Bogotá”.

Para antier es tarde, alcalde. Un artículo de El Espectador evidenció que la ciudad ni siquiera cuenta con cifras actualizadas sobre delitos de alto impacto. En otro informe el periódico cuenta dos cosas sorprendentes: la extorsión a comerciantes creció 70% en la capital y tres de los más peligrosos hampones (Satanás, Happy y Muñeco), se conocieron mientras estaban detenidos en la URI de Puente Aranda, lo que les permitió aumentar su poder delictivo.

En Bogotá toca andar al revés para despistar al malandrín. Es decir, en contravía, porque si uno se desplaza a pie en el mismo sentido que los carros, dos tipos en moto lo dejan hablando solo, como solo me dejaron hablando la primera vez que fui atracado. No se fíen de las motos con parrillero. (Regla No 2) Toca calibrarlos desde lejitos, antes de que ataquen. Con tanto ladrón motorizado, no es raro entonces que la venta de esas máquinas esté al alza, como lo señala un informe de Fenalco y la Cámara de la Industria de Motocicletas de la Andi.

Lo del atraco ocurrió así: A las tres de la mañana de un sábado, mientras esperábamos taxi con una amiga,  luego de bailar en un club chapineruno, del otro lado de la calle aparecieron dos tipos: recibí patadas en el cuerpo y golpes en la cabeza con la cacha de un revólver; por fortuna, a ella no le hicieron nada porque, asustada, salió a correr con los tacones en la mano. Luego de pedirles ayuda a los primeros borrachos que encontré, amanecí en casa de un hermano y con un dolor de cabeza histórico. Eso fue a principios de los años 90, cuando todavía no existían los teléfonos celulares, y tocaba esperar con paciencia hasta el otro día para saber qué había pasado con Fulana o Mengano que no habían llegado la noche anterior. Y cuando el perdido aparecía, de su sermón no se libraba: ¡quién lo manda a andar por la calle a semejantes horas! (Regla No 3)

En el segundo robo se llevaron la  quincena entera, cuando salía de hacer un reportaje en una clínica veterinaria sobre la Avenida 26, cerca de la famosa, en ese entonces, Troncal de la Caracas, que se inventaron en la alcaldía de Andrés Pastrana y que en realidad fue un nido de ratas de dos patas (hablo de la Troncal, por supuesto). Tampoco seamos injustos con el hijo de Misael, porque con sus carteristas el sistema Transmilenio, obra de Peñalosa, no se queda atrás.

Hacía allá me dirigía, atravesando los puentes de la 26, cuando dos sujetos jóvenes y altos me abordaron para pedir monedas, pues eran estudiantes universitarios sin lo del bus, dijeron los desgraciados antes de despojarme de cuanto llevaba: la grabadora de periodista que no era mía, la chaqueta negra de cuero de un hermano, el maletín con ropa del gimnasio y el reloj Benetton original que pagaba a plazos en el periódico. ¡Qué rabia!, apenas había cancelado dos de diez cuotas. Ese fue el peor de los robos, porque aparte de reponer lo que no era mío, seguí pagando por algo que ya no disfrutaría más. Sí: me salió lo del dicho: El que con lo ajeno se viste, en la calle lo desvisten. (Regla No 4)

Además de quedarse con mi sueldo, los hampones dañaron mis gafas de hipermétrope y tampoco regresaron los documentos personales. Sin un peso y con la nariz rota, regresé donde el médico que, iracundo, me mostró la pistola que cargaba para defenderse de los choros. ¿Todavía se usa ese sustantivo?

Les tengo pavor a las armas. Si te van a robar, que sea por la buenas para contar el cuento después. (Regla No 5). Tenía razón el escritor José Eustasio Rivera: “Todo hombre armado está siempre a dos pasos de la tragedia”.

Aquel aforismo me recuerda la vez que asaltaron el consultorio odontológico donde una tía era secretaria. El doctor debía entregar las llaves de su camioneta a dos tipos armados y cuando hizo el amague de buscarlas, activó la alarma y esa fue razón para que uno de los sujetos, asustado o irascible, jamás se sabrá, le descargara una bala en el pecho.

El doctor Gustavo Romero murió desangrado en el trayecto hacia la clínica, pues quisieron llevarlo de urgencia en un taxi y él pidió ser trasladado en su camioneta, a la que –por lo visto- amaba más que a su propia vida, la cual se fue apagando en lo que encontraron una persona que supiera conducir. Desde el primer robo aprendí a desapegarme de las cosas materiales: la vida no tiene remplazo, lo demás sí. (Regla No 6)

Al conocer mi drama, un primo dijo que uno debía ser macho y enfrentar a los ladrones. En pocas palabras, que yo había sido un pendejo por acobardarme frente a dos grandulones con cuchillo. A las pocas semanas lo visité en su casa. Se recuperaba de tres puñaladas que recibió por no dejarse quitar la chaqueta que llevaba puesta. Se defendió “como todo un macho” y al final quedó con el estómago y un brazo cocidos y sin la prenda amada, y yo, un tris victorioso, recordándole lo que alguien sensato diría en estos casos: “el cementerio está lleno de valientes”. (Regla No 7)

¿Moraleja?

A menos de que el ángel de la guarda haga bien su tarea, para sobrevivir en Bogotá nos toca cumplir el onceavo mandamiento: no dar papaya, (Regla No 8), porque los policías tampoco alcanzan para poner uno en cada esquina. Hoy nos necesitamos más entre nosotros. El sálvese quien pueda no sirve. A lo mejor toque darle una mano al alcalde para que los resultados en materia de seguridad se vean; por lo pronto, sería bueno prohibir el parrillero cuando se trate de dos hombres en la misma moto, más no cuando se transporten un hombre y un mujer. ¿Está de acuerdo, doctor Galán?

 

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