Imagen tomada de Netflix.

Si existe un sentimiento que reúna en sí mismo toda la belleza de la vida es ese que brota espontaneo cuando el alma desemboca en los ojos. Ahí nos damos cuenta de que vivir vale la pena y que todavía se puede tener fe en los semejantes.

Lloré con la historia de Los niños perdidos en el Amazonas colombiano. Y tuve que poner pausa varias veces mientras veía el documental por Netflix para dejarme abrazar por un sentimiento genuino para el que no hay palabra correcta.

Solo hasta ahora caigo en la cuenta de que aquello sí fue un auténtico milagro, incluso para descreídos como yo. No hay manera lógica, acaso terrenal, de explicar cómo cuatro niños –uno de ellos de brazos- lograron sobrevivir 40 días con sus cuarenta noches en la selva, bajo condiciones inhóspitas, con el peligro acechando. Se repitió en ellos la hazaña bíblica de Jesús solo en el desierto, con todo y serpiente incluida; ya verán por qué.

Mucho podemos aprender de esta nueva parábola que son muchas parábolas al mismo tiempo.

La mayoría nos ahogamos a diario en un vaso de agua, intentando encontrar la salida a problemas que no siempre lo son. A Lesly Mucutuy, la mayor de ellos, que entonces tenía 14 años, las circunstancias le impusieron la quijotesca tarea de no dejar morir a sus tres hermanitos: Soleiny, de nueve; Tien Noriel, de cuatro y Cristin, de un añito. Los cuatro están ahora bajo el cuidado del Instituto de Bienestar Familiar.

¿A cuántos de nosotros con frecuencia nos ha costado trabajo hacernos responsables de nuestra propia existencia? Todo cuanto su madre y abuela le enseñaron para sobrevivir, Lesly lo aplicó en la selva. De nuestros indígenas podemos aprender ese profundo conocimiento que desde niños les inculcan sobre su territorio, y que transmiten de una generación a otra. Salvar la selva es salvarlos a ellos y su legado milenario, pero es también salvarnos a los demás, sin importar el lugar físico que ocupemos en este planeta, porque la selva es un pulmón que nos hermana, con una riqueza inacabable e inabarcable. La selva nos devolvió a los niños, seguimos en deuda con ella.

Desde este lado, nos ufanamos de ser parte de la civilización. Ciertamente no, porque a veces hasta se nos olvida dónde estamos parados. Si usted indaga en la gran metrópoli por la dirección escrita en el papelito, la gente hace muecas, sale corriendo o lo dejan hablando solo, sin haber terminado de lamentarse por estar desubicado. En medio de la manigua no existen las cuadras ni las nomenclaturas. La luz del sol, la fuerza interior y la fe -lo que sea que eso signifique- son las únicas brújulas que se tienen a la mano para no perderse.

Colombia necesita con urgencia su propia Operación Esperanza para conjurar sus broncas, las reales y las inventadas.

La película es una lección de vida, y otra, y otra. El ejército del Estado y el ejército indígena, por largo rato atrapados en el desencuentro, se unieron en un noble propósito, cada cual con sus saberes y sus métodos, lo que demuestra que la reconciliación sí es posible. Que todavía podemos remendar, si quisiéramos de corazón, estos corazones deshechos por tanta rabia fermentada.  Pongamos de moda la palabra fraternizar a ver si de verdad fraternizamos. Odiarnos ya sabemos. Nos comportamos como almas vivientes pero no sintientes.

Propongo que encierren a todos los políticos en el mismo cuarto para que vean este documental, sin que se sientan obligados a opinar. Nos debemos el silencio los unos a los otros. Antes de la paz, que el silencio esté con nosotros para emprender la búsqueda de esa Colombia refundida en los confines de sus malquerencias. Los niños perdidos nos están hablando. Colombia necesita con urgencia su propia Operación Esperanza para conjurar sus broncas, las reales y las inventadas.

El testimonio de Lesly, recreado con bellísimos dibujos que cobran movimiento ante nuestra mirada, es la cartilla que debemos leer. De esto deberíamos estar hablando: los maestros con sus estudiantes en la escuela, con nuestros hijos en las casas, y entre vecinos en la calle, con el que sube y la que baja en el ascensor, con el que escucha aunque no ve…

La niña no tuvo problemas en reconocer que sintió desfallecer y quiso abandonar a sus hermanitos a su suerte. Dios, el destino, el duende de la jungla, o lo que sea que gobierna nuestras almas, puso sosiego en la suya y la reconfortó cuando sintió que solita no podía más con tanta responsabilidad. Al pensar en ella, pienso en mi nieta y en todas las criaturas indefensas del mundo que necesitan nuestra atención y protección. Cambiemos indiferencia por compasión, que no es lástima, ni limosna. 

Sé que no estoy haciendo spoiler porque el final de esta historia lo conocemos desde junio de 2023. Lo que no conocíamos son los testimonios de quienes participaron en el rescate, ni las imágenes inéditas, fotografías y videos, de esta que es una auténtica Odisea homérica de los tiempos modernos: el camino que llevó a los niños de regreso a Itaca, nacer otra vez o resucitar, como quieran llamarlo; la vida abofeteando a la muerte dócilmente, el tributo a quienes fallecieron en el siniestro de la avioneta, entre ellos Magdalena Mucutuy, la madre de los pequeños. Ella es otro símbolo del coraje, ella que cuidó de sus niños hasta donde la muerte, la verdadera mandamás, se lo permitió.

Sí, lloramos porque nos reconocemos humanos, sobrepasados por la tragedia ajena, pero también sobrecogidos por la emoción que producen los finales felices. Nuestra heroína Lesly y sus hermanitos son nuestro cuento de los Hermanos Grimm, El libro de la selva hecho en Colombia. Si no han visto este documental, corran a verlo. Esta epopeya nacional tiene al mundo con los ojos encharcados y el alma saliéndose por los ojos. 

El próximo domingo, nueva historia en este blog: Vivir con esquizofrenia paranoide.

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