Fotografía tomada desde el puente de la estación Marsella de Transmilenio.

Cualquiera que haya leído el título de esta historia sabrá que en su entorno más cercano donde hoy hay un edificio, ayer había una casa. Y donde hoy levantan un edificio, mañana levantarán otro, y otro, y otro.

No sé si todavía en las casas de hoy desalojan a la gente a las malas, como en la película La estrategia del Caracol (1993), basada en un hecho real que ocurrió en la Bogotá del siglo pasado. Lo que sí vemos es que las casas se alargan en ese frenesí inmobiliario que experimenta la capital. Pierden su sencillez para ser tragadas, sepultadas, bajo moles de cemento, hormigón y asbesto. Dinosaurios inanimados de nuestro tiempo pavoneándose en medio del paisaje.

Los desalojos tienen ahora nombre rimbombante: gentrificación. Vivimos la era de la verticalización urbana. ¿Quién nos dirá, por ejemplo, cuántas casas se está llevando por delante el Metro de Bogotá?

Nos habita la desmesura, esa tendencia a exagerarlo todo… hasta la riqueza. Los urbanizadores construyen edificios de 30 pisos y más, quizás para susurrarle a Dios sin que sepamos. ¡Qué va! Más bien se trata de un afán desmedido de dinero que está creando hacinamiento urbano, prueba de que la ciudad sigue creciendo peligrosa y desordenadamente. ¿Qué normas alientan este apetito capitalista?  ¿Quién autoriza las licencias, quién determina qué tan alto es demasiado alto?

En un artículo de la Revista Bitácora Urbano Territorial (Universidad Nacional), el profesor Germán Montenegro-Miranda, arquitecto y Doctor en Geografía, escribió lo siguiente en 2018: “Este desequilibrio estaría en contradicción con el principio fundamental de la Ley de Ordenamiento Territorial colombiana, que prioriza el derecho general de las personas por encima de los particulares, derechos que empiezan a generar una geografía del conflicto ligada a la pérdida de la calidad de vida relacionada directamente con la saturación de la edificación”.

En esta neurosis urbana, los conjuntos cerrados tienden a parecerse a inquilinatos, con la diferencia de que al inquilino lo llaman co-propietario. Son pequeñas ciudades dentro de una ciudad, ya de por sí caótica, mal planificada. “Estamos locos, yo me imagino el infierno que deben ser esas asambleas de propietarios”, se lamentó el arquitecto Carlos Niño, durante el Conversatorio “La arquitectura en Bogota: Momentos y generaciones”, convocado por la Sociedad de Mejoras y Ornato de Bogotá. En la misma tertulia, el joven arquitecto Alejandro Rogelis, quien creció en la Bogotá de los conjuntos cerrados, añadió con tono pesaroso: “Aparecieron las rejas y se empezó a romper la ciudad”.

Yo, que sufro de acrofobia, no viviría en rascacielos. Ante un leve temblor, ¿cuánto tiempo tardaría uno en tocar tierra? Pero, bueno, estar cerquita a Dios debe tener sus ventajas. Prefiero tener los pies en la Tierra y la cama pegada al suelo.

Vivir en semejante altura es estar agarrado de la nada. Como viajar en un avión que nunca aterriza. El edificio de seis pisos, donde vivo, ya me parece alto. Y los hay que se levantan sobre colinas, reforzados a lo maldita sea con más estructuras de concreto y acero, que le hacen fieros a la naturaleza. Si la llaman edificación de gran altura, ¿es correcto decirle propiedad horizontal a la propiedad que crece verticalmente?

Prefiero las casas y amo las casas, sobre todas las cosas. Extraño aquella donde pasé mi infancia, una casa de barrio popular, cuyo primer piso fue alquilado por mis abuelos al llegar a Bogotá a principios de los 70s. Vivieron de pagar la renta como don Ramón durante diez años, hasta adquirir el terreno donde con ayuda de sus hijos construyeron un rancho propio. Porque eso era. Un rancho con paredes y techo de zinc al principio pero luego se transformó en una casa de verdad, con sus dos pisos, desde donde se puede observar la ciudad, con lo bonito y lo feo.

Las casas antiguas con patios, zaguanes y cuartos de San Alejo —como la casa de mi infancia, al sur de Bogotá— están desapareciendo. En el patio había un árbol de tronco grueso, donde enterramos a mi única tortuguita. Se tenían animales porque las casas eran amplísimas. Comenten un crimen esas familias con tres y cuatro perros en apartamentos de 50 metros. Teníamos albercas descomunales, donde se lavaba la ropa y lo bañaban a uno. ¿Todavía existen las albercas?

Los zaguanes eran cómplices de los amoríos tempranos y los besos bobos.

—Le manda a decir mamá que se entre ya —decía uno, ya volantoncito, al hermano o la hermana mayor, en edad de merecer, mientras él o ella candoroso, permanecía apostado en el portón, buscando lo que no se le había perdido. A menos que los papás se descuiden, en los edificios modernos ya no se pueden hacer esas gracias. De hecho, en los edificios nadie sabe quién vive al lado, como no sea cuando toque hacer un reclamo.

“Estamos viviendo unos encima de otros, pero no hemos sido capaces de aprender a convivir. Debemos generar una nueva ciudadanía a partir de espacios públicos compartidos. Es un hecho que cada vez habrá menos habitantes en la ciudad y no puede ser que la única interacción de muchas personas sea con una pantalla. Nos estamos volviendo una sociedad más repulsiva con el otro”, me cuenta Gina Martínez, una amiga, a quien le aterra que “algo que estamos perdiendo con las construcciones de altura”.

En nuestra época la vida transcurría en la cuadra más que en la casa.

Imagen del barrio La Merced.

Pasando por encima de las casas, los edificios reescriben la historia de las ciudades.

En la otra casa, la casa propia de nuestra infancia, en cuya entrada había un árbol de saúco y una planta de ortiga, mi abuela era el ogro de los prospectos para yernos: amenazaba a los intrusos con bañarlos en orines si los veía rondando a sus hijas. ¡Oh, si aquella planta de ortiga hablara, cómo nos dolerían los recuerdos!

Cada vez que cae una casa cae herida la memoria. Mueren las personas, mueren las casas, muere el pasado. Una historia sepultada es el principio de otra. Las generaciones o las degeneraciones. Eso depende. Derrumbadas las casas ahora sí podremos dedicarnos a construirlas en el aire para emular la promesa del maestro Rafael Escalona a su amada Ada Luz.

De la casa de mi infancia tengo dos recuerdos feos. En una ocasión, los ladrones entraron por la terraza a través del tercer piso, usando una escalera gigante de madera. Desde el primer piso cargaron, otra vez hasta el tercero, el equipo de sonido que recién había traído de Cartagena el tío Jairo, el primero que tuvo la fortuna de conocer el mar y el primer caso de cáncer en la familia materna. Al día siguiente aparecieron los elepés regados por toda la casa y en la calle la prueba del delito: la escalera de madera que los rateros olvidaron llevarse.

El otro robo fue con ocasión del matrimonio del Tío Oliverio, para la fiesta de Reyes de 1979; de pronto, se fue la luz y cuando volvió ya habían desaparecido la mitad de los regalos del cuarto secreto, que tan secreto no fue. Todavía no inventaban la lluvia de sobres. Mientras los grandes bailaban y se emborrachaban, y los ladrones hacían su enero, los niños nos untábamos de calle. 

Porque en nuestra época la vida transcurría en la cuadra más que en la casa. La calle era nuestro mundo a conquistar. Nos gustaba más la calle que la comida, porque en la calle llenábamos las horas con alegría hasta que salía la luna a acompañarnos. Los amigos se hacían en la calle. Jugábamos a timbrar en las otras casas y salíamos a correr. “Tin tín corre corre” se llamaba ese juego. Por eso hay una canción de rock en español que se llama La calle, del dúo bogotano Compañía Ilimitada.

Llegábamos sudorosos de la calle, vueltos uno ocho, a veces mugrientos. Los niños de ahora siempre están impecables. Son sedentaria y obesamente caseros, aunque el término casero es un decir.

Pasando por encima de las casas, los edificios reescriben la historia de las ciudades. A las casas que desaparecen les sobrevive la nostalgia. La modernidad observa desafiante al cielo. Esa modernidad se eleva como cometa, despojándonos del pasado, arrastrándose por los aires no sabemos hacía dónde. ¿Quién defenderá nuestra huella colonial cuando vengan a arrasarla?

Cuando uno extraña la casa de su infancia, en realidad lo que extraña es la infancia misma, por aquellos que se marcharon para siempre. FIN.

Mañana: Los edificios hiperdensificados de Bogotá. Entrevista con el arquitecto Carlos Campuzano Castelló.

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